Sábado, 22 de agosto de 2015 | Hoy
La Auditoría General de la Nación presenta en sociedad la restauración del viejo Instituto Biológico, una pieza
notable y poco conocida que había sido muy maltratada, pero ahora recupera su gloria veneciana.
Por Sergio Kiernan
Hace noventa años, un veneciano se daba un gustazo de esos que sólo cuando si fa l’America. Atilio Locati era inquieto, iba y venía entre Italia y Argentina y su obra quedó dispersa, fue demolida como efímera –hizo varios pabellones muy hermosos para la Exposición Industrial del Centenario que sobreviven en fotos– o es amadísima, como el Teatro Vera de Corrientes. Pero su sueño italiano está en la avenida Rivadavia, frente a la Plaza de los dos Congresos, y es una versión “rascacielos” de la Torre dei Mori de la piazza San Marco, diseñada por Mauro Codussi en 1496. Locati es el autor del Instituto Biológico Argentino, la actual sede de la Auditoría General de la Nación, y un tapado del patrimonio porteño.
El titular de la AGN, Leandro Despouy, está presentando en sociedad lo que equivale a un renacimiento del edificio, que fue maltratado por muchos años con un rigor que duele. Es como un castigo al sueño de Locati, que se mandó el siguiente planteo: si su edificio es una versión americana, mayor, de la Torre dei Mori veneciana, la plaza porteña es la versión de la San Marco, el Congreso funciona como la basílica y la Confitería del Molino como el Campanile. Este traslado casi metafísico, que hubiera deleitado a Marechal, resultó en una pieza de rara belleza y de una calidad ornamental realmente maravillosa.
Lo que se inauguró en 1926 sin el reloj de los atlantes –o de los moros, que pueden serlo– y nuevamente en 1927 con el nuevo remate y la maquinaria fue un centro de tecnología de primera importancia. El Instituto exportaba sueros antiofídicos, repelentes y controladores de insectos tan buenos que llegó a construir una marca internacional. El palacio sobre Rivadavia contaba con una planta baja que exhibía los productos, un piso de honor y despachos y otro de laboratorios. Los demás siete pisos estaban divididos verticalmente en un módulo de departamentos para científicos visitantes, amplios y bien equipados, y otro idéntico para alquilar y ayudar a pagar las cuentas. En 1947, el lugar fue estatizado y transformado en el Instituto Nacional de Previsión Social, lo que explica que tenga un Salón Evita, el despacho donde atendía. Luego del 55 vino el descaso, la decadencia, el maltrato por la vieja DGI, el saqueo de piezas, bronces y ornamentos, las reformas truchas y el simple vandalismo.
La obra de recuperación y restauro de lo que quedaba arrancó hace muchos años, despacio y con interrupciones, y sólo tomó velocidad en esta gestión. El arquitecto Pablo Martínez, actual jefe de Infraestructura de la AGN, piloteó el proyecto con tino y vocación de respetar lo histórico. Lo que estaba arrasado –los departamentos– fue renovado y modernizado para las 587 personas que trabajan en el lugar. Lo que había sobrevivido a los vándalos, concentrado en la planta baja y el primer piso, fue tratado con amor y ciencia para que volviera a la vida. El resultado es espléndido.
Quien entre al edificio hoy verá las rejas originales, de herrería de primera con toques de bronce, que se hunden hasta desaparecer cuando arranca el día y dejan una pequeña recova urbana. El pavimento de esa recova ya avisa de lo que hay adentro, con su piedra dura, su calidad y su estética italiana. Arriba se puede ver el cielorraso ornado con florilegios y, al centro, un medallón en marouflage de una victoria con la verdad y la medicina, pintadas por otro italiano, Nazareno Orlandi, el desparejo artista al que le debemos la cúpula interna del Grand Splendid. Las dos vidrieras curvas conservan sus bronces originales, pero la puerta de acceso desapareció hace añares, reemplazad por una puerta giratoria de maderas baratas que ya ni andaba.
Todo esto, por supuesto, estaba en el peor estado posible, comido de humedad, sucio y roto, con la pintura de Orlandi partida la medio y chorreando agua. Su estado actual es el producto de muchos días de trabajo de un batallón de especialistas que limpiaron, repararon, repintaron, emparcharon y reaplicaron oros perdidos. Lo mismo ocurría y ocurrió al entrar al gran hall de acceso, discretamente equipado con recepción, equipos de seguridad y lámparas nuevas. Este ambiente fue simplemente devastado, con sus pisos arrancados, sus bronces tirados y sus puertas arrancadas. A gatas quedan sus nobles columnas y la franja central del pavimento original, hermosísimo, y bajo capas de mugre infinitas aparecieron las pinturas de los cielorrasos. El tratamiento de este lugar puso a prueba la cordura ajena, y la solución logró destacar los elementos que sobrevivieron a la barbarie.
Al fondo hay un segundo hall con una escalera de piedra rodeada de ventanas avitraladas de gran belleza, que rodean a una pieza única. Aquí puede afirmarse que la Auditoría General de la Nación posee una de las ascensores más lindas de este país, una caja de maderas nobles, talladas y diseñadas como un pequeño edificio, hasta con acróteras griegas en sus vértices superiores. El refinamiento es tal que hasta los rieles fueron tratados: para que el visitante no vea un pedazo de metal engrasado, fueron cubiertos con boisserie en U.
Este bombón de ascensor lleva al primer piso, que es simplemente de ensueño, una fantasía veneciana que es un logro y que fija el nombre de Locati en los corazones argentinos. Es un ambiente elongado, un hall de columnas de madera, estucado y capitel dorado que sostienen viguerías que marcan paños de mural al secco, con un bello vitral inglés al centro. Los pavimentos centrales son de buena madera, los perimetrales de piedra dura trabajada con sabiduría de italianos. Pero lo que realmente es increíble está a ambos lados, una pieza de piedra pura –combinaciones de mármoles bellas y sabias– que forman una suerte de loggieta sobre un canal, con vitrales, pilastras, tallas y jaspeados que parecen planificados. Todo es teatral, encantador, impecable, una lección de diseño de interiores.
Quien logre superar el impacto y se de vuelta para ver de nuevo el ascensor será premiado por una cosa rara en el país. La caja de madera estará tras unas rejas muy bien hechas, enmarcadas por dos columnas de un finísimo mármol italiano amarillento y jaspeado. La cosa es que las columnas no son ladrillo, hierro u hormigón enchapado sino real mármol, sólidas, de una pieza. Este alarde –hasta en 1926 esto costaba unos buenos duros– se completa con una base y un capitel también de piedra tallada, también de una pieza. Es como si Locati hubiera querido avisar que sabía calcular el hormigón moderno de la estructura, pero también construir alla maniera anticcha.
El hall lleva a despachos de boisserie tallada realmente elegantes, en ambientes con pinturas en los cielorrasos, puertas hermosas y pisos originales. Estos llevan al notable balcón, hecho en piedra, con farolas de bronce –una, perdida, es una réplica exacta– y frescos que aparecieron bajo capas y capas de pintura. Exactamente al otro lado, bien interno, está la fantasía renacentista del Salón Eva Perón, con pinturas alusivas –vida, muerte, agua, fuego, viento– pilastras y un cielorraso de encofrados con sus florones a la grecorromana.
En fin, quien pueda subir al último piso podrá visitar la maquinaria del reloj turinés, restaurado a la perfección y con un mecanismo que anula el campanario de noche, por respeto a los vecinos. Y podrá ver nacientes jardines ecológicos. Por suerte, el plan del auditor Despouy es abrir el edificio a visitas guiadas y transformar el bello salón del primer piso en lugar cultural: esta semana se estaba montando la primera muestra. Hay que correr a ver esta fantasía veneciana de Buenos Aires, por tantos años negada y abandonada, ahora renaciente.
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