› Por Jorge Tartarini
Nuestro verano es así. Por lo menos en el Museo del Agua y la Historia Sanitaria. Allí, una sucesión de visitantes de todo tipo, locales y extranjeros, lo frecuentan en un ir y venir. Sobre todo cuando llega algún crucero a la city, ocasión en que abundan las bermudas, camisas coloreadas, bronceados varios y lo descontracturado es regla.
Un look que también adoptan muchos turistas de otros puntos del país, que pasan por aquí en verano. Es que Buenos Aires, sin tanta gente, tiene lo suyo y muchas cosas se disfrutan más. Entre ellas, el patrimonio. Los de allá y los de aquí confraternizan visitando museos, edificios, bares, pizzerías, heladerías y una infinidad de curiosidades arquitectónicas, que sólo requieren detener más el paso y mirar hacia un cielo que depara cúpulas, atlantes y bellezas curvilíneas de argamasa varias. Todo, visto de esta manera atrae, aun sin las guías que hablan del porqué de las cosas. Porque la ciudad es linda igual, particularmente para los que vienen de otros países latinoamericanos con raíces culturales distintas. En ellos, todo lo que queda de la París de Sudamérica, de su cosmopolitismo y de aquella Capital de un imperio imaginario, seduce por igual. Alguien dijo que la metrópoli porteña vende una imagen ajena a su realidad de hoy, un espejo donde antes se miraba orgullosa y que hoy languidece por falta de conservación (dicho en sentido amplio, tanto desde la teoría como desde el campo de la más despiadada renovación). Y es verdadero. Es una mezcla de sensación amarga y gratificante a la vez, pensar que, a pesar de todo lo perdido, la ciudad y sus barrios continúan recibiendo elogios. Otro argumento de fuerza, para continuar la lucha a favor de estos testimonios, tangibles e intangibles.
Volviendo al Museo, enero es uno de los meses de mayor concurrencia, a pesar de no contar con colegios y demás instituciones. Ya va camino a cumplir sus primeros 20 años, y sus salas y colecciones hoy equivalen a un patrimonio dentro de otro patrimonio mayor que es el monumento histórico que lo cobija, el fascinante Palacio de las Aguas Corrientes o Palacio de Obras Sanitarias. Se trata de un singular fenómeno de continuidad dentro del mutante universo patrimonial que caracteriza a los espacios culturales de nuestras empresas, gubernamentales y no gubernamentales.
En el camino recorrido por este Museo, participaron desde su génesis destacados especialistas e instituciones como Conicet, que impulsaron trabajos de conservación, inventario, catalogación y difusión, que hoy constituyen un sólido respaldo.
Fortalecido por el renovado impulso que cobró en 2006 con la creación de Agua y Saneamientos Argentinos, la empresa estatal de saneamiento a la que pertenece, el Museo ha continuado y acrecentado su acervo, sin perder identidad ni su particular mirada sobre la historia sanitaria de los argentinos. Costumbres y gustos vinculados a la higiene privada, de lo que hablan colecciones de inodoros, bidets y relucientes griferías.
Tanto en la exhibición de estos testimonios como de otros pertenecientes a la construcción del Palacio y a la ambientación de época de los lugares de trabajo en su interior han primado la autenticidad, con la exposición de elementos originales. Y de un recorrido donde ocupa un lugar fundamental la “catedral” de hierro de su interior: los monumentales tanques que abastecían la ciudad. Un fin de fiesta revelador. Casi un remanso dentro de este sector de la ciudad, y también un lugar para la sonrisa cómplice y el disfrute de cosas que fueron pero que, gracias a su sostenida permanencia y cuidado en el tiempo, hoy siguen siendo.
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