› Por Jorge Tartarini
Con tanta neurociencia prêt-à-porter, universos paralelos, vampiros buenos, fantasmas que embarazan y resurrecciones varias, la inexorabilidad de la vida y la muerte –por lo menos fílmica, novelística y mediáticamente hablando– se ha relativizado. Así es, nuestra llegada a este mundo y también nuestra partida, más que ineludible check in y check out, pasó a ser un ir y venir caprichoso, sin stop fijo. Un día podremos estar aquí y, a la vez, en otro lugar similar, pero de diferente año y dimensión. Y hasta quizá, según las últimas noticias, tendremos la suerte de pasar de putrefacto cadáver a fantasma sexy y disfrutar una noche de placer con la persona soñada en un loft neoyorquino. De seguir prosperando, estas cuestiones harán palidecer hasta a los ritos funerarios egipcios. Pero, frente a tanto cambalache de ultratumba y a esa recurrente obsesión de eludir la muerte, viene bien rebelarse y reafirmar la peor noticia: la trilogía clásica (nacer, vivir, morir) sigue gozando de excelente salud. Sí, fanáticos de Joe Black y del freezado Disney, a resignarse de una buena vez.
Seguramente, siempre habrá quienes repliquen que estas cuestiones son tan viejas como la ciencia misma. Sí, esa que hoy en este mundo híper informado derrama dosis de saber y productos que dejan obsoletos –en cuestión de segundos– artefactos, usos y costumbres arraigados por años. Cosas que antes eran reservadas para unos pocos o hasta eternamente confinadas en expedientes secretos. En el siglo XVIII había autómatas creados por inventores franceses (Jacques de Vaucanson, Pierre Jaquet-Droz) antecesores del robot y del androide de hoy y mañana. Y ya los efectos de la radiación nuclear despuntaban en las investigaciones de Henri Becquerel (1896), de Rutherford (1911) y de Chadwick (1932) y los de su fisión en el Proyecto Uranio del Tercer Reich (1939).
Como no es nuestra intención seguir por un camino que probablemente nos lleve a Fabio Zerpa, o al inefable “Alienígenas Ancestrales”, mejor detenernos aquí para sopesar mejor el asunto y acudir al salomónico: ni tanto ni tan poco, o a un resignado nada nuevo bajo el sol. En fin, pasar del saber científico verdadero a la versión cotidiana casi invariablemente amarillista de sus logros tiene sus riesgos. Y naturales distancias.
Diatriba al margen, vayamos a lo nuestro que, aunque no lo parezca, es el patrimonio. ¿Se imaginan si todo el patrimonio se eternizara, sin más, por su sola condición de bien cultural? De ser realidad viviríamos asfixiados, sumergidos por un pasado eterno. La tradición, así entendida, más que trampolín hacia el porvenir, sería un lastre permanente. Un keep moving empantanado, sin margen para el cambio y la innovación. Desde luego, tal extremismo sería de dudosa existencia. Pero consideremos tan sólo por un instante esta remota posibilidad. Tan absurda como si nuestra vida estuviese signada por el cambio y la sustitución permanente. A pesar de que por aquí uno casi a diario se tope contra derivados de esta última condición. Alejados de estos extremos deberían transcurrir nuestros días, o más bien, condimentados con dosis sensatas de ambos. Pociones que faciliten la convivencia y la integración, antes que la yuxtaposición y el cambio como valor en sí mismo. El eterno dilema entre pasado y presente.
¿Qué sucedería si nos dedicáramos exclusivamente a preservar, sin siquiera debatir y reflexionar por qué, para qué y para quién hacerlo? Creo que nos pareceríamos a un ejército de hipernostálgicos unidos tan sólo por su fobia al cambio. Desde luego, sabedores de esta debilidad, los “comandos” del cambio continuo –entrenados en demoler, construir y hacer caja– nos arrinconarían sin más. Nos ridiculizarían sin problemas y se autodefinirían a sí mismos como reguladores naturales del cambio en las ciudades. Pero no siempre el cambio se encuentra atado a esta nefasta ecuación, no siempre es un valor en sí mismo. Se sabe que se trata de una etapa o instante del devenir, que no necesariamente conlleva la destrucción de lo preexistente. Y así concebido, no extraña que con él nazcan nuevos patrimonios y tradiciones. Y con ellos aflore tanto la voluntad, de preservarlos como la renovada capacidad de poder generarlos.
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