La casona de Mansilla
Cerrada y en un limbo, el magnífico edificio que fue del escritor y albergó por décadas al Normal 10 se salvó de un proyecto especulativo, pero quedó a dos aguas entre la piqueta y la preservación.
Por Sergio Kiernan
Dormida junto a la vía, en uno de esos rincones de Belgrano medio inaccesibles de tanta barrera y calle cortada, sobrevive con sus gatos la casona que fue de Lucio V. Mansilla. Es una mansión finamente italiana, que no cuesta imaginar por qué enamoró a su dueño aventurero, conversador y escritor: es elegante pero a la vez cálida, un tipo de edificio para vivir a lo grande pero también para ser feliz.
Para los vecinos, el edificio es más bien el Normal 10, ya que esa escuela lo ocupó entre 1915 y 1982. Fue justamente un amplio sector de esos vecinos que creó una ONG y se movilizó para salvar a la casona no tanto de la piqueta como de uno de esos proyectos inmobiliarios tan a gusto del menemismo.
El caserón de Mansilla perteneció por muchos años a una familia que se lo alquilaba al colegio. Pese al intensísimo uso que le dan cientos de chicos y adolescentes a un edificio, la residencia resistió bien. Sus pavimentos de hidráulicos floreados siguen ahí, como sus barandas, puertas interiores y hasta los altos espejos en las curvas de las escaleras. Un vistazo al edificio –que está cerrado y de acceso difícil si no imposible– no permite ver a simple vista ningún deterioro estructural grave. Las fotos disponibles, de cuando se mudó la escuela, muestran que el gran vestíbulo de entrada sigue como lo conoció Mansilla: doble altura, con un vívido pavimento decorado, el primer piso volcado sobre la planta baja en un balcón perimetral con barandas de hierro que todavía exhiben en cada esquina una lámpara y, de remate, una gran cámara con una serie de ventanales amplios, recurso muy italiano. Con 1255 metros cubiertos, es un señor edificio.
La casa nació como Villa Esperanza entre 1870 y 1880 sobre un lote de 2633 metros que se mantiene intacto, en lo que era el pueblo autónomo de Belgrano. Verdadera mansión, con sótano y dos pisos altísimos, Mansilla la usaba como quinta de fin de semana y casa de veraneo, aprovechando la fácil comunicación con lo que era Buenos Aires y pasó a ser “el centro” tras la federalización. La casa tiene su fachada principal sobre el pasaje Golfarini, con vista a la vía, lo que le da una cierta perspectiva despejada y un triangulito de verde con una vieja vereda de ladrillos ferroviarios marcados “San Isidro”. Esta fachada presenta una entrada importante, con columnas y un pórtico. Por el otro lado, sobre 3 de Febrero, la fachada es más sobria pero imponente y la mayor distancia entre la casa y la vereda hizo natural que fuera el patio de juegos del colegio. Por ambos lados se conserva, más o menos en buen estado, la importante reja original.
Curiosamente, el tercer lado del terreno, el que da sobre Blanco Encalada, contiene una serie de edificios de planta baja, algunos evidentemente contemporáneos a la casa original pero más sencillos y pobretones, otros, como un chalet pintorescamente europeo, posteriores, pero todos conectados a la casa principal. En su momento, estas edificaciones fueron satélites del normal.
En 1982, como se dijo, la dictadura inauguró a escasos cien metros el nuevo edificio del Normal 10 –uno de esos horrores de hormigón y cerramientos de chapa doblada a los que eran tan afectos los militares, pero con un buen jardín– y comenzó la mudanza. La casona estuvo ocupada por un tiempo por el Normal, que lo usaba como sede para cursos de capacitación docente. Luego quedó vacío, estuvo varios años inútilmente en venta y fue ocupado por la asamblea local hasta ser desalojada. En el camino, fue codiciada por los Macri, que quisieron montar una sede de una universidad privada en el edificio y construir torres en el terreno.
Estos proyectos movilizaron a los vecinos, que buscan mantener la integridad del conjunto y sobre todo su uso público. La casa fue catalogada por el gobierno porteño con nivel de protección estructural en 1998 y en 2000 fue declarada monumento histórico nacional.
¿Qué pasó entonces? Simplemente, que todo pasó al limbo. Los dueños de la casona, la familia Panelo, exigen que se les pague lo que vale su propiedad, aproximadamente un millón y medio de dólares. Ni la Ciudad ni la Nación parecen decididas a pagar o renunciar formalmente a la compra. Y la casa está cerrada a candado, habitada por una tribu de gatos cariñosos y bien alimentados por vecinas.
Lo curioso del asunto es que la casa de Mansilla sería una obvia sede cultural o civil para el barrio. Está a metros de la casa de Yrurtia, una belleza de edificio que aloja la colección y el taller del artista. Y está a distancia de caminata de los museos Larreta y Sarmiento, y de los grandes centros comerciales de Belgrano. En vistas del impulso de descentralización que tiene la ciudad, el caserón podría tener un uso mixto como CGP o representación local, y museo o lugar de actividades culturales.
Y no hay que olvidar que la casa misma es un tesoro. Ya quedan pocas, muy pocas de este estilo italianizante tan amado por los porteños de la época, y casi ninguna de este porte, comparable al archivo que el Ejército mantiene en San Telmo, aproximadamente contemporáneo y claramente pariente de la de Belgrano. Además, el barrio se merece el gasto: hasta hace no tanto era un paraíso de casas de fuste, un muestrario de arquitecturas que fue destruido para hacer torres, torres y más torres.