Sábado, 9 de enero de 2016 | Hoy
Por Jorge Tartarini
Entre sus inventos más prodigiosos se encontraba un inodoro-bidet para el tratamiento de las hemorroides. Un proyecto que naufragó antes de nacer, un poco por la forma del incómodo catafalco, y otro por el rechazo que mereció de Obras Sanitarias la pobre higiene del artefacto. Pero no bajó los brazos. En aquellos años los campos argentinos eran castigados por plagas de voraces langostas y la gente desesperaba por una solución. Y allí estuvo él, prometiendo desde las páginas de la revista Caras y Caretas el remedio final al flagelo. Por tan sólo un peso, se comprometía a enviar por correo su milagroso artefacto. Así hizo su primera fortuna. Y también miles de enemigos que maldijeron una y otra vez semejante estafa. Cuando se abría el envío postal aparecían dos pequeñas tablitas y un breve instructivo que indicaba poner la langosta sobre una de ellas y luego aplastarla con la otra. Tal el sofisticado instrumento de aniquilación. A este redituable engaño siguieron otros. Tónicos para la calvicie, la tos, el reuma, la viruela y el mal de amor. También tratamientos eléctricos para la memoria, el dolor de cabeza, y el mal humor. Anunciados no sólo en diarios y revistas, sino promocionados por él mismo de pueblo en pueblo. Pronto su mala fama precedió su llegada a estos lugares, y en cada estación lo esperaba una larga cola de estafados reclamando su dinero. Más de una noche debió dormir en la comisaría del pueblo, aunque sin renunciar a lo que el más sabía, que era engatusar.
Sus dotes naturales con el tiempo fueron menguando, pero su saber siguió vivo en sus hijos, quienes se ocuparon de acrecentar el legado paterno. ¿De qué forma? Profesionalizando el engaño, haciéndolo más sutil y adaptándolo a los nuevos tiempos. No les gustaba tanto ir de aquí para allá ni recorrer pueblos perdidos. Ellos optaron por las grandes urbes, siempre terreno fértil de ilusos y condenados. Si la figura de su progenitor por momentos recordaba al timador que interpretaba Burt Lancaster en “El farsante” (The Rainmaker, 1956) con sus máquinas contra tornados; por el contrario, estos jóvenes llevaron la farsa a su máxima expresión. A un nivel de perfección que haría palidecer a los protagonistas de 9 Reinas.
Con ellos nació, o por lo menos adquirió carta de nacionalidad, el embaucador argentino. Ese que vendía buzones, monumentos públicos –Obelisco incluido–, terrenos, automóviles, casi todos con título de propiedad incluido. Claro que, como en todo, entre estos tres jóvenes hubo gradientes. Dos de ellos optaron por la lógica fría de obtener dividendos a cualquier precio, causando la ruina de todos a su paso. El otro, una especie de Robin Hood criollo, sólo la empleó para ayudar a los humildes. Pero sin abandonar la costumbre de alardear, exagerar y mentir, para ganar prestigio y admiración de los otros, y particularmente de las mujeres.
Al igual que su padre, su paso dejó enseñanzas. En el bar de la esquina siempre se dijo que con él y sus hijos nació la figura del típico chanta argentino. Un arquetipo del ególatra llevado al cenit... que tomó fama internacional y que mereció el frondoso universo de chistes, ironías y exabruptos, que nos dedican en variedad de países, particularmente cuando se presenta un equipo nacional.
Quienes sucedieron a estos prototipos de chantas también tuvieron matices. Los hubo al estilo del eterno Fidel Pintos y su peluquería, y también insoportables en grado sumo. Hasta ahora, los más. Sí, esos que conviene no tener de compañero de asiento en cualquier viaje y que hacen a cualquiera preguntar ¿pero éste quién se cree que es? O bien el más difundido ¡qué desubicado! Ignorar este componente incómodo del ser nacional –o sólo de los porteños, diría alguien en afán de deslindar– es ver sin mirar. Es ofenderse hasta la estupidez al escuchar la jerga de cuentos que nos definen por allí: “¿Sabés cómo comienza un argentino la carta a su novia? Ya sé que me extrañas...”. “¿Qué te constesta un argentino cuando le dices buen día? Hice todo lo posible...” Para concluir con la máxima “Conviene comprar un argentino por lo que vale y luego venderlo por lo que cree que vale...”. Denostados, elogiados, estos cultores de la viveza criolla in extremis han merecido entre nosotros libros y manuales. Pues bien, sepan ustedes que las cepas de este virus tienen raíces históricas. Por lo menos si deciden dar crédito a la leyenda urbana que les acabo de contar.
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