Sáb 02.01.2016
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La hora de las estaciones

› Por Jorge Tartarini

Desde las plantaciones de bananos en América Central hasta la Patagonia. Desde La Habana hasta Puerto Deseado, tan sólo ochenta años atrás, el ferrocarril marcaba el pulso de la vida social y económica de la mayoría de los pueblos y ciudades de Latinoamérica. Desde las construcciones ferroviarias de madera, esparcidas por la United Fruit Company, hasta las edificaciones pintoresquistas de los Ferrocarriles del Estado en el sur argentino.

Cerca de 110.000 kilómetros de rieles y miles de estaciones, galpones, talleres y barrios ferroviarios. Tan sólo en nuestro país, en aquellos años había más de 44.000 kilómetros de extensión de vías y unas 2100 estaciones. Le seguían México y Brasil, también con un volumen importante de obras. Un patrimonio arquitectónico de una riqueza y diversidad poco frecuentes. A pesar del ocaso, propio e inducido, del riel a expensas de otros medios de transporte y de gobiernos que nunca atinaron a entender por qué y para qué este sistema merecía una suerte infinitamente mejor a la de su incomprensible abandono y destrucción. Aún hoy no deja de sorprender la calidad de sus materiales, técnicas constructivas, diseños, y también de las transferencias, reelaboraciones, hibridaciones y adaptaciones que caracterizaron sus expresiones por estas tierras.

Como afirmamos reiteradamente, se trata de uno de los sistemas constructivos, arquitectónicos, tecnológicos, gráficos y de significados, más coherente e integrados de la historia. Y lo vemos de Norte a Sur, con elocuencia asombrosa.

Estaciones en climas eternamente cálidos, con techos de esbeltas mansardas y ornamentación afrancesada, sobre muros de bahareque, como eran los de la antigua terminal del F.C. del Pacífico en San José de Costa Rica, reemplazada por la racionalista actual. Terminales como la de La Habana (1913), proyectada en Estados Unidos, en un estilo neocolonial que, según sus autores, procuraba brindar una inicial reflexión sobre la cultura del país a los viajeros que llegaban a la ciudad. O estaciones como en México, el país en el que quizás con más énfasis la arquitectura de las estaciones denote el origen de cada compañía, sean éstas norteamericanas, francesas, inglesas u otras. Richardsonianas, clasicistas y functional tradition en clave ferroviaria, cada una con su sello propio.

En Colombia encontramos un ejemplo que simboliza el desfase temporal de eclecticismos tardíos y que reafirma su vigencia avanzado el siglo en entre nosotros, como es la estación Medellín (1937), cuyas sucesivas ampliaciones –desde el proyecto original de 1907– fueron respetando la composición académica original.

En Brasil se destacan sus grandes terminales, verdaderos hitos en el paisaje urbano. En San Pablo, la estación Da Luz (1901) con una esbelta torre con reloj, posee bajo la gran cubierta de hierro puentes peatonales metálicos que pasan por sobre los trenes. Otra, la estación Julio Prestes (1926-38) también monumental pero fuera de uso, posee un auditorio para música sinfónica bajo las naves de hierro. El periplo de terminales culmina en Río de Janeiro con la gran Estación Central, o Pedro II (1936-1943), de líneas racionalistas con algunos elementos decorativos y volumétricos Art Déco. Su esbelta torre de 122 metros, rematada por un gran reloj en cada una de sus cuatro caras, aún hoy es un hito inconfundible del paisaje urbano carioca.

Más antiguas, encontrarnos tipologías singulares en las terminales de Asunción del Paraguay (1864) y la Estación Alameda o Central en Santiago, Chile. La primera, fuera de uso, posee una composición que alterna formas del neogótico victoriano con empinadas mansardas de pizarras afrancesadas, y elementos tipológicos claramente locales como la galería de columnas toscanas sobre pedestales frente a la plaza. Mientras que en el ejemplo trasandino, hoy en actividad, vemos una gran estructura de hierro de 48 metros de ancho y 160 de profundidad, a la vista, a modo de cerca frontal ornamentada con alegorías y reloj en su vértice central. Recuerda en su disposición a la estación Atocha de Madrid.

Riquísimo es el panorama argentino, que denota la envergadura alcanzada por el fenómeno en la vida del país, en los años en que se transforma en una Nación. En Buenos Aires encontramos terminales pensadas como grandes complejos funcionales, a la manera de Retiro y Constitución, que a su vez se replican –a menor escala– en algunas cabeceras provinciales, pero con idéntica calidad de diseño y de materiales. Y por todo el país, encontramos redes de estaciones más pequeñas que expresan un catálogo vastísimo de tipologías, el más completo de Latinoamérica.

No es novedad que más de la mitad de ellas se encuentra en crítico estado de conservación. Tan cierto como que cuesta vislumbrar un futuro para este pasado.

Aunque muchos latinoamericanos no se resignan a semejante destino, el panorama se repite en todo nuestro subcontinente. Pero ellos ya no pueden solos. Llegó la hora de que los gobiernos asuman el rescate del patrimonio ferroviario construido dentro de sus políticas de transporte, de planificación urbana y territorial y de desarrollo económico y social.

No se puede apostar todo al turismo, a los reciclajes ajenos a la vida local y sus expectativas, a megaproyectos antojadizos, a pensar que el porvenir de los ferrocarriles nace cada día, sin aprovechar el camino recorrido.

En nuestro país, con la reciente reestatización de nuestros ferrocarriles, las buenas intenciones y el deseo de superar viejos males, parecen revivir. Quizás una primavera para nuestro patrimonio ferroviario, que será necesario respaldar con iniciativas largamente anheladas por todos.

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