› Por Jorge TarTarini
Una maqueta puede más que mil palabras. Y así parece ser cuando nos topamos con un plano de la ciudad de Buenos Aires con sus altimetrías exageradas, que se encuentra en el Museo del Agua de Riobamba 750. Se trata de una maqueta realizada por Obras Sanitarias de la Nación hacia 1933, para alguno de sus stands o exposiciones. A menudo me pregunto por qué ese prehistórico Google Map llama tanto la atención de los visitantes. Al punto que colocan sus dedos sobre el vidrio que la protege, para identificar la presunta ubicación de su vivienda; para corroborar la coincidencia de los antiguos cauces de arroyos con las avenidas y calles hoy más inundables... En fin, calculo que tomaban noción que los problemas de nuestros días nacieron en el ayer. También estaban los calculadores, los que, tras un prolijo examen, concluían que antes de comprar una propiedad o mudarse, resultaba indispensable dar un vistazo a la maqueta histórica.
Pero desde luego su utilidad no terminaba allí. Las altimetrías, a la vez que explican el por qué de la ubicación del Palacio de las Aguas Corrientes –ex Gran Depósito de Gravitación– nos permiten conocer que, por debajo de la ciudad, existe una topografía de origen hoy no perceptible tras el universo pavimentado de la urbe. La misma que se fue modificando, alterando y dejando huellas ocultas de sus transformaciones, a lo largo de toda su historia.
Esas pronunciadas ondulaciones, casi de ficción para las abrumadoramente suaves del presente, también pueden servir para entender por qué la evacuación de las aguas de lluvias era un problema muy importante para la higiene del Buenos Aires de principios del siglo XIX. Desde los primeros tiempos de la Colonia, los anegamientos eran frecuentes en épocas de tormentas y los cauces de los zanjones se tornaban infranqueables. Y las autoridades del Cabildo debieron poner centinelas para evitar desgracias de transeúntes y jinetes, que se hundían y hasta corrían riesgo de ahogarse. Estos reducidos cursos de agua –más parecidos a pantanos que a arroyos– eran los “terceros”, peligrosas zanjas que atravesaban el área central de la ciudad para culminar en la barranca del río. Junto con el agua sucia, por ellos corrían basuras, deposiciones humanas y de caballos, y hasta animales muertos. Eran verdaderos focos de infección y de epidemias. Algunos de los zanjones de esta precaria red de desagües recibieron su nombre de acuerdo al sitio que atravesaban, conociéndose como el “Primero” o “Tercero del Sur”, el “Segundo” o “Tercero del Medio” y el “Manso”. Durante la gestión de Torcuato de Alvear como primer Intendente de la ciudad, fueron cubiertos de empedrado la totalidad de los “Terceros”, y se eliminaron los puentes que sobre esas canalizaciones existían en los cruces de las calles Florida y Paraguay, Lavalle y Libertad, Chile y Perú.
A pesar se haber sido cubiertos, los terceros continúan provocando trastornos en la ciudad: el Tercero del Medio o Zanjón del Matorral, por ejemplo, inundó varias veces los subsuelos del Teatro Colón, y el Tercero del Norte o Arroyo Manso, causa anegamientos los días de lluvia en Av. Libertador y Austria. Por su parte, una derivación del Manso, conocida como Arroyo del Pilar en Recoleta, trajo problemas a las bóvedas del cementerio y al estacionamiento subterráneo de la Plaza Intendente Alvear. Uno de estos túneles por donde pasan las aguas de los terceros, en la actualidad puede verse en el Zanjón de Granados, en los subsuelos del barrio de San Telmo.
Tampoco se puede pasar por alto en la historia hidrográfica de la ciudad los problemas causados por sus cuatro arroyos principales denominados –de Norte a Sur– Medrano, Vega, Maldonado, Cildáñez y sus emisarios, que se agudizaron con el crecimiento urbano, en especial en la cuenca del Maldonado, unas 8.300 hectáreas desde su nacimiento en La Matanza.
Hacia 1929, Obras Sanitarias de la Nación continuaba con los entubamientos de los arroyos –Maldonado e inicio del Vega– una empresa que se prolongaría a lo largo de toda la primera mitad del siglo XX y que otorgaría a muchos barrios un paisaje de montículos de tierra, puentes provisorios, operarios trasladando grandes conductos, en eterna mutación.
En 1934 se habían comenzado las obras de la cuenca del Arroyo Medrano y se encontraban en proyecto las del Cildáñez. Pero la reactivación de los entubamientos de los arroyos recién se efectivizó dos años después, cuando se licitó un importante grupo de obras, que también incluía la terminación del sistema pluvial del Radio Nuevo, cubriendo una superficie aproximada de 16.000 hectáreas. Entonces, una escala de obras superior a la de muchas ciudades europeas.
Éstos y otros grandes emprendimientos de la ingeniería sanitaria que le fueron sucediendo, demandaron el esfuerzo colectivo de varias generaciones de trabajadores, técnicos y profesionales. No poseen la visibilidad de que gozan los establecimientos potabilizadores e impactantes depósitos. Sin embargo, al igual que éstos, en sus millones de metros de extensión anida la memoria del esfuerzo colectivo sanitarista al servicio de un ideal superior. El de dar mejores condiciones de higiene y salud, a un número cada vez mayor de habitantes.
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