Sáb 09.07.2005
m2

La destrucción de Buenos Aires

La piqueta está cobrando nueva vida, ayudada por la reactivación. Perfectamente dentro de la ley se hace desaparecer el patrimonio y la identidad porteñas. Un recorrido sobre el marco legal, sus debilidades y proyectos posibles.

› Por Sergio Kiernan


La reactivación de la construcción le dio nueva vida a la piqueta: por todos lados están cayendo edificios viejos y valiosos para ser reemplazados por otros que siempre, siempre, son más grandes, más rentables y más feos. No importa el barrio, la zona o el nivel social, en Buenos Aires es muchísimo más fácil y rápido destruir que preservar. Lo único que el marco legal protege realmente son los 3000 edificios catalogados, una cifra importante en sí pero apenas una gota en el mar porteño, y el Casco Histórico, donde ya quedó más o menos claro que no se puede demoler. Pero en el resto de Buenos Aires se puede echar abajo cualquier tesoro con perfecta legalidad, ya que el único mecanismo real de protección es el largo y farragoso trámite de catalogar cada edificio individualmente.

Para ilustrar la actual crisis, se tomaron los dos petit hotel que ilustran la tapa de este suplemento. Ambos tienen mucho en común: están en uno de los barrios más caros de la ciudad, Recoleta, apenas a 100 metros el uno del otro –Callao al 1600, Rodríguez Peña al 1600–, tenían el mismo uso comercial, estaban en muy buen estado de conservación y son de una belleza, un lujo y un estilo que jamás volverán. De hecho, como ciertos árboles amazónicos, estos dos están entre los últimos ejemplares de su especie, pero no tienen un Greenpeace que proteste por ellos.

En el de Callao funcionó hasta hace muy poco un local de remates de arte y antigüedades en la planta baja, mientras que sus pisos superiores estaban vacíos. El edificio, de Gantner y Guilbert, verdaderos especialistas en este tipo de residencias palaciegas, era el último sobreviviente de una avenida entera que hasta hace medio siglo deslumbraba por su belleza y se componía esencialmente de casas particulares. Muy francesa, la casona se destacaba por su mansarda gris y su sistema ornamental, con unas máscaras decorativas que ahora van a enriquecer a algún anticuario.

La de Rodríguez Peña estaba en un estado envidiable, con su fachada en perfecto estado, sus hierros en orden y vitrales claramente visibles. Ahí funcionó un hotel de ventas especializado en remates de arte y antigüedades, y el caserón había sido poco alterado. Perfecto para una institución, el edificio tenía su planta baja de servicios, un primer piso bajo, un segundo muy noble con balcones y un amplísimo ventanal de cuatro hojas decorado por vitralerías intactas. Tan valioso es el sistema ornamental de esta casa que, como muestra la foto de esta página, comenzó a ser desarmada para vender sus elementos como antigüedades. No es capricho, de ambas casonas se pueden extraer elementos antiguos e importados que hoy valen fortunas en los mercados de arte.

Otra característica que comparten ambas destrucciones es que son perfectamente legales. El sábado pasado se publicó en este suplemento la sospecha de que la de Rodríguez Peña era clandestina, por la falta de cartel. La obra, ya con andamio y pantallas de publicidad, sigue sin su cartel de autorización de obra, lo que es una infracción, pero las autoridades de la ciudad explicaron prontamente que el expediente estaba en orden y era por demolición total. En Callao salvaron las formas con un cartelito hecho a mano con el número de expediente.

Y aquí viene la pregunta: ¿cómo puede ser que estos dos actos de vandalismo cultural sean legales? La respuesta es simplemente que el sistema legal porteño sólo protege edificios o lugares que hayan sido individualmente catalogados. Y esa protección es a su vez muy relativa. Con inteligencia, la ley limita el FOT, el Factor de Ocupación del Terreno, o en criollo la cantidad de metros que se puede edificar en un lote, de modo que no es negocio demoler una propiedad catalogada por lo poco que se puede construir en su reemplazo. Pero aun así si alguien, por capricho, demoliera un edificio histórico y aceptara construir menos, sería aventurado decir que se lo podría frenar.Entonces, fuera de las Areas de Protección Histórica de la ciudad porteña y fuera de la lista de 3000 propiedades ya catalogadas o en proceso de terminar de catalogarse, lo que reina es el más absoluto neoliberalismo. El arquitecto Ignacio Lopatín, director general de Planeamiento Interpretativo de la ciudad, explica que el Código de Planeamiento Urbano que rige en Buenos Aires –renovado hace poco– tiene una “ideología de que todo es para destruir”. Lopatín elogia la política de preservación de áreas históricas de la ciudad, pero explica que el marco legal “protege demasiado en algunos aspectos y nada en otros”. Así, quien interviene en un edificio catalogado o en una APH se encontrará con límites rigurosos y regulares intervenciones de la ciudad –cosa que los profesionales comentan, muchas veces con fastidio, que es una realidad–, pero fuera de la lista o la APH, todo vale.

Lopatín señala además otro problema. El nuevo código impone una serie de condiciones e instalaciones de seguridad, sobre todo para edificios de uso comercial o público, que hacen extremadamente difícil reutilizar un edificio antiguo. “Acá siempre se elige lo que haga más fácil demoler,” define el director general, “y eso es algo que tenemos que cambiar. El código busca una ciudad ideal, pero termina haciendo que se demuela lo que está degradado pero podría arreglarse.” Para solucionar este tema, Lopatín y su equipo prepararon un proyecto que flexibiliza las exigencias para edificios antiguos. “Queremos valorizar lo que tenemos,” explica el arquitecto, “es una ley de revitalización del patrimonio porque la única manera de preservalo es que sus dueños lo rehabiliten. Para eso tiene que ser viable económicamente. A la gente no le gusta demoler, pero no existen mecanismos para que puedan resolver sus problemas.” Fuentes de la Legislatura contaron a m2 que el proyecto de ley todavía no les llegó y que saben que ya tuvo por lo menos once versiones diferentes.

La Legislatura porteña es justamente el lugar donde se generan o van a para su aprobación las leyes que hacen al patrimonio, como la 1227 que fue aprobada hace ya dos años y sigue sin reglamentarse. Esa ley es la primera que define al patrimonio como entidad legal pero poco más. “Y además sigue sin haber sanciones al que viole o demuela fuera de la ley,” agrega Alicia Caruso, la legisladora del Frente Grande que preside la Comisión de Planeamiento Urbano, en cuyo abrazo cae el tema patrimonial. Caruso es psicóloga, no arquitecta, pero es la persona que hizo punta para salvar el Conventillo de la Paloma, perdió la batalla por el viejo café Izmir y se alegra porque es inminente que se vote la protección total del barrio inglés de Primera Junta y del edificio de Hipólito Yrigoyen 2563/75.

La legisladora explica que el tema patrimonio simplemente no figura en la agenda política de la Legislatura. Es raro el político porteño que siquiera lo mencione, rarísimas las iniciativas al respecto fuera de la comisión específica y verdaderamente excepcional que alguien tenga con qué oponerse cuando se las vote (una ventaja inesperada de la indiferencia). Para Caruso, esta frialdad hacia el tema no es más que un reflejo de la baja conciencia de la sociedad en general hacia el patrimonio. “Hace apenas veinte años que somos una democracia y sólo nueve desde que Buenos Aires se gobierna a sí misma,” hace la cuenta la legisladora, “por lo que realmente recién estamos empezando. Lo que se busca hoy es el máximo aprovechamiento de cada metro cuadrado. Las prioridades son efectivamente el lucro, conseguir excepciones a los códigos y la seguridad. En esto participan tanto las constructoras como las inmobiliarias y las asociaciones profesionales de arquitectos.” Una fuente que viene observando desde hace rato estos fenómenos desde adentro de la Legislatura coincide con Caruso pero desde el pesimismo: al parecer ni siquiera hay demasiados lobbies implicados porque la “desidia” les ahorra el gasto a los que buscan demoler.

Por desgracia, no parece haber tiempo para aprendizajes democráticos, porque la ciudad será demolida y reconstruida en el ínterin. Nadie tiene en mente un freno a esa lógica perversa que favorece la demolición y elnegocio (ver recuadro) y sigue sin aparecer la posibilidad de sancionar al que ignore la débil legislación actual. Lo peor es que desde el Estado hasta los que son amigos de la idea de preservar el patrimonio siguen diciendo cosas como que “la ciudad es un ser vivo que cambia”, vieja frase muy escuchada entre arquitectos que se dedican a demoler como medio de vida.

Pero en algo hemos progresado. Ya nadie dice que hay que demoler en nombre del progreso.


Los modelos de leyes

Si se quiere ver a un funcionario poner cara de asombro y menear la cabeza, basta preguntar si no se puede tener una ley general que simplemente prohíba demoler. Por ejemplo, poner una fecha límite (¿1950? ¿1960?) e invertir la carga del trámite: todo está protegido y el que quiere demoler/construir tiene que “descatalogar” el predio en cuestión. Automáticamente, el político dirá que no se puede, que no existe país en el mundo que tenga una ley así, que es transformar la ciudad en un museo y matarla.

Pero resulta que sí existe una ley así, que funciona perfectamente bien y lejos de hacer un museo de una ciudad ayudó a su éxito económico. Es la ley que protege la ciudad de Londres, clave en lograr esa mezcla de moderno y tradicional que es su gloria y fuente de ingresos.

La ley londinense –luego extendida al país– nació entre las bombas alemanas de la blitzkrieg. Caminando entre cráteres, un equipo comenzó una lista de edificios que deberían ser reconstruidos después de la guerra si eran volados por el enemigo, reuniendo fotos y documentación. La lista prontamente se dividió en dos grados, el I reservado a predios esenciales a la historia e identidad de la ciudad, el II a edificios interesantes en conjunto pero no necesariamente valiosos en sí.

Para la década del sesenta la lista se transformaba en la herramienta salvadora del invaluable patrimonio inglés. Todo edificio británico está en la lista o tiene que estarlo. Si alguien encuentra uno que no está en ella, tiene que ponerlo antes de lograr permiso para demolerlo o alterarlo. Los edificios en el grado I –la catedral de Westminster o el palacio real, por ejemplo– son intocables y sagrados. Los del grado II —subdividido en a y b– son prácticamente imposibles de tocar. El resto se conversa.

Pero esta conversación no implica que sea el Estado el que tiene que hacer el trabajo de catalogar algo para protegerlo sino que es el constructor el que tiene que preparar una propuesta para hacer lo suyo y presentarla para su aprobación. Por supuesto que en Gran Bretaña, como en todas partes, hay lobbies, excepciones, infracciones y otras agachadas, limitadas sólo por el artículo de la ley que obliga a reconstruir exactamente lo que se demuela, con la consiguiente ruina económica. Pero es evidente que la lista sirvió para salvar su patrimonio y francamente no se nota que se haya perdido dinero o vitalidad económica.

Lo que sí ocurrió es lo que viene ocurriendo en San Telmo, la única zona efectivamente protegida de nuestra ciudad: que las propiedades antiguas valen buen dinero y son cuidadas como una inversión valiosa. Lo mismo está empezando a pasar en Montserrat, declarado como zona de inversiones patrimoniales por el gobierno porteño y ya dando señales de revitalización económica, según los propios números del Gobierno.

Parece que las protecciones drásticas y genéricas sirven, funcionan y no dañan la economía de las ciudades. Y la Justicia, hasta en países férreamente neoliberales como Gran Bretaña, entiende y termina aceptandoque el patrimonio edificado es un bien social que puede ser protegido por la limitación del derecho a disponer de la propiedad privada.

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