Parece que, como casi siempre, los primeros fueron los chinos. No tan extremos como los japoneses, que llegaron a usar papel como muros internos –lofts medievales divididos con mamparas virtuales–, los chinos comenzaron a revestir sus paredes con papeles pintados, tratados o impresos. Como la porcelana azul y blanca, como el jade y como la seda, el empapelado fue otro invento oriental que encontró una segunda vida en Europa.

El primer uso de estos papeles no fue para revestir muros enteros sino como una suerte de poster colgante. Los mismos chinos siguen usando hoy paisajes o retratos en formatos larguísimos, como si fueran rollos de empapelado colgados de un extremo. Parece que la fascinación para los occidentales era que esos papeles eran impresos, tecnología desconocida o imperfecta en Europa y que en el imperio celeste hacían ya de taquito. Como sea, el empapelado fue adoptado por entusiasmo por los europeos, tuvo épocas gloriosas y exageradas –como el período “arquitectónico” inglés del siglo XVIII, cuando se pusieron de moda motivos de edificios, a gran escala y con colores fuertes–, y épocas de abuso. La última gran moda del empapelado fueron los años ’60 y comienzos de los ’70, en que la cosa se puso psicodélica. Todavía hay en un bello edificio de Barrio Norte, cuya dirección hay que guardar, una biblioteca empapelada en esos años, con diseños de flor de loto canónicamente georgianos, pero realizados en furiosos naranjas y azules.

Luego fue el silencio, excepto en Inglaterra, que ama los empapelados, y en lo más grasa de Estados Unidos.

Aquí entra Vanina Mizrahi, una diseñadora que en los últimos años recreó las alfombras y que le empezó a dedicar su lápiz al empapelado. Mizrahi detectó que el empapelado está volviendo a usarse, pero con una intención diferente de la que campeaba antes. Convencionalmente, el papel reemplaza a la pintura, como un background continuo en un muro o ambiente. En este siglo XXI se siguen usando así, pero una tendencia design comenzó a romper esta convención con motivos tales como oficiales napoleónicos en uniforme de gala y a tamaño natural, en fondo blanco, para usar como una suerte de mural o punto focal. Por esta senda se metió Mizrahi.

La diseñadora también quería que volviera a haber producción nacional y con un fuerte contenido design, y darle otro golpecito a la complacencia minimalista, esa de todo blanco y vacío, a la que le tiene una cordial inquina. Sus papeles vinílicos son subidos de tono, pop, insoslayables, imposibles de ignorar, más que lanzados. Y es difícil pensar que puedan usarse para revestir ambientes completos: “Sé que me juega en contra comercialmente, pero mis papeles son para ambientes chicos, como un palier, un pasillo o un toilette, y no para un salón completo”, explica.

Los papeles de Mizrahi nacen en un cuaderno –de preferencia en un cuaderno favorito, bajo un árbol y sin presiones de tiempo– y pasan a la computadora y el photoshop para transformarse en originales de trabajo. La imprenta es la tradicional papelera Artemisi, que tiene una nueva generación produciendo cosas más jugadas, y Mizrahi todavía anda fascinada con el trajín del offset, las chapas de impresión y las rotativas a toda velocidad.

La inspiración es franca y asumidamente pop. “A mí me encanta el pop –explica Mizrahi, sentada ante una mesa de lo más sixties–, como el geométrico y el primer movimiento moderno. También me gusta tomar diseños tradicionales, como los florales, y transformarlos en algo nuevo.” Parece que es un gusto compartido: como las alfombras, vistas primero como algo muy jugado y ahora alegremente adoptadas en todo tipo de ambiente, los papeles “se usan, la gente los compra y los están usando”.