› Por Jorge Tartarini
“Al menos en un sentido nuestras vidas son ciertamente como las películas” (Revival, Stephen King, 2015). Quizás otro tanto puede decirse del patrimonio. En nuestra vida, el elenco principal está integrado por nuestra familia y los amigos. En el universo del patrimonio por la gente y los bienes culturales que recibe de sus antecesores. Luego, podrían venir los actores secundarios, o sea los vecinos, compañeros de trabajo y conocidos. En el patrimonio: los organismos gubernamentales y no gubernamentales encargados de su conservación. Después estarían los papeles de reparto, como el del portero, el mozo del barsucho que frecuentamos, el encargado del puesto de diarios que nos reserva lo que acostumbramos llevar, etc. En el patrimonio, estarían los profesores, especialistas, profesionales, técnicos y empresas vinculados a su teoría y praxis. En nuestro devenir también habrá una enorme lista de extras, de personas que pasan sin más, a las que probablemente veremos solo una vez. Como el vendedor de gaseosas de un partido de fútbol, una muchacha que se tuerza el tobillo y nos roza al caminar, el músico del subte que nos agradece la propina, etc. En los bienes culturales estos papeles los cumplirían quienes se acercan a ellos ocasionalmente, sean éstos funcionarios, periodistas, turistas y demás actores fugaces.
Hasta aquí, todo más o menos claro. Pero a veces, según el maestro del terror, entra en nuestra vida alguien que no encaja en ninguna de estas categorías. Un comodín que, como tabla de salvación, nos toca cada tanto en una partida de cartas. En el cine generalmente se lo conoce como el agente del cambio o “el quinto en discordia”. Este elemento en las películas lo introduce el guionista. Pero no está claro cómo se introduce en nuestras vidas, generalmente porque no hay acuerdo sobre quién escribe su guión; quizás seamos nosotros sin saberlo, o bien fruto del destino o del azar. En el terreno del patrimonio ¿quién escribe su destino? ¿cuál sería su quinto elemento?
Sucede que el guión, como hoja de vida del patrimonio, a menudo brilla por su ausencia. En su lugar, nos encontramos con tantos guiones como cortometrajes de su azarosa existencia. Y no resulta casual que los géneros preferidos sean los de ciencia ficción, drama y terror. La comedia y el documental son los menos cultivados.
Nuestro patrimonio lejos está de tener una vida de película. El guión de su destino, desde hace mucho tiempo es resultado de un cóctel de ingredientes tóxicos para su salud. Quizá porque, en vez de guiones, escribimos páginas sin numerar, hojas al pasar que no superan su condición coyuntural. Casi siempre protagonizadas por extras, actores de reparto y, tan solo ocasionalmente, por un elenco principal.
Como toda construcción colectiva que se va amasando en la memoria de la gente, los bienes culturales necesitan plumas despojadas de vedetismos y falsas antinomias. Más empeñadas en respaldar una tarea anónima sostenida en el tiempo que espasmos sin ton ni son.
En esta labor, resulta esencial que cada quien cumpla su papel: los recursos que aseguran su conservación en el tiempo, el marco jurídico legal para una eficiente salvaguarda y protección, y una concientización que refuerce su vínculo sentimental con la gente, propietaria de la pluma más poderosa en cualquier guión. Algo que sabemos y por lo que hemos venimos pugnando. Sólo que aún no nos ha alcanzado para filmar una película sin intervalos y con el patrimonio en papel estelar. Ni superproducción, ni records de taquilla. Tan solo una película que no aburra y que nos ayude a reflexionar. Que refleje su realidad y también los caminos que la permitan mejorar. En fin, uno de esos filmes que a la salida, tengamos ganas de volver a mirar.
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