Sábado, 20 de agosto de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
El hermoso edificio del Casal de Catalunya está siendo restaurado con rigor y cuidado, cuando está por cumplir los setenta. Es una pieza única del modernismo catalán de más alto nivel, un conjunto simbólico con tallas de piedra y mayólicas de lustre.
Por Sergio Kiernan
Una de las cosas agradables de esta Buenos Aires es que funciona como un gran libro de arquitectura a cielo abierto, uno de esos troquelados, tridimensionales. No es que sea la obra completa, porque ni esta ciudad porteña alberga cada estilo jamás intentado, aunque a veces lo parezca. Pero caminando sus calles y mirando con atención se va a encontrar cada cosa intentada por el hombre en esa época de “neos” –neoclásicos, neogóticos, neobarrocos– y pintoresquismos diversos en que fue construida Buenos Aires. Ni la piqueta ni la fobia estatal a proteger el patrimonio pudieron todavía sacarle ese encanto a nuestra ciudad.
El Casal de Cataluña (o de Catalunya, como campea en su portal) es una joya especial de este libro porteño. Es uno de los raros, muy raros edificios de inspiración medieval por estos rumbos que no tiene un uso religioso, y es el único verdadero edificio modernista catalán de Buenos Aires, un descendiente directo de la generación de Domenech i Bosch. Curiosamente, se trata de una remodelación.
El Casal arrancó en 1886 y en 1889 estaba instalado en lo que hoy es su edificio principal y mayor, Chacabuco 863. En 1909, y también con dineros de la familia Castells, inmigrantes y patrones de su comunidad, compraron el terreno de al lado y edificaron el anexo, que aloja la biblioteca Pompeu Fabra. A la vez, abrieron medianeras y alzaron la bonita escalera de honor dentro de un volumen noble de doble altura, y el restaurante con sus equipamientos. En 1927, el Casal pudo comprar todo el edificio, que compartía con una colección de entidades diplomáticas españolas y con la cámara de comercio, y comenzó a preparar una reforma profunda para caracterizar el edificio.
Es que la fachada era de un estilo italianizante muy de los años de 1880 que no tenía nada que ver con la sede cultural y social de una comunidad que había encontrado un lenguaje arquitectónico propio para expresar su nacionalismo. Barcelona ya era la ciudad espectacular que vemos hoy, con sus conjuntos de edificios únicos, irreductiblemente catalanes, un estilo al que el Casal adhería sólo con su pequeño anexo, churriguerescamente catalán y ornado de oros y gualdas.
Para 1936 se había juntado el dinero para comenzar la remodelación total de la fachada y de los accesos, y estaban aprobados los dibujos de Eugeni Camplonch y Julián García Núñez, el arquitecto “indiano” (ver recuadro). Iba a surgir una creación absolutamente única.
El Casal es un edificio sumamente complicado, de una planta diabólica. Es que el edificio en realidad aloja un cuerpo de departamentos de renta, al que se accede por la puerta central, el teatro Margarita Xirgu, varias salas de actividades culturales, un restaurante y ambientes para que los socios se junten. Esta complicación –hay que ver el tamaño del llavero de don Jordi, el gerente– se unifica con la rotunda fachada medievalista, equilibrada y seca. Son tres niveles y dos pequeñas torretas, revocadas con un cemento símil piedra de color claro y grano llamativamente grueso, en una superficie continua, sin bandas ni juntas. Esta base apacible es puntuada por las aperturas rodeadas en piedra tallada, lo que en el contexto porteño agrega a la rareza del edificio. En el primer piso y piano nobile, un balcón de buenas herrerías con cuatro pináculos muy elaborados une las tres aperturas centrales. El segundo piso tiene una altura más modesta y siete ventanas, las cinco centrales reunidas y con un aire a loggieta. El remate del conjunto son las torretas laterales, unidas por un original alero de tejas y maderas que, en su parte de abajo, exhibe unas vívidas mayólicas con los colores catalanes.
¿Qué le pasó a esta fachada? Siete décadas con mantenimientos parciales o ninguno lo mostraban con sus cementos degradados, agrietados y con muchos desprendimientos. El alero estaba en estado crítico, había chorreaduras diversas y un estado muy porteño de suciedad urbana. Los arquitectos Fernando Mosquera y Pablo Ojeda prepararon un plan de trabajo para poner en valor la fachada histórica –protegidísima, por una vez en la vida– y también para iluminarla como se merece en esa cuadra más bien oscura.
Lo primero, como siempre, fue un prolijo y delicado lavado con agua a presión regulada, para pasar a tomar las muestras de reposición de material. En esta etapa intermedia del trabajo, la fachada ya tiene sus cementos completados y su alero a nuevo, después de reemplazar sus maderos –pinoteas apiladas hasta lo inverosímil y clavadas con hierros forjados especialmente– y más de un centenar de sus tejas. Las mayólicas, como suele suceder, estaban intactas. También se retiraron las celosías que, después de lavadas y atendidas recibieron antióxido y una primera pintura en el marrón original, y vuelven a proteger las carpinterías, ya intervenidas.
Ahora se están volviendo a lavar las tallas de piedras que rodean las aperturas, especialmente las del primer piso, que merecen un párrafo aparte. Es que las cinco aperturas –dos ventanas laterales y tres puertas al balcón central– están flanqueadas y coronadas con tallas de piedra caramelo, blanda y porosa, realizadas a mano y todas distintas. En una se ve dos niños leyendo juntos, en otra un gato que persigue a un ratón, en una tercera a un anciano leyendo un papel. Este hermoso conjunto se atiende con delicadeza y cuidado.
Para el final quedan las herrerías, en tan buen estado que sólo necesitan un lavado y pintura, y la problemática planta baja: los vándalos ni se fijan en que el Casal es de piedra en ese nivel, y las aerosoladas abundan. Mosquera y Ojeda ya saben que les espera un largo y delicado trabajo de limpieza de estas placas maltratadas.
En el anexo, la situación era más crítica. El pequeño edificio de la biblioteca exhibía una inexplicada grieta diagonal en su coronamiento, en la que ya entraba un lápiz y que iba más allá del revoque. La casa estaba como descoyuntada, y las tres amplias ventanas de su balcón, que forman una suerte de bow window, casi no abrían o no abrían, trancadas por la deformación del muro. El ornado frente era un festival de patologías y roturas, que ya está siendo terminado a nuevo por los restauradores Laura Basterrechea y Alberto González, profesionales de mano segura que, una vez que el muro fue consolidado con llaves empotradas, comenzaron a hacer moldes y reconstruir motivos, a la vez que limpiaban y lavaban.
Este edificio contenía dos sorpresas. Una es que sus muros laterales alguna vez fueron azules, con una base de cobalto que se destiñó con los años hasta desaparecer. El otro es que sus mosaicos, que vistos desde la calle parecían simples azulejos o mayólicas, resultaron ser vidrios. Las superficies en oro estaban compuestas por teselas que eran un sandwich de vidrios y oro, imposibles de reproducir. Con sus molduras ya en orden, el anexo va a recuperar su color original –hasta se encontró el casi inhallable cobalto– y sus puertas ya cierran.
En fin, para fines de septiembre pueden bajar los andamios y el Casal puede recuperar su gloria original, destacada por un proyecto de iluminación que le haga justicia. Uno podrá pararse y leerlo, como se leen los edificios decorados con símbolos y figuras.
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