Sábado, 9 de abril de 2016 | Hoy
La capital de Irlanda guarda un edificio literalmente único. El Casino Marino, construido en 1759, es un ejercicio de
arquitectura con humor, sabiduría y un buen gusto perfecto, y una de las grandes obras de Chambers.
Por Sergio Kiernan
De las ciudades de este mundo, a Dublín le tocó el sobrenombre de “la bella”. La capital de los irlandeses no es una ciudad espectacular, ni inmensa, ni impresionante: es uno de los lugares urbanos más agradables y gentiles que se pueda esperar. Coherente, baja, abierta, con lugares de belleza notable, conjuntos intactos que cualquier porteño va a envidiar, un tránsito intenso pero manejable y parques colocados justo cuando uno los necesita, la ciudad se recorre sola. Lo que se puede ver, recortando mentalmente los muy mediocres edificios modernos, es una ciudad dieciochesca conviviendo con una victoriana y eduardiana. Las dos últimas tienen fachadas asertivas y muy ornamentadas, la primera tiene una maña muy dublinesa, la de esconder sus glorias interiores atrás de fachadas equilibradas, elegantes, perfectas según el arte, pero modestas.
De este mismo período, Dublín guarda un tesoro literalmente único, un ejercicio de arquitectura neoclásica juguetón y divertido, un objeto de arte que casi no tiene par. Está en lo que sobrevive de un glorioso parque en Clontarf, veinte minutos del centro hacia el norte, sobre la avenida Malahide en un barrio hoy llamado Fairview, justo antes de la bahía. Medio escondido entre arboledas y casas nuevas, en un pequeño promontorio, está el Casino Marino, un juguete que se acerca a la perfección y es una obra única del gran sir William Chambers, arquitecto de los reyes Jorge.
Lo primero que hay que entender para ver esta joya es que es un producto del Iluminismo y de una curiosa manía de la aristocracia británica. Para mediados del 1700, las clases dirigentes de la Europa no latina estaban profundamente enamoradas del clasicismo y de todo lo que fuera italiano. Tanto, que la educación de un caballero no se consideraba completa sin el Gran Tour, el viaje a y residencia en Italia. Roma no sólo era un centro de artistas, arquitectos, músicos, lingüistas y eruditos de todo el mundo conocido, también era el destino de príncipes, nobles y notables que llegaban, aprendían, perfeccionaban y coleccionaban. La idea era volver a casa, sea Suecia, Rusia o Irlanda, con una buena colección de arte, hablando italiano fluidamente, cargado de antigüedades y mejorado en el violín o el pincel. Al contrario que en nuestra era guaranga, los ricos consideraban la cultura un ornamento.
Uno de los tantos muchachos que hicieron este camino fue James Caulfield, hijo del tercer vizconde de Charlemont y futuro primer conde de Charlemont, irlandés, patriota y una mente original. James llegó a Roma a los 18 años junto a su maestro Edward Murphy en 1745, y simplemente se enamoró del lugar. El pibe hizo todo lo que hacían los nobles del momento, pero más: aprendió el italiano como un italiano, recorrió el país de punta a punta, se compró un barco para recorrer el cercano oriente viendo ruinas romanas y griegas, probando comidas y bebidas exóticas, coleccionando fragmentos clásicos, ropajes exóticos, cuadros, esculturas, libros. Los años pasaron y todo indica que James hubiera sido feliz comprando casa romana y quedándose ahí, cuando una carta de su padre cambió todo. El vizconde estaba envejeciendo –para los bajos niveles de su siglo– y le pedía que volviera para atender los asuntos de familia.
James volvió a Dublín, con un equipaje que ocupaba un barco entero y una nostalgia inagotable por el mundo latino. Casi lo primero que hizo fue comprarse un campo al norte de la ciudad, un lugar por entonces bastante aislado –tuvo que construir hasta un puente para llegar–, pero con una vista que le recordaba a la bahía de Nápoles, con sierras azuladas que con buena voluntad parecen el Etna. El lugar se llamaba Marino, así a la italiana, por su cercanía a la bahía, e incluía una casa cómoda pero en nada destacada, que James mejoró. Pero faltaba algo. En un viaje a Londres, alguien cometió el desliz histórico de presentar a Charlemont y a Chambers, arquitecto favorito del rey y un maestro del neoclasicismo. El joven vizconde se transformó en su principal cliente después de George Rex y le encargó dos obras que siguen marcando a Dublín. Una es su notable casa de la ciudad, tan amplia y hermosa que hoy es la Galería de Arte de la ciudad, y la otra es ese ejercicio en humor y estilo que es el Casino.
Que es un juego arranca con el nombre, que sigue engañando. Casino es italiano viejo para nombrar una casa pequeña. Altri tempi, se cambiaba el género de casa a casino, cosa que no se hace más porque casino en italiano moderno denomina a un prostíbulo. Del viejo uso viene la asociación con una discreta casa de juego, confusión que cada tanto lleva a algún fullero hasta Clontarf buscando una ruleta. El Casino Marino en particular ahonda la confusión pareciendo un templo clásico o un pabellón. Quien lo vea, piensa que es un ambiente generoso y se prepara para ver un altar y nada más. Pero este casino es una casa completa con ocho ambientes, cocina, bodega, depósito, doble circulación vertical y varios misteriosos túneles.
¿Para qué servía el edificio? Primero que nada para ornar un parque que Charlemont, caso único en su época y su clase, abría regularmente al público. Varias hectáreas con bosques, una laguna artificial y una vista excelente de la bahía podían ser usadas por cualquiera con la simple condición de no cortar los árboles. Uno de los túneles, parece, iba hasta la casa principal, un buen kilómetro de distancia, para que el conde pudiera ir y venir discretamente cuando había mucha gente. El segundo uso era para recibir amigos o estar a solas y escribir en paz. Charlemont, es fama, no se llevaba nada bien con su mujer y el Casino era un refugio para no cruzarse con ella cuando tenía que estar en Dublín.
Desde afuera, el edificio es un ejercicio de arquitectura y proporción. La planta muestra una cruz griega doble, una interior por los volúmenes en sí y una externa por la proyección de las columnas. El conjunto se monta sobre un cuadrado perfecto, que a su vez queda inscripto en un círculo si se consideran las escalinatas en dos de sus lados. Al acercarse, se entiende por qué lo rodea una balaustrada: el conjunto tiene un semisótano rodeado por un foso de servicio a donde van a dar los túneles y que permite que haya luz en cocinas y bodegas, sin tener que verlas.
Quien se acerque verá una gran entrada principal, un portón de madera rústica y en apariencia arruinada. Es otro engaño y capricho del conde que se sigue manteniendo, la pretensión de que estamos entrando a un antiguo edificio romano. El portón es tratado con todo tipo de sustancias para preservarlo, sus maderas irlandesas y durísimas siguen enteras, pero verlo es un sobresalto. El engaño sigue porque no es un portón sino un gran paño de madera fijo que disimula una puerta de dos hojas de tamaño normal: si el portón abriera, dejaría a la vista una buena parte del primer piso. Al entrar, se está en un hall exquisito, una miniatura de un palacio. Como se ve en la foto, está dominado por una media cúpula encofrada que corona un muro curvo con tres puertas. Más atrás hay ventanas a ambos lados y un piso de maderas duras de tres continentes. La perspectiva tiene sus trucos también, porque la puerta central es ligeramente más baja que las de los lados, para que parezca más alejada y agrandar visualmente el ambiente.
La planta baja contiene ambientes pequeños y tratados con una inteligencia y un buen gusto maravillosos. El salón principal conserva el marouflage original de seda celeste, nada decolorido por el suave sol irlandés. Para no crear problemas de simetría, el salón tiene una sola puerta ornada, que se ve en otra de las fotos, y las otras dos son de resorte, paños disimulados con el mismo dado y seda. Otros ambientes pequeños y bellos son uno llamado El armario de la porcelana, por la colección que ahí se guardaba en tiempos victorianos, y la Sala del Zodíaco, que era el estudio de Charlemont y tiene un pronunciado cielorraso con yeserías mostrando los signos del horóscopo. Ambos ambientes tienen también pavimentos de maderas duras muy ornamentados y hechos con maderas africanas, europeas, asiáticas y americanas, y pequeñas chimeneas muy neoclásicas.
El piso superior está prácticamente tomado por un dormitorio que se merece su nombre de Sala de Honor. Según parece, Charlemont dormía ahí en una camita que muestra qué pequeños eran todos hace 250 años –hay una réplica exquisita en exhibición–, pero también para recibir formalmente. Quien llegaba subía por una escalera muy sencilla pero que forma un ajustado caracol perfecto, llegaba a un pasillo también muy sencillo y entraba por una puerta más bien baja a una sala que de pronto aparecía enorme, luminosa, lujosa. El efecto es todavía dramático, teatral y una belleza de diseño. Uno parpadea, algo cegado por el cambio de luz, y finalmente ve la cama perfectamente enmarcada entre columnas corintias con toques de oro. Para los más amigos, el primer piso era el acceso a la invisible terraza que permitía ver el mar y el paisaje.
Revisando la estructura del Casino Marino se pueden ver otros efectos teatrales. Las chimeneas sacan su humo por los copones ornamentales del techo y varias columnas internas son en realidad los pluviales más lindos posibles, tubos de piedra tallados con excelencia y forrados por adentro con placas de metal que llevaban el agua a cubas de piedra en el sótano. Recorriendo por adentro el edificio se ve que los grandes ventanales, que hacen que todo parezca apenas un gran ambiente desde afuera, toman dos ambientes o forman lucarnas al ras del piso en el segundo nivel.
Todo este lujo es mantenido perfectamente por la Oficina de Obras Públicas de Irlanda, un ministerio que también atiende piezas patrimoniales. El Casino está abierto al público y es atendido por un equipo de gente que lo ama y lo conoce. Así se puede aprender qué pasó con el Casino luego de la muerte del primer conde. Su hijo lo mantuvo y lo usó cuando estaba en Dublín, y parece que era un lugar favorito de su mujer. Luego, con la segunda generación, la propiedad fue vendida a la iglesia, que le construyó al lado un espectacular colegio en ladrillo rojo, hoy la morgue policial de Dublín. La tierra se fue loteando, se construyó una ciudad jardín y luego loteos indiferentes que fueron tapando la vista. De hecho, así quedó tapada una de las peleas más notables de la década de 1780, que enfrentó a Charlemont con un desarrollador inmobiliario. Parece que se odiaban tanto, que el empresario hizo lo imposible para comprar un terreno que estuviera junto a la bahía justo en la línea de visión del Casino, y le construyó justo ahí un conjunto de viviendas de cuatro pisos de altura, para liquidar todo parecido con Nápoles. Para mayor injuria, el empresario cuidó que la espalda del conjunto, el lado que daba hacia el Casino, fuera irregular, fea, con las ventanas fuera de lugar. Charlemont le hizo juicio y el fallo fue histórico, fundante, todavía utilizado en la jurisprudencia inglesa e irlandesa. El juez dijo que nadie puede construir algo que te tape la luz y el sol, pero que nadie tiene derecho a la vista desde su ventana. El empresario ganó.
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