Sábado, 27 de junio de 2015 | Hoy
Lejos de las obras maestras más conocidas y reconocidas, el Art Nouveau exhibe a metros de Primera Junta una suerte de conjunto de cosas bien pensadas, bien construidas y en peligro.
Por Sergio Kiernan
El Art Nouveau fue el anteúltimo gran estilo decorativo, antes que el ornamento fuera decretado un delito, como leer en Fahrenheit 451. Fue un estilo diverso, muy nacional, con extremos catalanes y checos, que raramente resultó en replanteos radicales del espacio pero que ciertamente creó un sistema estético muy reconocible, muy fuerte. Entre nosotros tuvo una práctica incierta y en general reticente, excepción hecha de las obras maestras como El Molino o el Palacio de los Faisanes, para nombrar apenas dos piezas de porte. El Art Nouveau argentino fue, además, expresión de una clase media en ascenso que lo dispuso como símbolo de haber llegado, de casa propia y comercio. Por algo es difícil encontrarlo en Barrio Norte, Recoleta o Palermo, pero sorprende apareciendo en los barrios del oeste.
Con lo que no debería sorprender encontrarse con un cluster de casas en este estilo en pleno Caballito, a metros de Primera Junta. La sorpresa, en todo caso, es alegre y puede tomar forma de paseo urgente: la zona donde están estas casas está siendo colonizada por edificios anodinos y bobos, hechos con toda la pereza de la que es capaz la arquitectura argentina de hoy. Estos encantos porteños bien pueden tener los días contados.
El recorrido puede empezar en la esquina de la avenida Alberdi y Del Barco Centenera, mirando al sur a la casa grandota de la casa de marcos y espejos. A primera vista convencionalmente –y vagamente– afrancesada, la casa empieza a deschavar el tema del paseo con la máscara que campea sobre su ventanal, una pieza Art Nouveau arquetípica: a la moda en el tocado, con flores estilizadas, rostro gordito y una expresión de ennui que es la marca en el orillo de la época.
Luego se baja, literalmente por la pendiente, por Centenera hasta el vecino número 327, una casa baja de barrio pintada de un absurdo verde brillante, con una hermosa puerta tallada y un sistema de ornamento que podría usarse como ejemplo académico del eclecticismo porteño. La casa tiene guirnaldas romanas y óvalos que conviven con un ejemplo casi sobredimensionado de uno de esos círculos con colgantes, remontados por flores decadentes, que indican la inspiración española del Art Nouveau. Para dirimir el conflicto hay que mirar arriba, donde uno esperaría mensulitas de acanto pero encuentra unos extraños motivos vegetales, opiáceos en bajo relieve. La casa tuvo lo suyo en su momento y fue firmada por su constructor, un tal Boggiano que hasta puso su dirección en Provincias Unidas 35.
Toda esta ambigüedad puede sonar a reticencias, pero la fiesta arranca en serio en la esquina siguiente, la de la calle Hualfín, que a falta de una tiene dos ochavas originales. La primera, viniendo desde Alberdi, es una casa pintada de blanco en un estado que prueba que mala idea es pintar la Piedra París. Esta casa se va transformando de arriba hacia abajo, y arranca con una planta baja y un primer piso en un estilo francamente indefinible, con rusticados y molduras importantes, herrerías y buenos ventanales. Es arriba que la casa se pone movida y Art Nouveau, con vueltas vegetales, un gran tímpano y herrerías florales completamente distintas a las del resto de la casa. De paso, es notable el garbo que le da al conjunto esto de tratar la terraza como un lugar, como el remate del todo, y no simplemente como el fin del laburo de diseño.
Enfrente, la esquina es un PH de libro, con un restaurante en la planta baja y una gran vivienda encima, y está impecablemente pintada en tonos tierra, con carpinterías al natural. La casa es idéntica a miles que se construyeron en todo el Cono Sur, abrazando esquinas con elegancia, creando un refugio curvo en la ochava, subiendo con pilastras y moviéndose con horizontales remarcadas. Pero esta tiene florilegios Art Nouveau, unos leones melancólicos y un atisbo de guapeada en la esquina: arriba una orgullosa reja floral y más abajo una bella máscara y un “1913” en tipografía Jugenstyl.
Después de llenarse con esta pieza es la hora de subir por Hualfín. La primera parada es en el 917, un petit hotel afrancesado al que le destruyeron la planta baja para hacer un garage pero que conserva la mayoría de su planteo. Es otro caso de Art Nouveau aplicado a la superficie, con sus margaritas y florilegios, y una máscara blanca de una tristeza muy del estilo, una chica melancólica medio escondida, casi como una ménsula. El estado de ánimo se deba tal vez a que casi al lado, en el 931, está una verdadera pieza coherente del estilo, un festival de motivos muy exitoso que, nuevamente, está pintado de un verde horrendo. Hay que abstraerse del color para ver esta pequeña PH como se debe: una planta baja con un patiecito adelante y ventanas muy feas, de reemplazo, más una planta alta intacta con entrada independiente. Elevar la vista es ver el estilo desatado, con girasoles y tallos curvos, fiorituras y redondeles, remates dentados y cuanta cosa tenía a mano el decorador. Atención a la entrada, que sobre la puerta, casi escondida en la obscuridad, hay una máscara de una depresión casi clínica, el colmo del ideal de belleza trágico del estilo.
De postre se pueden hacer dos cosas. Una es seguir por Centenera una cuadrita y entrar en ese hermoso barrio de pasajes y casas nobilísimas, un ejemplo de arquitectura comercial argentina cuando esa frase tenía sentido. Otra es estirarse hasta Puan 210, casi Alberdi, para ver una rareza porteña, una casa de barrio todavía impecable, muy italiana, refugiada detrás de una reja y de un jardincito. Es un frente asimétrico de planta baja en tres bahías, con dos destacadas por dos copias de la máscara de la tapa, arquito con pilastras y una mezcla rara de molduras clásicas y de las otras. Otro símbolo de la falta de rigor encantadora de la época es la reja, que muestra los arquitos y discos del Art Nouveau pero se remata con puntas de flecha.
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