Sábado, 27 de febrero de 2016 | Hoy
El estado del Lezama como microcosmos de la gestión porteña y la idea de ley. Y un fallo que repara una avivada del Ejecutivo en eso de levantar adoquines.
Por Sergio Kiernan
Quien se acerque al Parque Lezama y lo mire con ojos atentos, podrá ver cosas que trascienden al estado de un espacio urbano en particular. Lo que está pasando en ese pulmón de San Telmo, un lugar antiguo, frágil y muy hermoso resume cosas mucho más grandes y trascendentes que nos pasan a todos en Buenos Aires y en varios espacios urbanos más. Se trata, nada menos, que del rol del Estado, de la actividad de los vecinos y de una manera de pensar la ley.
Los vecinos de la asamblea local señalaron esta semana que los medios amigos del gobierno –el porteño y el nacional– empezaron a hacer notas sobre los actos de vandalismo en el Parque. Que hubo vandalismo es cierto, pero ambas notas son “neutrales” en cuanto al contexto, no arriesgan ninguna opinión más allá de que el vándalo hace algo malo, y no aportan ningún apunte de solución. Con lo que los asambleístas ven algo claro, que estas notas se la dejan picando a los que quieren enrejar el parque.
No es arbitrario, porque hace algo más de un año, en enero de 2015, el entonces subsecretario de Uso del Espacio Público Patricio Di Stefano usaba exactamente estos argumentos para proponer el enrejado del parque. Como se recordará, los vecinos simplemente bajaron las rejas que estaban colocando e hicieron un acampe para impedir que las pusieran. Al final tuvo que intervenir Jaime Sorín, entonces presidente de la Comisión Nacional de Monumentos, de Museos y de Lugares Históricos, como se llamaba todavía. Como el Lezama es monumento histórico, Sorín pudo controlar las obras y convencer de dejar de lado el enrejado.
Pero acá comienza el segundo tema de la lista, el de cómo se piensa la ley. Ultimamente se puso de moda encajarle al ciudadano la solución de problemas, por ejemplo, policiales. Ante la incapacidad evidente de la policía de controlar los desarmaderos de autos, los ciudadanos tuvieron que pagar obligatoriamente el grabado de números y códigos en varias partes de sus autos. Ante la epidemia de robos de motos, los ciudadanos tuvieron que poner los números de sus patentes en los cascos, un absurdo que sólo sirvió para cobrar algunas multas y que ya fue efectivamente abandonado. Estos ejemplos son renuncias del Estado a cumplir con sus deberes básicos, pasándoles la obligación a los gobernados.
Ese es exactamente el uso de las rejas en plazas y parques, encajarle al ciudadano el costo de no poder controlar el espacio público, por fiaca, por ignorancia o por complicidad. El porteño no sólo tiene que pagar las rejas con sus impuestos, sino que no puede usar sus parques al final de la tarde y tiene que bancarse una alteración drástica de su paisaje, la presencia de esos corralitos en su barrio. La pobreza material y el rápido deterioro de esos metales penosos no ayudan...
Pero el tercer tema, que es el rol del Estado en la vida, es el que termina de cerrar la ecuación. Pese a lo que dicen tantos, no hay mayores rastros de ideología en el macrismo y llamarlos neoliberales es hacerles un honor que no merecen. El bajo nivel de ideas de ese partido lo coloca una y otra vez en situaciones de “señora gorda”, vagamente reaccionaria pero incapaz de articular un plan. Como tanta gente que piensa así y viene del mundo de los negocios, lo que terminan haciendo es concebir la gestión pública con la comercial y empresaria: no entienden al ciudadano porque ven a un cliente. Las saga de las plazas es un buen ejemplo, con el macrismo en funciones enfrentando el inédito problema de los vecinos protestando porque hacen obras y no por no las hagan, que es lo normal. El detalle era la desconfianza pampa de los vecinos a lo que les querían hacer a sus plazas: enrejarlas, pavimentarlas, afearlas.
Otro elemento de esto era que los vecinos se desayunaban de las obras cuando veían aparecer maquinarias y obreros de las contratistas, que empezaban por supuesto a demoler cosas y levantar pavimentos. Toda obra arranca con una destrucción, con lo que conviene avisar y conversar las cosas antes de empezar. Fue justamente esto lo que siempre faltó en el macrismo porteño, la consulta y la conversación. Esto ocurrió por falta de base territorial, por miedo a ese fantasma horrendo, el militante opositor, y porque no se quería nunca jamás modificar un plan ya definido, dibujado y licitado. Lo único que les quedaba a los vecinos era el amparo y el corte de calles.
El caso del Lezama tiene, entonces, las tres características concentradas en pocas hectáreas: la reja como delegación de las obligaciones del Estado a costas de los vecinos, los vecinos vistos como clientes molestos por el Estado-señora gorda, y los vecinos organizándose para cambiar las cosas. En este caso, la asamblea señala con exactitud que al gobierno porteño le conviene que el parque sea vandalizado, para mostrar que es necesaria la reja. Los asambleístas retrucan que estos problemas eran “previsibles y predecibles”, con lo que el gobierno porteño es responsable. Nada curiosamente, el ministro de Ambiente y Espacio Público de la ciudad, Eduardo Macchiavelli, dijo públicamente que hay guardias las veinticuatro horas y que además se instalaron cámaras. Los vecinos juran que los guardias no existen o son muy tímidos, porque nadie nunca los vio, y que las cámaras deben mirar a otra parte, porque no generan ninguna reacción policial, pase lo que pase.
El parque Lezama está en una zona con muchas carencias y en lenta transición hacia una gentrificación. Quien lo visite un domingo verá una enorme población que usa el verde y los juegos, gente de medios limitados que lleva a los chicos a jugar, que vive en el barrio en condiciones nada amables. El parque es además hogar de algunos de los muchos sin techo de Buenos Aires, con el templete usado regularmente como refugio por una familia con hijos chicos. Por algo el gobierno porteño no completó la obra que iba a hacer: ni comenzó los baños públicos, probablemente porque al no haber rejas podían ser usados por los carenciados.
Nada de esto es una novedad, es algo a la vista del observador más casual, pero no existía en el plan de obra. Cuando se hace un plan desde la visión del cliente, el pobre no existe porque no le da para ser cliente, con lo que es simplemente borrado de la ecuación, como se hace en un shopping. Estas son soluciones facilongas y destinadas al fracaso, rígidas y pasivas, que pueden funcionar en barrios más prósperos en los que plazas y parques no son equipamiento esencial, no reemplazan el living de la casa propia.
Por suerte, los vecinos de San Telmo propusieron un plan de manejo participativo que ya llegó a la Legislatura y tiene gran consenso entre grupos vecinales, legisladores, arquitectos, paisajistas, miembros de los consejos consultivos de las comunas uno y cuatro, y una gran cantidad de grupos de la zona. Lo primero que plantean los vecinos es que el gobierno porteño se deje de hablar de “gasto” cuando lo que tiene que hacer es invertir, y que empiece a pensar que el Lezama puede estar abierto y en buen estado, como lo están las plazas de Puerto Madero. Esto es, de hecho, un prejuicio y otro rasgo de pereza, porque manejar el espacio público en la zona sur, más carenciada y hacinada, y por lo tanto más necesitada de parques, es más difícil que otros barrios.
El Lezama es además el parque con más patrimonio que nos queda, el único de los viejos parques que no fue remodelado o demolido para modernizarlo en los años locos de los sesenta y setenta. La intervención reciente fue vergonzosa en lo material, con cementos berretas, lavadas de cara a brocha gorda, senderos de materiales que se pelean con su entorno y falta de dos o tres cosas fundamentales, como el riego. Ni siquiera se hizo bien el nivelado, con lo que el parque parece una colección de charcos barrosos y manchones sin pasto. Por su función social y por su patrimonio, el Lezama se merece ser el experimento de manejo que una ciudad como Buenos Aires debe crear.
Hace dos años, la Legislatura aprobó una ley para proteger los adoquinados porteños, limitando la vocación municipal de repartir contratos para asfaltar calles. Esta ley era una manera de continuar el trabajo de Gerardo Gómez Coronado en la Defensoría del Pueblo, que había protegido como patrimonio varias calles adoquinadas de San Telmo, Palermo y Parque Chacabuco. La idea era fijar todas las calles con piedras de la ciudad.
Ahí fue que el gobierno de Mauricio Macri se mandó una avivada por decreto. Toda ley tiene que ser reglamentada por el Ejecutivo para funcionar efectivamente, lo que da un amplio espacio para enmendarla de hecho. Lo que hizo el ejecutivo fue decretar, en 2014, que eran calles empedradas las que efectivamente tenían adoquines –“granitullo” o “granito”, especificaban– en más de un cuarenta por ciento de su superficie total.
Esa era la trampita, que no aparecía en la ley. En el momento de los debates por la ley, el arquitecto Marcelo Magadán había revelado en este suplemento que relativamente pocas calles estaban realmente asfaltadas, en el sentido de que en una mayoría simplemente se había cubierto el empedrado con asfalto, rápido y barato. ¿Cómo ver estas calles? ¿Como empedrados a recuperar o como asfaltos? El gobierno porteño implícitamente decidió que eran asfaltos y que si el 60 por ciento estaba así cubierto la calle no se consideraba ya empedrada.
De inmediato se hizo un amparo, que acaba de ser zanjado por el juez Pablo Mántaras, del juzgado número tres en lo Contencioso Administrativo y Tributario. Mántaras falló que “el Ejecutivo se ha excedido en las facultades administrativas reconocidas en el artículo 103 de la Constitución de la ciudad de Buenos Aires”. De hecho, remarcó el juez, los límites constitucionales a lo que puede decretar el Ejecutivo son bastante claros y arrancan por no andar enmendando leyes votadas. Con el fallo, todo vuelve a la casilla cero y no se pueden andar levantando más empedrados.
Lo curioso del asunto no es dónde están los cincuenta millones de adoquines que se estima ya se levantaron –la mayoría forman el cimiento de la Reserva Ecológica– sino la pasión por dar contratos a las constructoras, el sector que el PRO cuida con cariño familiar. Por suerte, la Justicia les puso otro límite a estos negocios a costa del patrimonio público.
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