Sáb 16.03.2002
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Modernistas

El 150 aniversario de Antonio Gaudí invita a revisar la obra del movimiento que protagonizó y que acabó con una etiqueta casi irónica. Obras e ideas de una generación fanática de las catedrales y la artesanía que acabó creando departamentos, fábricas y alumbrados públicos para una ciudad que se industrializaba.

› Por Sergio Kiernan

Desde Barcelona

Este es el año Gaudí, año de festejos en esta ciudad que parece construida alrededor de los pocos y poderosos edificios que dejó el arquitecto nacido hace 150 años. Es, a la vez, una fiesta de la cultura catalana centrada en sus iconos materiales, una revisión de la obra de Antoni Gaudí, una restauración generalizada de ese patrimonio. Y es una oportunidad especial para repasar el notable conjunto de conceptos que dejó el movimiento contradictoriamente llamado Modernista, que a fines del siglo XIX y principios del XX creó una formidable camada de arquitectos cuyos nombres quedaron a la sombra del autor de la Sagrada Familia.
Como pocas, Barcelona es una ciudad transida por un estilo y una fase arquitectónica. Mientras la ciudad vieja mantiene sus callejas y sus plazas secas romanas y medievales, y el barrio de Gracia conserva el aire de la aldea autónoma que fue hasta no tan poco, Barcelona es definida por L’Eixample, el Ensanche decimonónico donde se experimentó con la creación de un urbanismo nuevo, una arquitectura propia.
El origen del fenómeno se encuentra en la Escuela Provincial de Arquitectura, creada en 1875 y copada desde el primer momento por un grupo de disidentes. Rivales de la escuela madrileña, enemigos cuestionadores del canon de las Bellas Artes, los catalanes crearon una filosofía de rescate del oficio de construir con mucho de maestro alarife medieval, un buceo en las técnicas y las tradiciones góticas, árabes, bizantinas, mudéjares, neoclásicas.
Un subproducto peculiar de esta ideología fue que alumbró verdaderos equipos, pequeñas sectas de arquitectos, herreros, vidrieros, albañiles, dibujantes y artistas centrados en figuras como Lluís Domenech i Montaner, profesor en la Escuela, y en graduados tempranos como Gaudí, Josep Martorell, Camil Oliveras, Josep Domenech i Estapa o Antoni Gallissa, todos titulados entre 1875 y 1885. Estas fraternidades trabajarían juntas en uno y otro proyecto, “prestándose” personal, interpolinizándose de ideas, construyéndose mutuamente residencias particulares, compartiendo y compitiendo.
Como se entenderá, la existencia de estos equipos estables le da a la obra de estos arquitectos una notable consistencia estilística: los edificios son fácilmente reconocibles. Otra consecuencia del estilo de trabajo es que las obras se producían integralmente: herrerías, lámparas, pavimentos, cerramientos, vidrierías, artefactos sanitarios y de cocina, mobiliario y hasta las macetas de los balcones se diseñaban y construían especialmente. Estos edificios “sin proveedores” resultan especialmente impactantes por perfecta coherencia de cada detalle.
Llamar “modernistas” a estos arquitectos es casi irónico. El Vaticano está activamente buscando la canonización o al menos la beatificación del muy devoto Gaudí, que se gastó la vida y el traje en erigir una catedral, la Sagrada Familia, con las técnicas de los maestros constructores del Medioevo. Gaudí, como sus seguidores y sus maestros, no tenía mucho uso para la modernidad y rechazaba francamente modulares y racionalismos. La suntuosa decoración que cubre cada centímetro de la obra de los modernistas, el tratamiento artesanal, arcaísta, de la ornamentación, la mezcla de estilos y el constante medievalismo de los planteos, son verdaderos manifiestos contra las máquinas de habitar y el utilitarismo.
No faltaban contradicciones y afinidades exteriores en este grupo variopinto. Varias de sus mejores obras son edificios de departamentos, forma moderna por excelencia, y los modernistas mostraron una verdadera afición por el alumbrado público, abrazando la todavía novedosa luz eléctrica con entusiasmo. Las farolas con flores y dragones de hierro, asentadas en bancas de mosaico, que todavía ornan el Passeig de Gracia, o los espléndidos postes con base de piedra del Arco del Triunfo, son muestras del dominio estético y técnico al que llegaron en esa tecnología.Ni hablar de las poéticas farolas de bronce usadas en los espacios comunes internos de sus edificios.
Entre 1870 y 1900, Barcelona duplicó su población, pasó del medio millón y se transformó en la “fábrica de España”, responsable por el 60 por ciento de la producción industrial del país. La flamante burguesía catalana impulsó un estilo propio e inconfundible en lo arquitectónico que reflejara esta nueva gloria local. Los edificios públicos –el palacio de la música catalana, la aduana nueva, el palacio de justicia, el delicioso hospital de San Pau–, los monumentos, las avenidas del Ensanche, todo mantiene la marca de este período, todo es modernista. Apellidos como el del industrial Güell quedaron asociados a las residencias privadas que Gaudí construyó para su familia, a algunos edificios de renta que financió y hasta a fallidos proyectos especulativos, como el Parque Güell, country club que acabó en plaza pública y patrimonio de la Humanidad.
La mejor manera de conocer este conjunto es recorrer la ciudad guía en mano, notando los apegos al Art Noveau, al medievalismo –como el edificio de las cavas Codorniú, verdadero claustro de piedra y ladrillo– a la marca árabe en España. Por el año Gaudí, el Ensanche será recorrido constantemente por buses con guías, parando en sus obras paradigmáticas -la Pedrera, la casa Battlló–.
Y si no hay modo de irse por Barcelona, paciencia: los ecos del estilo llegaron aquí. El Casal de Cataluña es un edificio puramente modernista, mientras que el Club Español de Bernardo de Irigoyen y el patéticamente semidemolido hospital de la avenida Belgrano muestran a las claras su influencia.

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