Sáb 21.02.2015
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Demoliciones y asbesto

Un informe recuerda un aspecto olvidado del caso del Taller Protegido en el Borda, mientras en Estados Unidos pierden la Casa Bradbury.

› Por Sergio Kiernan

El gobierno porteño ya tiene sede nueva en el carísimo edificio que Norman Foster le vendió al Banco Ciudad y que Mauricio Macri le sopló para que sea su oficina y la de sus más cercanos. El resto de la administración se está preparando para mudarse a la vieja fábrica Canale frente al Parque Lezama, que exhibe un horrendo cajón de vidrios que asoma por atrás y fue alquilada por una muy buena suma. Todo este gasto no debe consolar al macrismo de la pérdida de la licitación para hacer una nueva sede, en forma de torrezota, en los terrenos del Hospital Borda. Nada consuela a esta gestión municipal cuando se pierde de darles un buen contrato a los amigos de su industria mimada.

Todo esto se debe a la habitual chapucería macrista, que se apuró a anunciar la obra, no tuvo en cuenta la ley y sufrió dos amparos para evitar la pérdida de espacios verdes y la violación del entorno de un monumento histórico nacional. La torpeza fue mayúscula, porque el 26 de abril de 2013 se presentaron las topadoras y 400 policías para empezar a despejar el terreno, que incluía el Taller Protegido 19, donde trabajaban pacientes del Borda. Como se recuerda, hubo 32 heridos a palos, incluyendo trabajadores del lugar, pacientes, periodistas y legisladores porteños. Mauricio Macri, su ministro Daniel Chaín, su jefe de policía Horacio Giménez y un agente fueron procesados por desconocer los amparos o por la represión, pero ya están sobreseídos. La causa, irónicamente, sólo continúa contra los que resistieron este abuso y están procesados ¡por resistencia a la autoridad!

El Observatorio del Derecho a la Ciudad está recordando otro aspecto de este desastre que, a casi dos años, sigue también sin resolver y que es grave. Resulta que el taller protegido tenía una aislación de asbesto, el peligroso mineral de fuerte poder cancerígeno. El asbesto es particularmente peligroso porque se presenta en fibras muy frágiles y sutiles, que se rompen a la menor presión y se transforman en un polvo que entra en el cuerpo por los pulmones. Como la protesta y la represión se realizaron mientras se demolía a golpes el taller, todos los presentes se encontraron en una nube de polvo cancerígeno.

Estados Unidos fue el país que “descubrió” al asbesto como aislante industrial y también que era cancerígeno. Los norteamericanos de-sarrollaron un sistema simple para retirar ese material de las decenas de miles de edificios donde lo usaron, sea como fibra aislante o como placas para techos, como es el caso del Borda. No es demasiado complicado porque simplemente consiste en desarmar estos materiales con cuidado, conteniendo la difusión del polvo. El personal que hace el trabajo está protegido con trajes especiales y máscaras con filtros de aire, y todo se envuelve bien. Nadie golpea nada, nunca, para no liberar las fibras.

En el rincón de Barracas donde estaba el taller no se tomaron ni remotamente estas precauciones. Como todo terminó parado, quedó en el lugar una pila de escombros ya denunciada como peligrosa. El 30 de abril de ese año, la empresa contratista revolvió los escombros para ver si eran peligrosos. El 15 de mayo se contrató a la firma CIH Environmental Solutions para que determinara el grado de contaminación de lugar y recomendara qué hacer. El 5 de julio de 2013, cuatro meses después de la demolición, CIH dijo que no había asbesto en el entorno. En algún momento después de esa fecha, Teximco SA retiró las placas y las llevó a un relleno de seguridad de otra empresa llamada TAYM SA.

Esto es, durante al menos cuatro meses el asbesto estuvo al aire libre, llevado y traído por lluvias y vientos, y hubo que gastar un dineral en estudios para determinar qué hacer y para luego hacerlo. Toda esta complicación y peligro potencial –el asbesto puede dormir por años en el organismo– resultaron de la decisión política de no esperar a levantar los amparos y darle para adelante a palos. Con lo que en lugar de retirar las placas de asbesto con cuidado se creó un problema, un peligro y un gasto mucho mayor.

Y eso que este es el gobierno de Buenos Aires Verde.

Pobre Bradbury

Norteamericano, fóbico de los aviones, totalmente indiferente al qué dirán, feroz detector de cómo se alienan entre sí los norteamericanos, Ray Bradbury fue realmente un original. Cuando todo el mundo escribía tonterías rígidas de robots y batallas espaciales, Bradbury inventaba marcianos románticos y se desmarcaba constantemente hacia la literatura. Su recompensa inesperada fue transformarse en lectura obligatoria de la adolescencia e introductor a la misma idea de que los libros son parte de la vida.

También era un tipo realmente simpático que no se la creía, que usaba corbata con shorts, que atendía el teléfono y conversaba con cualquiera y que nunca se mudó de la casa amarilla de la foto. Por más de cincuenta años, Bradbury vivió y crió a su familia en el barrio de Cheviot Hills, en Los Angeles, una casa de 1937 de estilo indefinido a la que le agregó el garaje –su mujer manejaba– y cada tanto pintó. Los vecinos, cuentan, lo querían mucho y apreciaban que su fama no lo hiciera mudarse o, peor, transformar la casa en una McMansión.

Tal vez por eso, este enero hubo una cola frente a la casa para llevarse de recuerdo un pedazo de mampostería, un ladrillo de la demolición violenta, a pala mecánica, de la Casa Bradbury. El 10265 de Cheviot Drive resultó ser uno de los más de 1700 permisos de demolición de casas anteriores a 1960 que se emitieron en Los Angeles el año pasado. De nada sirvió la oposición de los patrimonialistas locales, la fama del lugar y la bronca de los vecinos. Los Angeles está viviendo un muy peculiar boom inmobiliario que afecta sus zonas históricas residenciales.

Quien haya visitado esa ciudad entenderá por qué los locales dicen que no es una ciudad sino un sprawl, una extensión. El insulto define la rara forma física de la ciudad, que se define como una sucesión de zonas residenciales que recorre toda la escala social, alternada con áreas fabriles y de servicios, y lugares indefinibles con megatiendas y estaciones de servicio. Los Angeles, por ejemplo, no tiene un centro, y prácticamente el único lugar donde se ve a alguien caminando es en la célebre y carísima Rodeo Drive.

Lo que redime el sprawl angeleño son los barrios residenciales plenos de jardines, que recorren con enorme fantasía y abandono todos los estilos arquitectónicos posibles, en todas las combinaciones posibles. Los Angeles muestra en estos edificios que su industria local es realmente el cine, que muchas casas fueron construidas por escenógrafos y productores que impusieron un estilo muy teatral y efectista, inconfundible. Esta identidad está sufriendo un ataque especulativo muy peculiar.

Resulta que durante la gran burbuja inmobiliaria de principios de este siglo se perdieron cientos y cientos de casas particulares, reemplazadas por edificios multifamiliares o caserones. Para 2008, el Concejo Deliberante local lograba pasar una ley que bajaba alturas y cerraba varios trucos especulativos. Hubo protestas de la industria, pero como ese mismo año se pinchó la burbuja y estalló la recesión, el tema no pasó a mayores. Pero a fines de 2013 se empezaba a notar un nuevo impulso en esto de demoler y volver a construir, tendencia que se consolidó en 2014. Los Angeles sufre un fuerte déficit de vivienda, algo que en la realidad norteamericana simplemente significa valores más altos de propiedad y mucha gente durmiendo en la calle.

Ante tantos millones potenciales, la industria le encontró la vuelta a la legislación restrictiva de 2008. Como en amplias zonas residenciales ahora no se pude subir en altura ni hacer viviendas multifamiliares, se ocupa el terreno completamente. Así, donde había una casa grande y cómoda con jardín delantero y gran jardín atrás, se demuele y se ocupa todo el terreno, de la línea municipal hasta el fondo del terreno, de medianera a medianera, eliminando jardín y patios para hacer terrazas.

Como estos barrios tienen kilómetros de casas con jardín delantero, lo que ocurre es que aparecen “dientes” que bloquean la línea de construcción habitual, avanzando hacia la calle. Para peor, parece que los arquitectos locales se pusieron de acuerdo en que lo que vende ahora es el modernismo más duro y puro, con volúmenes grandes y firmes, cosa de enanizar y patotear a los vecinos de techos a dos aguas. El arquitecto que demolió la Casa Bradbury, el ganador del Prizker Thomas Mayne, es de esa línea dura y orgullosa de serlo, completamente convencido de que el pasado fue simplemente una preparación para la llegada de su genio.

Mientras los patrimonialistas están preparando un proyecto para controlar el FOT de los terrenos, la revista local The Los Angeles Review of Books publicó un obituario para la casa, explicando que la despiden sus parientes las casas de Carl Sandburg, Mark Twain, Robert Frost, Louise May Alcott, Emily Dickinson y William Faulkner, entre otras. La razón del chiste es que todas esas casas de grandes escritores son museos. Los objetos y papeles de Bradbury fueron salvados por una fundación que lleva su nombre pero no tuvo interés en su casa.

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