Sábado, 11 de julio de 2015 | Hoy
Por Jorge Tartarini
Elegantes, monumentales, primorosas. Deterioradas, maltratadas, solas. Las fuentes de la urbe hablan de tiempos mejores para el arte urbano. De años en los que el culto a la higiene pública y a la estética urbana se expresaba en creaciones impares para deleite ciudadano. Sin embargo, las fuentes nunca tuvieron en Buenos Aires la significación que alcanzaron en otras ciudades coloniales de América. Aquí la gente no se abastecía de agua a través de ellas, porque aguateros y aljibes reemplazaban este servicio primero y, más tarde, lo hicieron las aguas corrientes.
Así las cosas, las fuentes porteñas fueron desde sus orígenes elementos decorativos y de ornato urbano en los espacios públicos, sin utilidad para el consumo humano. Su difusión en la segunda mitad del siglo XIX estuvo vinculada con la preocupación de funcionarios, urbanistas y paisajistas por otorgar a la ciudad un nuevo ambiente europeizado. A tono con las propuestas del higienismo a favor de los grandes espacios verdes en las ciudades y la presencia del agua en ellos como elemento fundamental.
En años donde Francia marcaba el norte cultural, de sus fundiciones se importaron las primeras fuentes de hierro, así como una variedad extraordinaria de modelos de ornamentos, reunidos en catálogos y álbumes y consultados por arquitectos y artistas. Las obras de fundiciones como Val d’Osne, Durenne, Ducel, Thiébaut Frères y Susse Frères, son un magnífico ejemplo de integración del mundo artístico y escultórico en el equipamiento urbano.
Tempranos ejemplos de este arte metalúrgico fueron las fuentes de hierro importadas por Domingo F. Sarmiento que hacia 1870 se habían colocado en la Plaza de la Victoria, junto a la Recova Vieja y el Cabildo. Luego de la remodelación de la Plaza impulsada por el Intendente Torcuato de Alvear, antes de finalizar el siglo una de ellas se trasladó a Palermo, para finalmente recalar ambas en Parque de los Patricios y en el Parque de los Andes, en Chacarita. En 1903 se colocaron nuevas fuentes de hierro importadas en la Plaza de Mayo.
Otras fuentes de hierro galas podemos apreciar hoy sobre la Av. 9 de Julio en sus intersecciones con las avenidas Córdoba y de Mayo. En Av. Córdoba y Cerrito, se encuentra una fuente de la fundición Val D’Osne y el escultor Mathurin Moreau, que formaba parte de un conjunto mayor denominado “Monroe” y que fue segmentado y distribuido en distintos puntos de la ciudad.
Una de las fuentes más bellas y monumentales de la ciudad –con una superficie aproximada de
100 m2– se encuentra hoy frente al Palacio del Congreso, obra del escultor belga Jules Lagae y el arquitecto D’Huicque. Originariamente el monumento iba a ser ubicado en la Plaza de Mayo, y fue resultado de un polémico concurso internacional convocado por el Gobierno con motivo del Centenario. Inaugurado el 9 de Julio de 1914, se encuentra coronado por la estatua de “La República”, con un ramo de laurel en la mano y apoyando la otra en la guía de un arado; rendidas a sus pies yacen serpientes que representan el mal, y otra figura evocativa de “El Trabajo” que vierte como ofrenda las riquezas del cuerno de la abundancia. A los costados, aparecen figuras que representan la “Asamblea del Año XIII” y la “Declaración de la Independencia de 1816”. Un espejo con aguas danzantes y adornado en sus bordes por cupidos danzantes rememora la presencia del Río de la Plata y de sus dos tributarios, el Paraná y el Uruguay, corporizados en dos esculturas de aborígenes. Del agua emerge un grupo escultórico en bronce con una cuadriga de corceles guiados por la figura del Genio.
Otra fuente de alto impacto urbano es la que, con motivo del Centenario patrio, la comunidad española mandó a levantar en Palermo, en la intersección de las avenidas Libertador y Sarmiento. La obra, ejecutada por el escultor español Agustín Querol, se denomina “La Carta Magna y las Cuatro Regiones Argentinas”. Este artista trabajó en Carrara, Italia, sobre el cuerpo principal del monumento, pero falleció en diciembre de 1909. Entre tanto, en Buenos Aires se había designado al arquitecto español Julián García Núñez para la dirección de las obras de cimentación, colocándose la piedra fundamental el 26 de mayo de 1910. En 1911 un discípulo de Querol supervisó en Italia la finalización de la obra y su traslado al país y en Julio del mismo año comenzaron a llegar las primeras partes a Buenos Aires. Las figuras de bronce fueron terminadas en 1916 y embarcadas, pero nunca llegaron a la Argentina, pues el vapor naufragó frente a las costas de Brasil. El encargo de las nuevas piezas dilató aún más su ejecución, siendo inaugurado el 25 de Mayo de 1927. De las piscinas en su parte baja emergen cuatro alegorías de bronce que simbolizan los Andes, el Río de la Plata, La Pampa y el Chaco. El bloque monumental que emerge en el centro simboliza la unión de argentinos y españoles, con figuras de delicados contornos. Preside el monumento la figura de “La República” y, a sus pies, imágenes de “La Paz”, “La Justicia”, “La Industria” y “El Comercio”.
Una de las más altas expresiones de arte urbano la encontramos en la fuente de “Las Nereidas”, también llamada “El tocador de Venus”, de la artista tucumana Lola Mora. Fue
inaugurada el 21 de Mayo de 1903, en su antigua ubicación del Paseo de Julio (hoy Av. L. N. Alem) próxima a la Casa de Gobierno. La osadía en el tratamiento de los desnudos despertó críticas y motivó su traslado en 1918 a su actual emplazamiento en la plazoleta de acceso al espigón del viejo balneario en la Costanera Sur. El grupo escultórico, de piedra y mármol de Carrara, representa el nacimiento de Venus surgiendo de una valva marina. En su base, de una valva de molusco emergen tres tritones desnudos, sosteniendo las bridas de tres caballos sumergido en el agua de la valva. Del centro se levanta un pilar en travertino de Tívoli que sirve de apoyo a dos náyades, sirenas o nereidas, que elevan una valva más pequeña con el nacimiento de Venus desnuda. La protagonista se ubica en el borde externo de la valva, sentada sobre la pierna derecha, grácilmente cruzada.
Los tiempos en que la significación de estas obras encontraba correspondencia con la cultura de su época quedaron atrás. Hoy, sería sumamente útil que una adecuada señalización las dote –cual hilo de Ariadna– de nuevas claves interpretativas para conocerlas mejor, valorarlas y, en suma, quererlas. Una trilogía ausente, y que hoy resultaría para ellas tan esencial como lo fue para Perseo el hilo que le permitió salvar su vida.
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