Sábado, 17 de enero de 2015 | Hoy
El Carrasco es un caso agudo de intervención en un edificio glorioso que mezcla restauración con cambios brutales. La razón económica y el mal gusto de lo “informal”
Por Sergio Kiernan
Hace casi exactamente un siglo, el empresario uruguayo Alfredo Arocena tuvo la idea de crear un barrio donde había un campo. Montevideo no paraba de crecer y los quince kilómetros de distancia entre la Ciudad Vieja y los campos de la estancia de Carrasco ya no parecían tantos. Como la ciudad está frente al mar, como ya estaba más que de moda eso de los balnearios, Arocena vio el negocio de crear una Mar del Plata suburbana, un lugar donde se pudiera vivir todo el año, trabajar en el Centro y volver a una casa frente a la playa. El hombre no se anduvo con chiquitas y contrató a Charles Thays y Edouard André para diseñarle el barrio, cosa que se nota en las calles curvas, las arboledas bien pensadas y las innumerables plazoletas. Carrasco sigue siendo una joya urbana, ya integrada plenamente a Montevideo, de casas con jardín tierra adentro y caserones ingleses cerca del mar, de los que le dieron alguna vez una identidad única a la demolida Mar del Plata.
El ancla de todo el proyecto era un hotelazo por lo alto, un edificio digno de la Costa Azul o la por entonces tan de moda costa belga. Arocena llamó, otra vez, a los mejores, y Gastón Mallet y Jacques Dunat –ya activos en Buenos Aires– presentaron en 1911 un diseño elegante, de clase, con originalidades propias casi excéntricas y un muy alto padrón de calidad. El Hotel Carrasco aprovechaba a pleno su terreno exento para estirarse frente al mar, con un bloque central que hacia el este se alzaba en una torre y hacia la ciudad se arredondaba en un medio barril casi parlamentario. Excéntricamente, se entraba por el hemiciclo y subiendo una doble escalera, mientras alguien –cosas de esos tiempos– se encargaba del equipaje. La fachada larga hacia el mar se usaba para una gran galería de arquerías francesas donde tomar algo mirando las olas, la fachada que daba a tierra adentro era más de servicios. El hotel tenía 116 habitaciones y suites, casino, restaurante, bares, un jardín de gloria y equipamientos como esculturas de Carrara, arañas de primer orden, mobiliario de maderas ya perdidas.
Cuando la obra había arrancado, vino la Primera Guerra Mundial y mandó parar. En esos tiempos se importaban como tecnología cosas como sanitarios y broncerías, y el bloqueo de los submarinos alemanes y la reconversión industrial para la guerra paralizaba todo o, como en Argentina, hacían nacer industrias propias. El Carrasco se pparó y listo, tanto que para 1915 lo compraba el municipio, que logró terminarlo en 1921. Estilísticamente, entonces, el hotel tiene la distinción de haber sido indiferente a dos modas, primero el Art Noveau de su diseño y luego el modernismo de su terminación. El Carrasco es una impecable torta academicista, pintoresquista de balneario y bastante libre en eso de mezclar cosas, que por algo está en América.
O mejor dicho, era todo eso, porque para los años cincuenta quebraba, cerraba, era saqueado de objetos y dañado de intemperie, y pasaba medio siglo ocupado en ser una ruina. Ni la distinción de Monumento Histórico Nacional de 1975 lo salvó, y para 2009 se hacía un concurso de explotación, restauración y relanzamiento. La empresa que lo ganó llamó al Sofitel para administrarlo y tomó dos decisiones que darían resultados muy cuestionables, la de contratar a IAG Arquitectos para el rediseño y a la decoradora francesa Sybille de Margerie para hacer los interiores. Definitivamente, después de esta intervención el Carrasco no es más una pieza clásica, eclecticista o pintoresquista. Es un hotel elegantísimo que gastó millones en ser descontraído, informal, y arruinó el planteo original.
Quien llega hoy a Carrasco se encuentra con un edificio impecablemente restaurado en sus fachadas de piedra París –cada ornamento, cada pieza de metal de la cúpula– y estropeado por completo en su volumetría por una monumental rampa de autos del lado del mar, de cemento blanco con barandas y una enorme pérgola de vidrios entintados y aceros. La guarangada, para peor, es de hormigón, con lo que su baratura material es subrayada por la elegancia y calidad del original. Del lado de tierra le agregaron un objeto oblongo, curvo, adosado a la planta baja, que anuncia en letras rojas el acceso al Casino. Arriba, deformando los techados, se ve un piso de servicios que, al menos, fue pintado del mismo color de los muros originales. Todo este estropicio se justifica por la necesidad de agregar tecnologías de aire acondicionado y otros conforts, y por la idea de que nadie debe subir una escalinata para entrar a un hotel: hay que llegar en auto y tener una pérgola encima. Aunque esto rompa todo el estilo de un monumento histórico y, de paso, les impida a los pasajeros ver el mar sentados tomando algo.
Lo que no se entiende es el casi rencor hacia los ancestros que exhibe la decoración interior. Entre los 75 millones de dólares gastados en la obra se usaron varios para contratar restauradores argentinos, uruguayos y brasileños, un trabajo que ojalá se hubiera podido ver antes de que de-sembarcara madame de Margerie. Es que uno entra al hotel y ve el símil piedra de los interiores intacto, los oros reaplicados, los muchos y hermosos vitrales restaurados a la perfección, los pavimentos de piedra dura, las muchas buenas maderas de puertas y vanos, y las herrerías perfectamente limpias y pintadas como manda el arte. Pero esa gloria se limita a los espacios mayores, salones y halles, aunque desaparece en cuanto se abre una puerta a otros sectores. Por ejemplo, quien circule por el largo pasillo que le hace de eje al hotel estará pisando mármol, caminando entre pilastras y marqueterías de piedra París, alzando la vista para ver los vitrales, hasta llegar a una puerta de robles maduros. Al abrirla, se encontrará en otro mundo donde todo lo anterior fue destruido por completo y reemplazado por un modernismo inmitigado de acero quirúrgico, vidrio y superficies blancas. Como dicen los decoradores frívolos, todo es neat y rudamente en contraste con el resto del edificio.
Como uno anda resignado a este mito del contraste, la justificación de tanto profesional que no sabe ni puede diseñar algo clásico, no se sorprende y entiende que la idea es también no asustar al pasajero con tanta elegancia, que no se sienta incómodo en bermudas en un hotel que parece el de Muerte en Venecia. Lo que no se entiende es lo que les hicieron a los ambientes que decidieron conservar y en los que gastaron tantos amorosos esfuerzos en restaurar. La sorpresa arranca en la misma entrada, subiendo la rampa elefantina, pasando bajo la pérgola de acero y de largo de un ascensor semiexterno, para entrar a la galería original, la que servía para ver el mar desde la altura de un primer piso. Alguno decidió descajetarle las proporciones clásicas colgando un enorme cielorraso de servicios, de esos vulgares de durlock, cribado de luces empotradas y trompetas de aire acondicionado. Como la galería ahora no sirve para nada –su vista es a la rampa de coches– la cerraron con más vidrios, dejaron unos muebles por ahí, y le cambiaron el pavimento original por uno de venecitas brillosas color cremita, como si fuera una pileta o un baño pretencioso. Las columnas y las molderías francesas se burlan en silencio de todo esto.
Para entrar al lobby se abren unas puertas de buena madera, originales, y se entra a otra larga galería, esta cerrada, que hacía de estar o bar interno a la galería. Es un espacio hermoso, elongado, alto, bien iluminado, pleno de columnas y con una verdadera gloria de vitrales en lo alto. Como para compensar esta elegancia bien restaurada, cada mueble, cada objeto y cada lámpara es tan feo, tan al borde del ridículo que el lugar merecería estar en Puerto Madero. Hasta intervinieron el piso, canónicamente blanco y negro en damero de mármoles, agregando bandas con dibujitos y placones de una piedra muy inferior. Para dar una idea de la melancolía del conjunto, hay lámparas que son caballos de metal de tamaño natural a los que le salen del cuello un cañito con una pantalla...
Con lo que el corazón se alegra al entrar al bar del hotel, el tambor parlamentario que era la excéntrica recepción original. Es un espacio perfectamente circular con una cúpula avitralada sostenida por una compleja y linda banda ornamental cargada de marqueterías y máscaras femeninas. Este círculo está abrazado por un lado por una galería semicircular con enormes ventanales, donde ahora hay mesas, y por el otro por dos formidables escaleras curvas con barandas de herrería de primer orden. Todo este interior es en piedra París, elegante, airoso y con el toque garboso de un arquitecto que sabe lo que hace. Tan lindo es todo que hasta alguien se inspiró al fin y creó esa rareza, un contraste que funciona y no es un simple choque de materiales. En el centro exacto del ambiente, bajo la cúpula y el vitral, hay un bar blanco en forma de caracol, una especie de mueble-escultura muy interesante. Este gesto hace penoso que la galería tenga ahora un piso rústico de madera barata y que la parte baja de sus muros fuera revestida con un travertino pulido, de baño.
El restaurante es, de hecho, la culminación de este estilo guarango chic. Es el viejo casino, nuevamente redondo, mucho más alto y con una fuerte cornisa ornamental haciéndole de cintura. Desde el cielorraso aplanado cuelga ahora un bosque de lámparas de cairel muy a la fifties, desesperantemente fuera de lugar en ese salón. Los muebles son de ese estilo neutro, oscuro, deliberadamente inidentificable que usan los hoteles internacionales para tratar de no estar en alguna parte en particular.
Lo más llamativo del Carrasco es que fue aprobado por las autoridades de Patrimonio de la Ciudad y de la Nación, con lo que el visitante se queda pensando que el motor económico del proyecto pasó por encima de las reglas de preservación más básicas. Carrasco, parece, vive un boom inmobiliario que revalorizó las propiedades y relanzó el lugar. Como ahora hay Internet y los autos son más rápidos, vivir en el suburbio elegante y trabajar en el Centro es nuevamente atractivo. El precio a pagar por este
desarrollo, por recuperar el hotel y crear fuentes de trabajo debe ser la rampa horrenda, la entrada del casino y la decoración burlona del hotel. Y también que no quede ni una ventana original, haraganamente reemplazadas por esas cosas de aluminio anodizado.
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