Sobrevivientes
Son viejos, están en pleno centro y es inexplicable cómo se las arreglaron para sobrevivir por décadas. Tres casos entre muchos de edificios que mantuvieron su función original y cambiaron poco y nada en una zona de la ciudad vertiginosa.
Por Sergio Kiernan
Allá por los principios del siglo XX, el Frossard era un elegante hotel pequeño en una ciudad donde los grandes hoteles se contaban con los dedos de las manos y donde era negocio atender pasajeros en pequeña escala. Lo que hoy es casi sinónimo de ínfimas estrellas –el “hotel familiar”– en esos tiempos idos era una opción por el trato cercano y la paciencia a las manías propias. Por décadas, el hotel fue cayendo en la escala y su gloria pasada se adivinaba sólo con buen ojo en sus baños decadentes pero inmensos y envueltos en fina mayólica belga, en sus pasillos cargados de marquetería, en su ascensor ya reumático de jaula en roble, hierro y bronces, en sus pisos de nobles enroñados. La fachada, con almacén en la planta baja, escondía bajo el smog un hermoso remate en pedimento de base quebrada, con ménsulas importantes, medallones, una cornisa saliente, máscaras y herrerías recargadas. Hace pocos años, el hotel revivió: pintura, cableados e instalaciones nuevas, reformas que mal que mal mantuvieron sus plantas –excepto el baño ovalado del primer piso, tan grande que hoy es una habitación–, lustres y arreglos para el ascensor. Encajonado en la calle Tucumán a metros de Maipú, el Frossard no sólo zafó de la piqueta constructora de departamentos sino que sigue siendo un hotel.
A pocos metros, sobre Maipú, se alza ennegrecida por una vida de smog una casa de la amplia familia Anchorena, transformada en 1954 en inquilinato y en 1970 en hotel. El Maipú tiene su fachada entera -incluida la puerta original, frívolamente reemplazada en el Frossard por el inevitable Blindex– con sus persianas de madera y sus balcones bombé. Adentro, las 26 habitaciones son el resultado de la multitud de cuartos originales de una residencia paqueta de antes de la Primera Guerra Mundial, y de la división de salones. Lo que se conserva intacto es el gran hall de recepción al que se accede por la escalera de entrada, quebrada por un descanso: es un mar de barandas de mármol blanco en un vago estilo bizantino, con foco en un glorioso hogar en el mismo estilo y material, con una gran claraboya en el cielo raso y un piso en perfecto estado de hidráulicos coloridos. Explorando el edificio, ahora un favorito de mochileros de todo el mundo que viajan budget, hasta aparece en alguna puerta un picaporte original, en haya y bronce torneado, y algún paño de vidrios frissé estampado en relieve con motivos florales.
Siguiendo por Maipú, pasando Paraguay, se llega al Bar Tarzán, un sobreviviente de los años cuarenta que todavía explica desde un cartel que se hacen Comidas para Llevar, demostrando que el delivery es más que viejo. El bar es “americano” y se conserva intacto gracias a la tozudez de los Reboredo, sus dueños desde hace 42 años. El Tarzán nació en tiempos de Perón y se nota: revestimientos pre-plástico, lámparas, espejos y barra del bar con claros aires déco influenciados por la moda “aerodinámica”, taburetes rojos y cromados estilo maltería tejana. Después de la llegada de Orense, después de una larga lista de trabajos en bares ya desaparecidos, los Reboredo juntaron fondos y amigos y compraron el entonces flamante bar. “Muchas veces lo quisieron comprar”, explicá José, hoy de turno. “Hoy mismo, que ustedes llegan, vino de mañana una persona a hacer una oferta. Pero el Tarzán no se vende. Así como la ve, esta casa mantuvo a diez familias con su casa y con su coche.” El Tarzán tampoco se remodela: en medio siglo, el único cambio significativo fue que se retiraron los boxes que tenía cerca de la pared, para despejar un poco el lugar.