Sáb 06.06.2009
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Pobreza y patrimonio

› Por Jorge Tartarini

Curioso destino el de nuestro país. Cien años atrás recibía contingentes migratorios de una Europa jaqueada por el hambre y la desocupación. Al final del siglo pasado, son los hijos de esta tierra, muchos nietos y bisnietos de aquellos inmigrantes, los que recorrían el camino inverso, buscando bienestar en la patria de sus ancestros desde una asimetría total, cruel y selectiva. Asimetría porque, aunque hambreados, los que aquí llegaban eran europeos en una “tierra de promisión”; mientras que quienes se iban eran parte inconsulta de un devaluado “universo sudaca”. Una calificación que ya se percibe a poco de llegar, frente al mostrador de cualquier aeropuerto europeo.

Aquella antesala para extranjeros que era el Hotel de Inmigrantes del 900 no era lo más acogedor. Pero los anticuerpos para combatir el desarraigo no eran escasos. Aquello distaba del mundo feliz publicitado por las compañías de origen y eran épocas donde el trabajo infantil, el hacinamiento de las barriadas populares y demás atropellos a la dignidad humana eran moneda corriente. Pero aun así, en el cuerpo social existía cierta convicción –y también cierta creencia generalizada– de que, con ahorro, trabajo y esfuerzo las probabilidades de progreso no resultaban descabelladas. Y a juzgar por el volumen de lo construido, esta aseveración no parece haber estado tan lejos de lo real.

Pasó mucho tiempo desde entonces. Hoy las relaciones entre países son otras y no puede esperarse demasiado de los declamados lazos afectivos entre naciones. Sobre todo cuando el otrora emisor pobre se transformó en el receptor rico de hoy, y para colmo hiperselectivo.

Los efectos que han tenido las migraciones sobre el desarrollo del país en las últimas décadas son conocidos. Las sangrías culturales y sociales son un crudo testimonio de esa forzosa marcha hacia un lugar donde cualquier recuerdo se convierte en un lastre emotivo con el que hay que convivir y saber sobrellevar. Pero lo que tal vez pese más en la mochila de recuerdos sean las cuentas pendientes. Los proyectos inconclusos, lo que no pudo hacerse aquí, en lo colectivo y en lo individual.

No son cuestiones de fácil generalización dentro de un panorama enorme de casos. Pero se sabe que con las migraciones nuestro país no sólo resintió sus posibilidades de desarrollo social y económico, sino lo sustancial de su patrimonio, la gente que lo define, lo enaltece, lo acrecienta y lo construye día a día.

Crear mejores condiciones de vida, desalentando las migraciones forzosas y el desarraigo, constituye un imperativo social no sólo por las causas que todos conocemos. Es preciso tomar conciencia de que cada ausencia es un brazo menos en la empresa común de conservar y también hacer patrimonio. Pero los brazos ausentes no hace falta buscarlos fuera de nuestro país.

Cada habitante con necesidades básicas insatisfechas, además de un migrante potencial es un ciudadano con escasas posibilidades de conocer, valorar y disfrutar su patrimonio cultural. Y los resultados de las políticas neoliberales de los ‘90 dan una prueba acabada de ello. Sus huellas en el patrimonio cultural han sido claras: cuando no lo han destruido o tergiversado, lo han recuperado impecablemente, pero como verdaderas islas, vacías de contexto, divorciado del sentir y el vivir de la gente que le dio sentido.

Las estrategias de difusión, concientización, protección y recuperación patrimonial deberían contemplar este nexo indispensable priorizando la dimensión social del patrimonio. La dimensión de vida depositada en cada uno de sus espacios, sus chimeneas, sus ladrillos, por sus hacedores.

Preocuparnos por la salud de nuestros bienes culturales constituye un deber y una responsabilidad. Una preocupación que resultará doblemente gratificante si se opera por y para las comunidades que le dieron sentido. No sólo para evitar migraciones, sino como un saludable ejercicio de rescate y valoración interior.

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