Sábado, 26 de diciembre de 2015 | Hoy
Recién restaurado, el edificio de Parera y Quintana es una lección de arquitectura, una pieza de patrimonio de primera agua y el dueño de un hall simplemente único.
Por Sergio Kiernan
Quien ande por Recoleta mirando edificios sabe por qué lo hace: pese a las demoliciones, pese a las torres abusivas, en la zona sobreviven cosas realmente únicas. Ese barrio guarda Bustillos delicados y sabios, la primera residencia francesa de la ciudad –la de los Casares, casa natal del escritor, todavía intacta– y sus últimas mansiones de fuste. Lo que educa de estas caminatas es ver dinero bien gastado en producir algo más que un signo de que uno tiene dinero. Recoleta se construyó en tiempos en que se pensaba en construir un país y crear, de paso, algo de belleza.
Y la callecita Parera, dos cuadritas apenas, tiene un lugar muy especial en este recorrido porque medio por casualidad, medio por designio, tiene un muestrario de nuestros últimos intentos de modernizar el clasicismo, o al menos de modernizarse con elegancia. Son edificios fundamentalmente a la francesa, pero remisos al gesto, apenas ornados, geniales en sus proporciones, de una calidad extrema, envidiables y envidiados. Con un perrito en la correa o en expedición de domingo, la gente se para a admirarlos, a verlos, reconociendo que alguna mano cariñosa y profesional los creó. Eso es mucho más de lo que se podrá decir de lo que se diseña hoy.
Justo a mitad de camino, en la esquina noreste de Parera y Quintana, con su color caramelo, hay un ejemplo legendario de edificio de primera agua. Es de los años veinte, fue hecho por lo más alto y tiene un nivel de estética que asombra. Quien lo vea de cerca, quien tenga la alegría de entrar, estará justificado en la extrañeza de pensar que eso fuera una vivienda. La primera faceta legendaria del lugar es que nadie sabe quién lo construyó, se ignora el nombre de su arquitecto y toda especulación es sólo eso, una búsqueda de parecidos estéticos, de marcas de estilo. La segunda es que el edificio fue, junto al hotel Alvear, el primero en altura en todo Recoleta, barrio por entonces de casas. Lo que en parte explica su extremada calidad estética, cosa de ganarse el derecho de piso.
El edificio tiene una primera cosa llamativa, su implantación en el terreno. A su autor no le importó la línea municipal, la que aceptó apenas como un límite legal y no como el Máximo Imponible de Llenado de Terrenos. Con lo que el edificio toca esa línea aquí y allá pero se retira para crear vanos, para proyectar su entrada, para destacar su notable ochava, que resulta una lección de arquitectura para una ciudad. El planteo de las fachadas es simple, con un frente pequeño sobre Quintana que apenas destaca los ventanales, y uno sobre el frente principal, el de Parera, con cuatro pilastras monumentales, de tres pisos de altura. Planta baja y primer piso forman un basamento con un fuerte rusticado y una cornisa discreta, el resto asciende tres pisos hasta una cornisa más importante que sostiene el sexto y último piso. Para destacar la entrada, un gran arco la acoge junto a un ventanal del primer piso.
Todo esto gana ritmo con las ideas y venidas de la fachada hacia afuera y hacia adentro. Quintana es lisa, pero Parera arranca juguetona en la ochava, con un retiro curvo que es exagerado un poquito por las cornisas, que se quiebran, y sobre todo por el bloque del pórtico, que se “proyecta” hacia adelante. El truco está en que este bloque no se proyecta nada, apenas toca la línea municipal y lo que hizo el autor fue retirar el resto unos 40 centímetros. Un especulador de hoy prohibiría este recurso porque esos 40 centímetros, multiplicados por el largo y por seis, son metritos que no se pueden vender...
La cosa se pone mejor aún, de hecho notable, al entrar al edificio. Lo que encuentra el visitante es digno de un palacio europeo, sin ser en absoluto mandaparte. El palier recorre todo el edificio, con un piso en damero blanco y negro de piedra buena. Tres pares de columnas a cada lado sostiene arcos muy obtusos, muy planos, que van nervando el cielorraso. Estas columnas con sus fustes definen oquedades en los muros, nichos, con lo que el conjunto va y viene, como la fachada, pero mucho más. El pasillo avanza y se eleva, primero dos escalones, luego otros dos, y al llegar al final uno se encuentra en un espacio de luz y aire como pocos. Ahí nace una doble escalera bien curvada y mejor ornada, que va al primer piso, ascendiendo un hall de triple altura que termina en una cúpula aplanada con ventanales de medio punto que inundan de sol.
Toda esta belleza fue construída bajo las mejores reglas del arte. Hall y pasillo fueron realizado en un símil piedra de gran calidad y dureza, los pavimentos son de piedra, las herrerías exactas y el ornamento arquitectónico es notable. Uno se queda viendo las marqueterías, que a casi un siglo siguen afiladas y puras, el mural con una falsa perspectiva, y una suerte de paño que cuelga bajo las rejas de la escalera, verdadera escultura en cemento de París. Cada rincón demora la vista en encuentros de arcos y líneas rectas, recovas y capiteles, rusticaciones y moldurados, todo realizado con una precisión de relojería. Este notable ambiente fue creado por una mano sabia y para un uso inesperado. Resulta que el edificio alojó, cuando era nuevito, un club privado de vecinos, con una piscina en el subsuelo. Llamado la Pileta de Grau, funcionó por años como un secreto de Recoleta... Luego, en parte de la planta baja y, tal vez, del primer piso, funcionó la sucursal porteña del Regine de París, reemplazado eventualmente por Le Club.
El edificio llegó a este siglo más tranquilo y con los maltratos de siempre, pero entero. Hace poco más de un año, el pequeño consorcio decidió restaurarlo evitando la trampa de pintarlo, acto que en un edificio construído en piedra París es el tiro del final. La decisión fue también una vuelta de intervenciones anteriores mal pensadas y peor realizadas, que habían resultado en que el basamento presentaba un extraño color rojizo –le aplicaron un material mal fraguado, que viró enseguida de tono– y una fachada desgastada por los abrasivos de una limpieza agresiva. La encargada de realizar el rescate fue Miriam Basile, titular del estudio Mantenimientos Integrales Errebe, una mano segura y experimentada en el tratamiento de fachadas con un buen par de trucos en la manga.
El primero fue llamar a la ingeniera Claudia Arce, de Tarquini, para la reconstrucción de los cementos perdidos. La fachada mostraba pérdidas pequeñas y desgastes, hollines y verdines, pero vista desde los andamios la cosa era peor, con balustres partidos, molduras que se desprendían al tocarlas y microfisuras. El basamento fue decapado con paciencia, para retirar el material rojizo, y los 1300 metros cuadrados de fachada fueron lavados y reconstruidos con el Tarquini que preparó Arce. Una curiosidad especial de esta obra es que Basile tiene un verdadero equipo de escultores y la costumbre de no usar ni reemplazos ni moldería si puede evitarlo. Con lo que varios ornamentos perdidos fueron simplemente reconstruidos, vueltos a esculpir en el lugar y a mano. El equipo hasta incluye a un ex maestro repostero, Alberto, que se transformó en un experto escultor de ornamento arquitectónico.
Y así está ahora el edificio vuelto a su esplendor, listo para otro siglo, comedido a seguir luciendo belleza en esta Buenos Aires. Protegida en grado estructural, esta esquina de Parera y Quintana es verderamente un patrimonio porteño.
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