Sábado, 7 de marzo de 2015 | Hoy
Por Matías Pandolfi *
Cada vez que viajo a Montevideo hay dos cosas que me dan un poco de envidia. La primera es la gran cantidad de espacios verdes. El equipo de la Iniciativa de Ciudades Emergentes y Sostenibles del BID estimó en 2012 que los montevideanos cuentan con 12,68 metros cuadrados de espacio verde por habitante, mientras que los porteños apenas contamos con 2,69. La segunda es su relación estrecha con el Río de la Plata, al que llaman “mar”, y que se refleja en la limpieza e intenso uso de sus costas. Esta actitud de vivir mirando al río se contrapone a la cultura porteña de darle la espalda sin hacer muchas preguntas. Ignorar al río como parte de nuestro territorio no es un capricho o un azar, es resultado de un modelo político de gestión que empezó hace varias décadas, durante la dictadura, cuando se cerraron los balnearios públicos para privatizarlos. Este modelo se fue consolidando y profundizando desde 2007 con el macrismo.
Vivimos en una ciudad en que la naturaleza es ignorada y devastada, donde se reducen cada vez más los espacios verdes para ser reemplazados por cemento y donde se impone, cada vez con más fuerza, el concepto de naturaleza artificial: playas que no son playas, bloqueo y aislamiento de la zona costera, reemplazo de especies vegetales autóctonas por especies exóticas y la reciente aparición de “torres country”, que prometen una naturaleza privada en balcones y terrazas con seguras rejas para un segmento premium de la sociedad.
Hay cuatro aspectos que nos alejaron del río y que se inscriben en lo que podemos caracterizar como cultura macrista. El primero está en relación con la especulación inmobiliaria y la construcción desenfrenada sobre el espacio público. La ciudad tiene muchos kilómetros de costa usurpados, por ejemplo por los amarraderos del Centro Naval o por discotecas como Pachá, que no sólo ocupan las mejores zonas de playa, sino que generan contaminación auditiva que afecta a la fauna asociada, especialmente a las aves acuáticas y migratorias. El segundo aspecto es el aislamiento de la zona costera: hay muy pocas vías de comunicación que unan la ciudad con el río por el transporte público. El tercero es cultural: se ha inculcado un gran miedo sobre la contaminación del río y, si bien es cierto que hay zonas contaminadas, también lo es que nada se hizo en casi ocho años por mejorar esta situación. Si Acumar mostró avances significativos en el saneamiento de la cuenca Matanza-Riachuelo, ¿qué se espera para empezar a mejorar la calidad del agua de la costa porteña? La contaminación no es irreversible, como lo demostraron los municipios costeros de Uruguay: el tratamiento de los efluentes y el monitoreo permanente en diferentes puntos de la costa fueron los ejes de la estrategia del país vecino.
El último aspecto, que engloba los otros tres, es el modelo político del macrismo, de características extractivistas sobre los recursos naturales de la ciudad. En este modelo no importan ni los espacios verdes ni la posibilidad de tener zonas costeras de fácil acceso porque la ciudad está pensada para un sector social de gran poder adquisitivo que puede acceder al río o a espacios verdes viajando en automóvil al Delta o a los barrios cerrados de la provincia. En este modelo político no hay interés alguno de que existan balnearios públicos accesibles ni un río menos contaminado, ya que todo espacio público, el espacio democrático por excelencia, debe ser privatizado y habilitado para los depredadores de la construcción que siempre cuentan con socios políticos para avanzar también sobre nuestra ribera.
Los porteños nos merecemos políticas que estimulen el contacto y el respeto por la naturaleza, nos den la posibilidad de caminar por la ribera para encontrarnos a disfrutar de un atardecer en el río, dejar de envidiar la relación de los montevideanos con su “mar”, empezar a apreciar la vegetación autóctona de nuestras costas, poder observar en un ambiente más amable y natural las distintas especies de aves de nuestra ribera. En resumen: debemos pensar en dejar de darle la espalda al río, acercarnos más a la naturaleza y –¿por qué no?– soñar con un futuro cercano de cambio en el que recordemos el sabor amargo de aquellos veranos en los que, víctimas de un modelo político de gestión extractivista y neoliberal, los porteños vivíamos sin acceso a nuestra ribera.
* Doctor en Ciencias Biológicas.
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