Sábado, 26 de febrero de 2005 | Hoy
¿Qué pasó con la reconstrucción del Ground Zero, las manzanas neoyorquinas donde se alzaban las Torres Gemelas? Lo que empezó con idealismo y emoción se transformó en fábula con moraleja sobre la politiquería y la avidez comercial.
Por Sergio Kiernan
No es una revista de arquitectura sino algo mucho mejor: es una de las grandes revistas culturales del mundo, que cubre a la arquitectura como lo que supo ser antaño, una de las artes. La última edición de la New York Review of Books trae en tapa un artículo del crítico Martin Filler que explica “Por qué el diseño para el Ground Zero es tan malo”. La nota es un comentario sobre varios de los libros que toman la historia del atentado a las Torres Gemelas en el punto en que las torres ya están derruidas, y también una saga deprimente de política, diseño, egoísmo e ilusiones perdidas en la banquina.
Martin Filler es el crítico de arquitectura de la revista House & Garden, una de las de mayor circulación dedicada a la decoración, y de The New Republic, un respetadísimo medio dedicado a la política y la cultura. (Qué notable que la NYRB o The New Republic no sean revistas de arquitectura pero tengan un crítico especializado, y que en Estados Unidos, como en todo el mundo civilizado, nadie piense que sólo los arquitectos pueden escribir sobre arquitectura.) También es un veterano observador de infinitos concursos públicos y privados, y un cínico –o un curado en salud– de sus resultados.
Aquí hay un tema ya tradicional. Filler arranca recordando un concurso realizado en 1922 para construir la sede del diario Chicago Tribune: el concurso hubiera sido completamente olvidado si no hubiera pasado a los anales como “el que perdieron” Eero Saarinen, Walter Gropius y Adolf Loos. El diario estuvo por muchos años en un tibio rascacielos neogótico que ni de estreno tenía algo que decir. Otros casos que cita Filler son el del Centro Getty en Los Angeles, de tal tamaño que dejó crudamente al descubierto las limitaciones de su ganador, y la torva historia de la terminación del nuevo Museo de Arte Moderno de Nueva York, que sacaron de quicio a su perfeccionista autor, acostumbrado a dar un toque exacto a obras mucho menores.
La historia de los “16 acres” donde se alzaron las torres es todavía más complicada e incluye la paulatina desaparición de escena de sus dos protagonistas tempranos, Daniel Libeskind –ganador del proyecto de “Cimientos Fundamentales”, punto focal de la obra– y Michael Arad, que concibió el monumento a las víctimas.
Para entender el problema hay que conocer a los protagonistas. Uno es el gobernador del estado de Nueva York, George Pataki, un político que se encontró flanqueado y ninguneado por el intendente de Nueva York en el momento del atentado, Rudolf Giulani. Enfermo de cáncer y en el final de su carrera política, Giulani se transformó en protagonista desde los primeros minutos de la tragedia, siempre presente y exhibiendo un espíritu de lucha que reconfortó a la shockeada ciudad. Pataki –como George Bush, por caso– quedó en bambalinas.
El segundo protagonista es Michael Bloomberg, que tuvo la desgracia de suceder a Giulani en la intendencia y ha desarrollado un visible complejo de De la Rúa. Y el tercero, y menos conocido, es el inmobiliario que manejaba las Torres, Larry Silverstein, un ilustre desconocido que firmó contrato para subalquilar el simbólico complejo unas pocas semanas antes de que los aviones lo destruyeran. Silverstein pagó 3550 millones de dólares para manejar las Torres, que son propiedad de una empresa llamada The Port Authority of New York, que a su vez pertenece al Estado de Nueva York.
Con las ruinas todavía humeantes arrancó una esperable división de intereses. Por un lado, el de los parientes de las más de 3000 víctimas, que querían –junto a la mayoría de la opinión pública del país– que las manzanas donde estuvieron los edificios fueran un memorial. Es que los cuerpos de la mitad de los muertos jamás fueron encontrados, y la tierra que ocuparon las Torres es una suerte de tumba colectiva. Por otro lado, estaban los que enseguida opinaron, por convicción o interés, que Nueva York no podía perder semejante pulso comercial y que había que reconstruirenseguida. Silverstein, en los más de tres años desde el desastre, cobró 3550 millones de dólares de seguro y luego consiguió 1100 más ante las cortes federales. El Estado de Nueva York se negó rotundamente a regalar la tierra e impulsó la reconstrucción.
Claro que con sensibilidad y “arte”, ya que el lote no era cualquier terreno. Cuenta Filler que apenas una semana después del atentado, la crítica Ada Louise Huxtable escribió en The Wall Street Journal que “Nueva York es una ciudad incapaz de hacer un gesto grandioso y apropiado que sirva al interés público, si el gesto cuesta dinero. Si ahora pasa lo que siempre pasa, habrá un debate que llevará a una ‘solución’ en la que los principios se olvidan y se pierde una oportunidad épica. Con la mejor de las intenciones, la Sociedad Municipal de las Artes, perro guardián de la calidad de vida urbana, hará un concurso de ideas para determinar qué hacer con este terreno. El concurso resultará en una linda exposición, debates y seminarios. Todo esto será completamente ignorado por los poderes que estarán haciendo planes para grandes obras bajo la bandera de la reconstrucción física y simbólica. Habrá eco en la prensa, cartas de lectores a favor y en contra. La municipalidad, dividida entre la gloria y la codicia, tomará la decisión política de autorizar las obras pero con un monumento: un monumento en algún parquecito en un rincón, algo que sea financieramente inofensivo”.
Palabra más, palabra menos, es lo que sucedió. Como cuenta Philip Nobel en su libro 16 Acres, se hicieron asambleas multitudinarias donde los neoyorquinos ventilaron su idealismo y aplaudieron proyectos lumínicos, profusamente cubiertos por la prensa mundial. Los pocos vecinos que habitan el centro financiero de Manhattan pidieron que se hicieran también viviendas, para que el barrio no muriera absolutamente de noche. Los parientes de las víctimas juraron guerra eterna a los que hablaran siquiera de cubrir los cimientos de las torres –dos cuadrados de 70 metros por 70 cada uno– al grito de “¿cómo se puede siquiera pensar en construir encima de donde sus almas gritan?”.
El gobernador Pataki inmediatamente tomó el poder en todo lo que hiciera a la reconstrucción, los monumentos o las ideas. No sólo los dueños del terreno, la Port Authority, le responden directamente, sino que además creó una comisión mixta donde se reservó la parte del león. El primer año de trabajo avanzó a un paso extraño, con demoras incomprensibles y apuros extravagantes. Es que Pataki quería ser reelegido a fines de 2002 y no iba a dejar que una obra le ensuciara la cancha. Este ritmo imposible resultó en diseños mal pensados e inferiores.
En este desorden aparece el israelí Daniel Libeskind, en dúo con su formidable esposa Nina, agente de prensa, administradora y generadora de ideas. Cincuentón, Libeskind venía no sólo de ganar el concurso para el Museo del Holocausto de Berlín sino de evitar que la obra se suspendiera por recortes presupuestarios, una verdadera hazaña de control político y sutiles aprietes al gobierno alemán. Cuando la comisión de Pataki abrió el concurso para un “Estudio de Diseño Innovador” para el sitio, Libeskind se presentó confiado, aprovechando al máximo las indefiniciones y contradicciones en las inmensas bases –cientos y cientos de páginas– para proponer soluciones a todo.
El concurso no tenía la más mínima obligación contractual pero el público, que lo siguió con pasión, no lo entendió así. De ahí viene la confusión, a la larga humillante, de que Libeskind “ganó” un concurso para reconstruir el sitio de las Torres. De hecho, lo único que queda actualmente de su proyecto es que los cimientos monumentales de las Torres derruidas quedarán expuestos, detalle que le ganó el apoyo de los parientes.
Pero alcanzó para que el mismo Pataki se metiera en el concurso y dejara afuera a los que sí ganaron, el equipo Think, formado por Shigeru Ban, Frederic Schwartz y el argentino Rafael Viñoly, al que terminó de torpedear una nota del Wall Street Journal diciendo que había “construido estadios deportivos para la dictadura militar”. El gobernador hasta sepermitió jurar, con el proyecto de Think en la mano, que “nunca voy a construir estos esqueletos”.
Libeskind pasó a ser una especie de celebridad mundial, cosa que no parecía disgustarle, pero las cosas se le pusieron serias. Resulta que el protagonista del conjunto no será ninguna de las estructuras o edificios que él diseñó, sino la Torre Libertad, diseñada por David Childs, del inmenso estudio Skidmore, Owings & Merrill, mejor conocido por SOM. El SOM es el estudio de rascacielos, la Microsoft de la arquitectura, el McDonald’s de las torres. Repetitivos, mediocres y olvidables, sus enormes predios ya pueblan China y Moscú, además de medio Estados Unidos. Childs es autor últimamente de la Worldwide Plaza en la Octava Avenida y del edificio Time-Warner en Columbus Circle, que Filler califica como “dos de las peores manchas que sufrió la ciudad en décadas recientes”.
Una de las cosas que hicieron Childs y SOM fue tomar la espira que había planeado Libeskind –de 1776 pies de altura, para simbolizar el año en que nacieron los EE.UU.– y transformarla en un sólido, rentable y feo edificio de oficinas con una especie de andamio permanente arriba para dar la sensación de elevación original. Libeskind tuvo que conformarse con el título de “arquitecto colaborador durante las fases de concepción y planos”.
Para peor, haber ganado 1100 millones en las cortes le permite a Silverstein encarar otra torre en los 16 acres, además de repartir edificios menores para consuelo general de los arquitectos. El Estado intervino para que algunos museos, compañías de danza y galerías, bastante menores, se muden al área para darle “vida cultural”. Nadie se acordó siquiera de construir algo para alquilar como viviendas.
En resumen, todo terminó exactamente como profetizó la crítica de The Wall Street Journal, en un negocio más. Como dice Filler: “Lo que pudo ser una maravillosa muestra de urbanismo creativo –haciendo participar a un público con una inusual conciencia de la importancia de la arquitectura y con hambre de construir un símbolo duradero– terminó por la pequeñez política y la codicia de unos pocos transformado en otro trabajo mediocre”.
Y lo peor es que en Nueva York sobran las oficinas, por lo que el Estado le dio un subsidio a Silverstein para que sus obras sean viables.
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