› Por Jorge Tartarini
Estaban los galpones y los depósitos. Los primeros de chapas, con techos rojizos, los segundos de ladrillo visto y con entradas elevadas, para facilitar la carga y descarga desde el tren. Estaba el molino de viento, que chirriaba sin parar, y también la torre del tanque de agua, al costado de las vías, con su manga que no cesaba de gotear. A ella se entregaba rendida la locomotora humeante para recibir el chorro redentor. Estaba la cabina de señales repleta de palancas y también la garita del guardabarrera, infierno en estío y gélido cubículo invernal. También había viviendas pequeñas, unas totalmente de maderas, otras de chapas, apoyadas sobre pequeñas bases, despegadas un poco del suelo. Allí vivían los operarios del cuidado de las vías, no el jefe de la estación. Tras el alambrado, tenían modestos jardines o simples pisos de tierra.
Contrastaban con el cuidado jardín en torno a la estación, con ligustros, césped siempre verde, rosales y otras flores del gusto de la señora del jefe. Más de una vez ella había ganado los concursos de jardinería organizados por la empresa del ferrocarril, lo que le traía cierto reconocimiento en la localidad porque, a veces, el ganador aparecía en las páginas del magazine ferroviario. Revistas que podían leerse en la sala de espera de la estación. En las dos, en la de señoras y en la de hombres. Y además, en las de los consultorios, las peluquerías y hasta en el salón parroquial. Estaban las pilas de durmientes de madera dura, pobladas de roedores, y el sombrío montecito de eucaliptus. Estaban los baños de hombres, al costado de la estación, bastante sórdidos, con artefactos viejos y chorreaduras en las paredes. Estaban las columnas de hierro sosteniendo las armaduras de las cubiertas que cobijaban en el andén a los pasajeros en su espera, partida o llegada. Y también a personajes infaltables: el chofer que ofrecía transporte seguro hasta el centro del pueblo, el vendedor de pasteles, tortas fritas y embutidos caseros, el canillita, el mozo para acarrear los equipajes, el comisionista, el guarda, y los curiosos de siempre. Un tanto alejado estaba el lugar para el embarque de ganado, con una manga de paredes de durmientes o perfiles de hierro. Estaban las balanzas para pesar las cargas y también los mostradores amplios y con listoncillos en su parte superior en los sectores de despacho y recepción de equipajes y bultos. Y estaban los caballos atados al palenque en el frente de la estación o distraídos pastando cerca del montecito, junto con algunas ovejas. Estaban los cardos y espinillos, aislados, desparramados sobre una gramínea tapizada de hormigueros, altos y atemorizantes. Y estaba... estaba el tren. Que cuando llegaba o pasaba se llevaba las miradas de todos, primero lanzando humo, después con las poderosas diesel y más tarde con el eléctrico, moderno y silencioso. Estaban los sulquis, las jardineras, los carros de reparto, las voitures y los camioncitos, esperando las encomiendas, los productos y novedades de la Capital. Enfrente, cruzando la calle, estaba la esquina del bar, con piso y cielorraso –alto y oscuro por el humo– de pinotea, mostradores de bordes gastados, y estanterías de piso a techo. Estaban los parroquianos acodados tomando una grapa, jugando al mus, o esperando un bife con huevos y papas fritas haciéndose en la cocina económica del fondo. Estaban los pasajeros del hotel lindero, tomándose tazones de mate cocido o café negro, y manteca, dulce de leche y mermeladas con pan francés y medias lunas. Estaban también frente a la estación, el almacén de ramos generales, la cooperativa, el club social y deportivo, un cinematógrafo, y las que fueron residencias importantes de la ciudad. Todo estaba y funcionaba. Moviéndose al influjo del ferrocarril. Así fue aquello, en los años dorados del tren y durante buena parte de su azarosa existencia, hasta las estocadas finales de los fatídicos ’90.
Esta suerte de celebración de la nostalgia no es fruto de escuchar el cd de Almodóvar ¡Viva la tristeza!, en un día de lluvia. Sólo se debe a la recopilación de imágenes y recuerdos que brotaron luego de relevar estaciones capitalinas y bonaerenses –unas 600– tiempo atrás. Surgieron frente a las ruinas de una cocina de estación, con marcos y aparadores desvencijados, pisos levantados, y lagartos e insectos dueños del lugar. Imaginando una familia, la del jefe de estación, reunida en torno a la mesa del hogar. También afloraron escuchando cientos de relatos y vivencias.
Dentro de este inmenso patrimonio, un 60 por ciento de los bienes relevados se encontraban en uso –ferroviario y no ferroviario– y poseían un regular estado de conservación, esto es, con daños pero recuperables a través de intervenciones de mediana envergadura. Por supuesto, no se encuentran como estaban ni mucho menos. Sin embargo, su sola presencia, frente al cúmulo de adversidades que debieron superar, parece desafiar a quienes todavía no encuentran sentido a su recuperación. Por fortuna, cada vez son menos. ¡Que viva la nostalgia entonces! Especialmente cuando moviliza, genera empatías, y permite hablar del patrimonio, en presente.
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