La pelea de los restauradores
Sus “pacientes” tienen hasta fichas médicas y reciben radiografías, en una lucha contra la entropía y el tiempo. Un pantallazo de la poco vista tarea de los restauradores, gente con paciencia infinita y saberes amplios que, a contramano de tantos, salvan el pasado.
› Por Sergio Kiernan
Resulta que el pasado es frágil. Se lo comen las polillas, los bichitos de la madera, el fuego. Lo tapa el polvo, lo estraga el agua, lo destiñe el sol. Un codazo lo hace añicos y nunca falta el que se saca los nervios raspando con la uñita. Es una lucha perdida de antemano, como la del orden y el pasto corto, donde lo bueno parece antinatural y lo malo rutinario: las cosas se rompen, decaen, desaparecen.
No se lo digan a un conservador/restaurador, que es un miembro del pequeño batallón de los que pelean contra esta metafísica de lo roto. Es gente de un natural más bien sanguíneo, con un oficio que requiere mucha paciencia, mucho detalle, mucho conocimiento de tecnologías enrarecidas y también de ceras o barnices mezclados a mano, a la renacentista. Es también un oficio en el que nunca hay suficiente –presupuesto, tiempo, materiales, espacio– y eso lo hace no apto para dispépticos. La úlcera debe ser un mal profesional.
En el Museo Nacional de Artes Decorativas hay un taller de conservación y restauración que centraliza un poco el variopinto cuidado de sus 4000 muy variadas piezas de patrimonio. A diferencia de museos de arte y nada más, uno de artes decorativas guarda todo tipo de “sostenes” para la expresión. Hay cuadros de caballete, arte sobre papel de todo tipo, escultura y grabados, pero también muebles, porcelanas, cristales, metales, madera –mucha madera, combinando todo lo antedicho– y los francamente endiablados telares. Ni hablar del rompecabezas que debe ser conservar el museo mismo, con sus salones bellamente decorados con combinaciones de madera, yesos y pinturas.
Graciela Razé y Mariana Astesiano, veteranas de muchos trabajos de primer nivel y dueñas de curriculums interminables, están a cargo del taller del Artes Decorativas. Instalado en la bohardilla del palacio Errázuriz Alvear, en Libertador y con vista al ACA, es como todos los de su tipo –como el de Ohan Kalpakian, como el de otros museos–, verdaderamente un taller, con herramientas, frascos y mesas de trabajo donde yacen los pacientes, en este caso una madonna del 1600 y un espejo napoleónico con el águila descabezada, todo a medio limpiar, consolidar, rehacer.
También hay buen café y ciertos conceptos que hay que distinguir, por ejemplo ese de conservación pareado con restauración. La cosa es lógica: conservar consiste en dar los pasos para detener un deterioro inminente, bajarle el riesgo a una pieza que ya tenga sus años. En esto abarca tanto una mejor ventilación de un ámbito o una pieza, como una vitrina para evitar polvos y manoseos. Es el caso del Cristo con la cruz a cuestas de El Greco que orna el MNAD, cuya capa pictórica se desprendía imperceptiblemente y por causas desconocidas. Después de radiografiarlo, fotografiarlo, hacer estratigrafías –estudiar las sucesivas capas de materiales que forman una pintura–, analizarlo químicamente y consultar al Smithsonian en Washington, la tela del 1500 acabó en una caja semihermética donde se controla la humedad que recibe, villana en este drama. Lo que le pasaba al cuadro era que tenía una base de cola animal muy sensible a la humedad, que se iba hinchando y desprendía la pintura.
A su vez, la restauración consiste en llegar demasiado tarde como para conservar: la pieza ya está en emergencia. El “paciente” necesita “estabilizarse” y estudiarse para su “tratamiento” (y las metáforas médicas son de Razé y Astesiano, señoras de delantal). Aquí no se pueden aplicar definiciones demasiado amplias, ya que “cada caso es único y diferente”. Queda claro que el triage de pacientes es meticuloso, ya que los recursos son escasos y hay un número limitado de atenciones que este equipo puede dar cada año.
Actualmente, el MNAD está trabajando en dos proyectos. Uno es reparar La Virgen con el Niño y San Juan Bautista, una pintura sobre tabla atribuida a Luís de Morales, El Divino, pintada en España en el 1500. La bella pieza estaba perdiendo su pintura y estaba rajada gracias a una restauraciónrealizada en el siglo XIX, que acabó colocándole por detrás un entablillado. Estas maderitas reaccionaban frente a humedades y calores de modo diferente a la tabla que sostiene la pintura, de ahí los desprendimientos. Después de fotografiarlo de cerca, sacarle radiografías y sufrir discretos cortes estratigráficos, el paciente recibió tratamiento: se consolidaron los recubrimientos, se sacaron las tablillas movedizas y se colocó un sistema de mínimos tacos de madera para sostener las rajaduras. Es muy probable que la virgen reciba también su caja climática.
Otros pacientes formarán parte de un dormitorio estilo Imperio que el museo está preparando como una sala temática. En un dormitorio puesto tan por lo alto participan muchas piezas, de mobiliario y decoración, y en una de las mesas espera su turno un espejo de esos convexos, tan de moda todavía entre norteamericanos, que fue perfectamente redondo, dorado y tallado, con una feroz águila rampante en el remate. El paciente sufrió fracturas múltiples, anda descoyuntado y despiezado y al águila gloriosa le falta la cabeza, que será tallada nuevamente en el taller de restauración. Junto al espejo irá un sillón francés y decimonónico, al que le falta el asiento y el tapizado, y que tiene el respaldo rajado por intervenciones mal pensadas. La pieza será reparada en el taller y retapizada por uno de los proveedores externos del museo. Un tercer elemento del dormitorio, una columna de iluminación también francesa de madera patinada y con yeserías, también será reparada y consolidada.
Uno de los problemas de esta pieza son los insectos xilófagos, que se alimentan de madera y la dejan cribada, debilitada y como una esponja seca, lista a partirse. Estos bichos son un problema familiar en el museo, tanto que están planeando construir una cámara de desinsectación por anoxia, que asfixiaría a los insectos sin necesidad de químicos tóxicos que pueden alterar la pieza, son peligrosos y tienen una larga vida residual. Otra pieza embichada es un arcón francés que, pese a ser del 1600, mantiene un sólido aire medieval. Las patas de este cajón quedaron tan taladradas que ya no podían sostenerlo y el derrumbe era inminente. Además de matar bichos, se creó una invisible estructura de sostén que termina en patas ocultas y nuevas: las originales cuelgan a milímetros del suelo, de vacaciones.
Estos trabajos pueden tomar días, semanas o meses, pero tienen en común una obsesividad por la documentación fotográfica y escrita de cada cosa. Como fichas médicas, los documentos permiten saber si un problema es reincidente o nuevo, quién y cómo intervino en tiempos idos. Las pistas permiten armar rompecabezas y sobre todo andar sobre seguro en el verdadero centro del tema: que se trabaja con objetos únicos, muchas veces valiosos más que nada por el tiempo que llevan por el mundo.
“En los últimos diez años se tomó mucha más conciencia y se valoriza más la restauración”, dicen Razé y Astesiano, hablando tanto de públicos como de privados y pensando en cursos, equipos interdisciplinarios y proyectos de carreras específicas, que todavía no existen al nivel que deberían en este país. Mientras tanto, ahí andan los tesoros cachuzos. Algunos tienen la suerte de caer en ciertas manos y volver a la vida.