En un tomo hermoso y amplio, un compendio de la Teoría de la arquitectura permite pensarla desde cuando era el Gran Arte hasta la desorientación posmoderna. Y darse un baño de belleza con una colección de imágenes raramente vistas.
› Por Sergio Kiernan
No debe de haber práctica más explicada que la arquitectura. Poeta es el que toma un lápiz y escribe hasta en el mantel de papel de una pizzería. Su obra existe entre las manchas de aceite y a lo sumo tiene que convencer a alg ún editor para que se le publique, para que la difunda. Pero la obra, digamos como objeto, ya existe. El pintor tiene más intermediaciones, pero puede cerrar una obra en la soledad de su taller, hacer un objeto que existe y es. El que construye tiene, con el compositor sinfónico, el camino más largo: del papel o la pantalla de la computadora, su obra debe pasar por varios estadios para ser realidad, estadios que implican convencer a los que ponen el mucho dinero necesario y que siempre pasan por equipos de constructores que la hacen realidad.
Es raro, entonces, que se produzca tan poca teoría de la arquitectura, especialmente cuando se compara con la que se supo construir.
El magnífico libraco de Taschen, Teoría de la arquitectura del Renacimiento a la Actualidad, es una manera estética de llegar a estas conclusiones. Con 89 artículos sobre 117 tratados de arquitectura, el tomo de 850 páginas es un festival para los ojos y un panóptico del pensamiento de lo que fue el Gran Arte antes de lo descartable.
Desde el índice nomás empiezan las cosas interesantes. El tomo está dividido por naciones –o por lenguas– y sin hacer mucha bandera aclara los tantos: la teoría arquitectónica fue erigida por Italia, Francia, Gran Bretaña, España y Alemania. El sexto capítulo, dedicado al siglo 20, permite el despunte de japoneses, norteamericanos y holandeses, entre otros. El siglo que acaba de terminar y en el que supuestamente se inventaron todos los ismos posibles queda mal parado: el 20 produjo menos obra teórica que los anteriores, aunque ciertamente produjo muchos más ismos.
Los primeros en teorizar sobre arquitectura fueron, para variar, los romanos, que no sólo entrenaron batallones de ingenieros y constructores sino que se dedicaron a meditar sobre qué hace bello a un edificio. De ese cuerpo teórico sólo se salvó una obra, Los Diez Libros de la Arquitectura, que escribió Vitruvio veinte o treinta años antes de Cristo. El libro, que pese a su título es más vale breve, fue fielmente copiado en la Edad Media pero no tuvo mayor influencia. Hubo que esperar la furia reinterpretativa del Renacimiento italiano para que Vitruvio reviviera.
Y lo hizo de la mano del inventor de la teorización moderna en este campo, León Battista Alberti, que impone la noción de que también en arquitectura hay que seguir el modelo de los antiguos y que Vitruvio es el cimiento. Las ediciones de los diez rollitos del maestro romano se suceden, su influencia avanza, las ilustraciones realizadas siguiendo sus descripciones se complejizan a medida que se desentierran y estudian más edificios de su época, y su influencia pasa a ser inmensa. Clásicos de la época, como los tratados de Serlio y de Palladio, le deben la vida.
Es que Vitruvio trae no sólo un repertorio técnico sobre cómo construir sino un marco estético simple y poderoso. Primero, que la arquitectura es una ciencia, una actividad estética pero racional, con base en las matemáticas y aspirando a la búsqueda de la verdad. Segundo, que la buena arquitectura cumple tres condiciones: firmitas, utilitas, venustas, solidez, utilidad y belleza.
Este marco se mantuvo hasta principios del siglo 19, cuando comienza a desintegrarse la unidad de estilo de las arquitecturas basadas en el clasicismo. Ese siglo es muy rico en debates estéticos y en producción gráfica, con la carpeta de diseños edificados o no como parte integral de la profesión. El golpe de gracia llega en el siglo 20, cuando se atosiga el debate de elementos no estéticos, como la tecnología y las teorías sociales, y se comete el suicidio cultural de renunciar a la decoración, la proporción, la belleza y la solidez. De la tríada de Vitruvio sólo queda en pie la utilidad, en el sentido de la ganancia y del uso práctico.Los autores de esta obra arrancan con el manuscrito de Battista conservado en el Vaticano y fechado en 1442. Italia, con justicia, inaugura el volumen y sigue con Averlino, Martino, Fra Giovanni Giocondo, Cesariano, Serlio, Vignola, Cataneo, Barbaro, Palladio (ilustrado con los grabados originales y no con los dibujos recientemente publicados en Inglaterra), Scamozzi, Guarini, Pozzo (un maestro de la perspectiva simplemente fantástico, muy aficionado a dibujar cúpulas por dentro), Rossi, Bibiena, Piranesi en su veta realista, de catalogador, Vittone y Milizia. Es un recorrido en el que se pasa de la simple alzada a la perspectiva más afinada, se ve la invención de la representación de plantas, del sistema de acotación y del dibujo en corte, y el paso del grabado de plancha de madera a la precisa reproducción en chapa de metal. También queda en claro el recorrido del clasicismo seco al barroco más zafado, y la creatividad y difusión de convenciones como la intecolumnación y el uso de estilos según la altura de los edificios.
El capítulo francés arranca con un curioso manuscrito medieval del 1200 repleto de esquemas técnicos para avitralar y ajustar la sillería, con muchas vistas parciales de la catedral de Reims. A partir del siglo 17, la producción francesa tiene un claro perfil pedagógico, con obras y más obras ordenando proporciones y ofreciendo soluciones en planchas y más planchas de portales, bóvedas, cartuchos decorativos, capiteles, panelería de interiores y otros elementos. En medio de tanta escolástica aparece el delirante inabarcable de Claude-Nicolas Ledoux, que antes de muerte en 1806 le dejó servido en bandeja todo a los “inventores” del siglo 20. Ledoux, que construyó poco porque lo suyo resulta inconstruible hasta hoy en día, inventó hasta la ciudad radiante y una casa que no es “de la cascada” sino que está construida dentro de una cascada: el agua cruza su terraza, controlada por un tubo monumental (ilustración de arriba a la izquierda; la de la derecha es su demencial proyecto para un cementerio).
Luego viene España, un país olvidado en estas lides pero de tremenda importancia en el siglo 16, cuando españoles como Villalpando se dedicaron a especulaciones como la reconstrucción del Templo de Salomón, supuestamente construido por el Dios Arquitecto, título de un maravilloso libro sobre el tema editado por Siruela. La búsqueda era la de una clave divina para el Gran Arte: si Dios es arquitecto, debe existir una manera perfecta, final, de hacer arquitectura. De este tipo de sueños surgieron realidades como El Escorial, un palacio más que místico.
El capítulo inglés está dominado por los grandes teóricos del neoclasicismo georgiano, como Colin Campbell –la ilustración de tapa proviene de su Vitruvius Britannicus– y James Gibbs, que tomaron el camino clasicista de Inigo Jones. Aquí entramos por fin en el siglo 19, con el neogótico de Pugin (“la verdadera arquitectura cristiana”) y con las lámparas de Ruskin.
Como este es un libro alemán, Alemania recibe una atención detallada, que arranca con Durero, el grabador que también era diseñador de fortificaciones y de piezas de artillería. En este capítulo también hay un pasaje, sólo que más rápido, de la moderación clasicista al rococó desaforado tan al gusto alemán, con la reacción neoclásica de Karl Schinkel a principios del siglo 19.
Y así se llega al siglo 20, que va de Sitte a Koolhaas pasando por Le Corbusier, Gropius, Wright, Kurokawa, Rossi y Venturi. Aquí aparecen fábricas e interiores comerciales, pulcramente ausentes en otras épocas excepto por las factorías ideales de Ledoux, pero a la vez hay pasajes en que casi ni se habla de arquitectura. También existen intervalos cómicos involuntarios, como el que ofrece Le Corbusier al comparar autos “modernos” con edificios clásicos para mostrar la necesidad de nuevas formas. Lo que hoy resulta anticuado son los autos, faetones descapotables que arrancaban con palancas. Ya se sabe que nada envejece tan rápido como la modernidad, y el capítulo final representa bien la búsqueda medio desorientada de la arquitectura sin canon ni paramento n
Teoría de la arquitectura del Renacimiento a la Actualidad, editado por Taschen, edición en castellano, 850 páginas.
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