› Por Jorge Tartarini
Hablamos sobre proteger conjuntos, barrios, poblados y paisajes culturales. Coincidimos sobre la necesidad de extender nuestra mirada del patrimonio hacia expresiones inmateriales, esenciales para preservar nuestra identidad cultural. Debatimos acerca de las anquilosadas declaratorias de monumentos y lugares históricos y la demanda de adoptar otras más apropiadas a los tiempos que corren, como por ejemplo las de bienes culturales. Sabemos sobre la necesidad de declarar un vasto conjunto de bienes en todo el país, que representen genuinamente nuestras identidades y nuestra diversidad cultural. Conocemos, también, la dura realidad que afrontarán ellos el día después, cuando sea necesaria su conservación. Somos conscientes a su vez de la situación -ya histórica- de nuestros organismos de preservación: sin recursos ni prioridades propias, y a menudo sujetos a decisiones de las áreas que los poseen, sin los conocimientos ni la sensibilidad necesaria a los planteos que exige su conservación.
Con algunas batallas ganadas y ciertas actualizaciones indispensables, desde 1940 hasta el presente nuestra cultura “monumental” siempre se ha debatido en estos términos. Y ello en gran medida porque -a pesar de los maquillajes- el sustrato, el nefasto fermento que como virus penetra y carcome la salud de los bienes culturales, permanece intacto. El mismo que, tras amagues de renovación, en los hechos se tropieza una y otra vez, y vuelve a caer. Casi indefinidamente.
Una mirada a nuestro contexto patrimonial parece corroborar la afirmación. Nuestra legislación, aunque con avances, atrasa. Y los recursos -no ya los que se concentran en monumentos impares- difícilmente llegan a otros bienes culturales menos rutilantes, aunque esenciales para cada lugar o región. Cierto es que el Estado no es el único responsable de su conservación y que existen actuaciones asociadas con gobiernos locales o provinciales, o bien con sectores de la comunidad y con sus mismos propietarios. Pero aún así, está claro que su rol primordial en la salvaguarda patrimonial de los bienes declarados no lo puede delegar. Desde luego, el señalamiento no pasa por alto los logros alcanzados por quienes lucharon –con más esfuerzo que recursos– para salir de las anegadizas aguas en que hoy se debate el devenir patrimonial. Pero sucede que cada vez pesa más el inmenso el camino por transitar.
Otros países latinoamericanos ya lo han emprendido, como puede apreciarse en la ponderable tarea que realiza en Brasil el Servicio de Patrimonio Histórico y Artístico Nacional (SPHAN), creado en 1937, poco antes de nuestra Comisión Nacional de Monumentos y de Bienes y Lugares Históricos. A diferencia de esta última, el organismo brasilero no sólo ha progresado significativamente en la consideración antropológica, social y cultural del patrimonio; también posee una estructura de recursos humanos y económicos a la altura de la magnitud y distribución territorial de su cuantioso acervo cultural.
En nuestro caso, queda claro que la actualización conceptual no ha sido acompañada por otras cuestiones de similar importancia, como son la profunda revisión del marco legal de protección y la asignación de recursos para la conservación. Creemos que el actual momento presenta condiciones por demás favorables para salvar estas viejas asignaturas. Por una parte, la cultura ha merecido su tan ansiado Ministerio; se han producido actualizaciones en la valoración de los bienes y la comunidad en general cada vez más reconoce a éstos como parte de su propia historia. Es decir, elementos materiales e inmateriales, que no es necesario sacralizar y menos aún desproteger.
Días atrás, en un encuentro sobre patrimonio industrial en Bogotá, un grupo de especialistas de las universidades organizadoras reflexionaba acerca de la cuestionable “patrimonialización” del pasado. Entendían por tal las declaratorias que sin ton ni son se habían hecho años atrás y las contrastaban con la ruinosa realidad que aquejaba hoy al universo declarado. Queda claro que no se trataba de un debate sobre Alois Riegl y su obra. Era simplemente corroborar que las normativas de protección, por sí solas, solo eran una arista de la conservación y que su misión se relativizaba si no actuaban asociadas a otros instrumentos igual de importantes. Aunque chocante, la ironía del término reflejaba la cruda realidad: organismos sin instrumentos efectivos protección, débiles ante las presiones de la especulación, sin autonomía de decisión y faltos de recursos para la restauración. En tal contexto, la condición patrimonial convertía al bien en un ente inerte, casi un vegetal, con los días contados.
De la reversión de los males aquí esbozados dependerá en buena medida que dicho término pase de infeliz calificativo a lo que naturalmente significa, una instancia esencial en el reconocimiento, rescate y conformación de la memoria e identidad de todos nosotros. Sí, la misma de la que tanto hablamos.
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