Caído en desgracia, el tradicional Phoenix perduraba en la esquina de San Martín y Córdoba. A punto de reabrir como el Esplendor, el edificio ya muestra su fachada recuperada con cariño y rigor, hasta en sus carpinterías.
› Por Sergio Kiernan
Ahí andaba ruinoso, viviendo de sus amplias memorias y transformado en algo así como un hotelito con una ubicación privilegiada en la manzana superhistórica –recontra histórica, absolutamente histórica– de las Galerías Pacífico. Daba cosa verlo así, con su fachada italiana felizmente en su lugar pero caída y sucia, animado sólo por algún mochilero extranjero. Pero el hotel Phoenix le terminó haciendo honor a su nombre de pájaro mítico y está renaciendo de sus cenizas, con sus interiores vueltos a construir, un invisible piso más y el nombre de Esplendor.
El Phoenix tiene un lugar particular en la historia chica de Buenos Aires. Era el hotel de los ingleses, presente en las memorias de incontables inmigrantes como el primer techo en estas costas tan lejanas. En tiempos en que los buques todavía mezclaban chimeneas y mástiles, y amarraban casi en la bajada de Córdoba, los ingleses, escoceses, galeses e irlandeses repechaban la barranca de la avenida para llegar a la esquina donde se hablaba su lengua, se ayudaba en el aterrizaje en el nuevo país y se podía comer –si se traían una cuantas guineas– en el famoso Alexandra. Es que el restaurante del Phoenix, que honraba con su nombre a la reina consorte del primer rey inglés del siglo 20, era uno de los mejores de comida inglesa del país. Claro que esto suena bizarro –”comida” es un sustantivo que no se lleva bien con el adjetivo “inglesa”– pero eran tiempos en que el comedor de la terminal de Retiro era uno de los cinco mejores restaurantes británicos del mundo, junto a tres de Londres y uno de Hong Kong. El roastbeef con Yorkshire pudding porteño era cosa seria.
Para fines del siglo 20, el Phoenix ya no atendía a una comunidad inexistente y se limitaba a perdurar con precios acomodados, habitaciones pequeñas de altura desmesurada y un cierto encanto. Una serie de reformas sin ton ni son lo habían privado de sus baños pero habían dejado sus armarios descomunales, algún panel de buena mayólica, unas chimeneas con fondos de hierro colado, una estupenda escalera que parecía de madera pero era de metal y parte de sus sistemas decorativos en las áreas comunes. El restaurante ya ni se llamaba Alexandra pero todavía mostraba las columnas y las marqueterías originales. La entrada era un zaguán estrecho presidido por dos ménsulas en forma de máscaras femeninas.
Lo que no se veía era la falta de inversión del concesionario, que fue dejando que el edificio se deteriorara gravemente, pero que ni así logró seguir. El Phoenix quedó vacío y cerrado, situación de riesgo que en esta Buenos Aires todavía sin ley de patrimonio puede significar la piqueta, la reforma posmo a la moda o la tapera.
Por suerte, estamos en un boom turístico. Con su ubicación y su volumen, el Phoenix tenía dos cartas ganadoras para seguir en su oficio hotelero y sus dueños terminaron asociados al Grupo Fën, que lanza y administra hoteles como los Dazzler –cuatro en Buenos Aires y uno en Bariloche– y está lanzando los Esplendor con uno de 62 habitaciones en El Calafate y con el hasta ahora llamado Phoenix.
Pasar a ser Esplendor significó una obra de cierta entidad y con complicaciones nada menores. Primero, lo principal: la fachada del hotel fue restaurada con una prolijidad y un cariño ejemplares. La ciudad se ganó una esquina patrimonial puesta a nuevo en la que se puede leer cada voluta de cada ménsula y donde los rusticados tan pronunciados del edificio tienen una textura de material y no de capas y más capas de pintura. Es también una alegría volver a verle la cara a los severos atlantes que pueblan este edificio, con sus barbas líquidas y sus ojos feroces, limpios de lagañas.
Y un destacado y subrayado para el equipo de la arquitecta Liliana Brea y para el Grupo Fën: no cayeron en la cómoda fiaca de tirar las carpinterías del hotel con la excusa del ruido del tránsito y el control climático. Cada puerta-ventana del Esplendor es la original, vieja de un siglo, amorosamente restaurada y ajustadamente burleteada, con paneles dobles deaislamiento que funcionan de maravilla. Y hasta comentan que el costo final no supera el de reemplazarlas con la gastada y berreta perfilería de hoy...
Por dentro, el hotel estaba en estado crítico, intervenido una y otra vez hasta la locura, con serios problemas en su único patio, aunque estructuralmente íntegro, verdadero saludo a sus remotos constructores que lo asentaron sobre pilares de ladrillo y lo alzaron con una mezcla de hierros y muros autoportantes. Pero entre lo que había que cambiar para que el hotel fuera practicable y lo que el código exige para reinaugurar -y en esto, que implica considerables destrucciones patrimoniales, la ciudad sí que tiene ley y es estricta– del interior quedó realmente el Alexandra, el zaguán de entrada y el sótano.
Lo que se ve hoy al entrar es básicamente un gran espacio que toma toda la altura del edificio y se ilumina con dos claraboyas perimetrales, allá arriba, con pasillos alrededor y puentes al medio que unen cada lado y sirven de arribo a los dos ascensores. Los dos primeros pisos y la planta baja mantienen sus alturas monumentales, cinco metros mesurados apenas por un cielorraso que flota a un metro del real, escondiendo instalaciones y salvando al pasajero del vértigo. Los dos pisos superiores son apenas más bajos y sólo el cuarto es nuevo, cosa que no se ve porque la fachada lo oculta absolutamente.
Los patios y el piso superior, por supuesto, no son parte de la estructura original, que ni en sueños podría sostenerlos. Los grandes vanos centrales son formados por una estructura de hormigón que fue construida insertada en los muros originales, demolidos sólo cuando se completó lo nuevo. A esta ingeniería se le sumó una serie de losas muy livianas de hormigón y telgopor, que recubren en matrimonio consumado las bovedillas originales, muy gauchas ellas y ahí en su lugar.
Con más de 4000 metros cubiertos, el Esplendor tiene 20 suites, 3 vip y 29 habitaciones, todas con un dramatismo de decoración que avisa que este no es un hotel anónimo. Por ejemplo, las puertas de acceso tienen la altura de los cielorrasos, cuatro metros exactos. Abrirlas es una experiencia poco común hoy en día. Y las habitaciones más grandes tienen un jacuzzi colocado como si fuera un sofá, a mano de la tele. Al que le llame la atención que no se reciclaran los viejos armarios hay que decirle que fue porque ya no estaban: manos anónimas se llevaron hasta las pinoteas y las mayólicas del Phoenix, ni hablar de muebles y objetos.
Lo único a lamentar es que el local del Alexandra, que reabrirá como restaurante, no exhibirá su espléndido cielorraso, cubierto para esconder instalaciones con la excepción de aperturas que permitirán ver los capiteles corintios. Sí estarán a la vista las marqueterías y el último hogar a leña del edificio, con hierro y mayólica azul.
Pero en estos tiempos que corren, quejarse de eso es mezquino. Al contrario del vandalismo generalizado, el Esplendor recupera una fachada histórica de la ciudad de particular belleza y tradición. El hotel abre en cosa de semanas y ya se puede disfrutar de su exterior.
Para más informaciones sobre el Esplendor se puede visitar la página www.esplendorhoteles.com o www.fenhoteles.com
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