Sáb 02.01.2016
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Una memoria en París

Después de los atentados, el gobierno municipal comenzó a coleccionar los textos y mensajes que deja la gente en los altares espontáneos.

› Por Sergio Kiernan

Un área de discusiones es el patrimonio inmaterial, no porque haya nada imperfecto a negativo en la idea en sí, sino porque entre nosotros suele ser una sanata de los que se niegan a conservar el patrimonio material. Entre vivos y justificadores de la especulación, parece que es lo mismo demoler el edificio histórico y construir un bodrio, siempre y cuando una placa de bronce recuerde que “en este solar...” Así, se “marca” el patrimonio inmaterial y se factura grueso.

Pero tomado en serio, este patrimonio es fascinante por su enorme base horizontal, su carácter espontáneo y su masividad. Es lo que hace que la confitería del Molino sea tan especial y trascienda por mucho la restauración de un edificio notable: miles y miles de personas lo usaron, lo cargaron de significados, de recuerdos y momentos. Lo mismo puede decirse de lugares públicos, de canchas y plazas, de balcones y avenidas que fueron el escenario de pasiones, de alegrías y de tragedias.

Hay instituciones dedicadas a guardar estos patrimonios, como el Cedinci que guardia la memoria de la cultura de las izquierdas argentinas. Es, por supuesto, una gran biblioteca y archivo de investigación que no para de crecer, pero es también un repositorio de un patrimonio inmaterial muy peculiar. Por su sede aparecieron ancianos con sus nietos para donar volantes de colectas por la Guerra Civil Española, militantes trayendo colecciones de llamados a huelgas y protestas, hijos de militantes vaciando actas partidarias y manifiestos de viejas batallas. No son cosas “académicas”, son cosas cargadas de vida.

En París, los archivistas de la ciudad están aprendiendo a toda marcha sobre este patrimonio a resultas de los tremendos atentados que sufrieron en este 2015 que acaba de terminar. Resulta que los ataques generaron una muy fuerte reacción popular, comenzando con el de Charlie Hebdo en enero y aumentando exponencialmente con la caótica masacre del 13 de noviembre. Así como los terroristas “manotearon” a sus víctimas al azar, por el sólo crimen de ser ciudadanos libres haciendo lo que se les cantaba, sus compatriotas los homenajearon por las mismas razones. El resultado fue una serie de “altares” frente a bares y teatros, en esquinas manchadas de sangre. Un flamante patrimonio inmaterial.

Los archivistas encargados de este tema son gente acostumbrada a guardar y clasificar la inmensa masa de papeles que genera la administración de la ciudad. A lo sumo, sus deberes se estiran a la preservación y restauración de documentos antiguos. Ahora, en una oficina pública, están haciendo cosas como secar y fijar la carta de un nene que apenas sabe escribir y que dibujó un sol, un árbol y un perrito en una carta que dejó entre las flores frente a La Belle Epoque, uno de los restaurantes atacados. En otra mesa limpian, por ejemplo, un dibujo más adulto de un terrorista ahogándose adentro de un vaso de cerveza, encontrado muy embarrado en la cuneta. El trabajo se repite con postales, fotos, cintas de tela, banderas con escritos y una infinidad de etcéteras.

Los memoriales espontáneos están bien documentados en miles de fotos que circulan en los medios y en las redes. Con lo que quedan dos decisiones muy importantes y delicadas para preservar este tipo de patrimonio. Uno es cuándo retirarlo, cuándo la vida comienza a volver a la normalidad y se debe despejar el lugar para que vuelva a la vida (un memorial simplemente mata toda actividad normal). Este timing es sutil y suele resultar en un retiro parcial, dejando lugar para nuevos objetos hasta que se percibe que no hay renovación.

El segundo elemento es quién retira los objetos, dejando de lado, por ejemplo, las flores. El gobierno de París tuvo una inspiración y simplemente reunió a los barrenderos de los lugares afectados y les preguntó si quierían participar. Todos dijeron que sí, porque las cuadras atacadas eran suyas de un modo especial. El entrenamiento fue mínimo y el equipamiento fue una caja donde poner y cuidar los objetos recogidos, más folios de plástico para la papelería. Los barrenderos, de hecho, quedaron como espontáneos cuidadores de los memoriales, haciendo cosas como retirar las flores secas y cubriendo los dibujos y fotos con hojas de plástico.

Esta mezcla de ciudadanos anónimos, barrenderos y especialistas en archivos está creando una colección de particular valor, y no sólo como homenaje a los muertos sino como documento histórico. En los materiales recogidos después de los atentados de 2001 en Nueva York, por ejemplo, sorprende el tono pacífico de los mensajes, que mencionan la necesidad de paz entre los pueblos. Esta narrativa es un fuerte contraste con el discurso belicista del presidente Bush, como el del presidente Hollande ahora. Si no se hubieran guardado artefactos como el Rollo Schuster, como se terminó bautizando a un gran rollo de papel que instaló el estudiante Jordan Schuster en Union Square, a unas cuadras de las Torres Gemelas, para que la gente escribiera lo que quisiera, el único relato sería el oficial.

Lo que nos lleva a eventos como Cromañón o los baleados por la policía en nuestro terrible año 2002. Ambos casos fueron recordados físicamente con un altar y baldosas en memoria de los muertos, pero no con archivos, públicos o privados. El concepto de memoria está bien instalado entre nosotros, con lo que no cuesta pensar que también debería instalarse este coleccionismo y preservación de las reacciones a lo que nos pasa.

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