El Museo Nacional de Arte Decorativo tiene en estos momentos dos magníficas exposiciones francesas. Una es la excepcional selección de esculturas de Jean Antoine Houdon del patrimonio del Louvre, que posee la mayor selección mundial de este francés del siglo XVIII. La otra es la que exhibe la creación, compilación, producción y hasta venta del famoso libro de Le Corbusier, Le poeme de l’angle droit. Tenerlas en el mismo edificio invita a ciertas comparaciones, y odiosas todas, entre la concepción del arte de cada uno de estos creadores.

Houdon nunca se puso en teórico y fue un artista sublime, un maestro de su técnica con una sensibilidad formal y expresiva rara de ver. La colección de bustos exhibida en el palacio Errázuriz asombra por su verdad emocional y logra la estatura de lo clásico en el sentido de atemporal. Basta pararse detenidamente frente a los retratos de su hija Sabine, capturada como una bebita y luego como una niña de cuatro años, para salir conmovido por lo que puede hacer un artista.

A metros de distancia, Le Corbusier resulta un pedante y un datado. Tal vez el artista más sobrevaluado del siglo, el suizo como artista plástico es un artefacto de su época que sufre el destino de tantos vanguardismos –-que no son lo mismo que las vanguardias– y envejece a una velocidad superior. El cubismo derivativo de Le Corbusier recuerda más a los murales del San Martín, casi contemporáneos y con la diferencia necesaria para poder imitar lo que era moda, que a Picasso.

Pero no hace falta apreciar al cuervo como artista para disfrutar de la muestra, que es un ejemplo de escolástica. Está un original del artesanal libro, desarmado para su exhibición sobre muro, más piezas sueltas, bocetos, imágenes en otros sostenes y hasta abundantes textos comentando o meditando la obra. De paso, la muestra sirve para explicar buena parte de la obra de Oscar Niemeyer: al salir del Errázuriz no cabe duda de que el epígono brasileño se compró un ejemplar apenas salido del horno. Y que lo usó.