La tristeza de Ocampo
La interminable historia de la Villa Ocampo ya se estaba transformando en un símbolo de las dificultades de cuidar el patrimonio en este país. El incendio de esta semana termina de redondear el simbolismo: entre el fuego y el agua de los bomberos se terminó de estropear un edificio patrimonial por sus contenidos, patrimonial por sus asociaciones culturales, patrimonial por su misma realidad física.
Esto es porque la Villa contiene desde un cuadro de Prilidiano Pueyrredón hasta una biblioteca de Victoria Ocampo. También porque por sus habitaciones pasó buena parte del quién es quién de la cultura argentina de una época, además de viajeros de lujo. Y finalmente porque es una quinta no sólo intacta –en el sentido de que no fue vandalizada para “modernizarla”– sino además equipada, amueblada y hasta pintada o empapelada de época. Un artefacto peculiar y escaso en este país donde cada año se inventa la pólvora.
Las precauciones de Ocampo no lograron salvar su casona. El recurso de donársela a la Unesco la puso fuera del alcance de la piqueta nacional, pero no alcanzó. Villa Ocampo nunca llegó a ser la residencia de artistas que su dueña quería o un centro cultural vivo. Ni siquiera, proyecto más modesto y pasivo, pudo ser un museo abierto al público. Quedó en un limbo de proyectos, de ONGs peleadas, de supervivencia.
Un cortocircuito de sus viejos cables casi la destruye.
Valga la advertencia: si la casa se quemaba entera, estaríamos lamentando la evaporación por siempre jamás de un edificio irrecuperable, como ya tuvimos que lamentar recientemente la destrucción de un museo rosarino, donde predio y colecciones invaluables desaparecieron.
Argentina fue un país que generaba museos, colecciones, edificios notables, mujeres como Ocampo. Un patrimonio que se va delante de nuestros ojos, preocupación de pocos.