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Sábado, 8 de febrero de 2003

OPINION

El problema es la ley

Hace un tiempo, en una ciudad llamada Buenos Aires, se caían algunos trozos de balcones a la calle. Entonces, instintivamente, un legislador (Griselda S. De Lestingi, para ser más preciso) cuya función, como todos sabemos, es hacer leyes, pensó en promulgar una ley para garantizar la estabilidad de los balcones, cornisas, consolas, capiteles y otros chirimbolos que suelen colgarles a las fachadas de esta ciudad.
Tal proyecto de ley, respuesta estentórea ante la oportunidad política, tuvo como redactor a un asesor de la Legislatura ligado a la conducción de la cámara que reúne a las empresas de pintura. El asesor es un arquitecto que carece de formación en patología de la construcción, en rehabilitación y en restauración de edificios. En consecuencia, muchos aspectos fueron ignorados y el texto de ley estuvo plagado de errores, advertidos a los legisladores por algunos de los asistentes a la Audiencia Pública de julio de 1999, los que desestimaron las críticas. Promulgada la ley, que llevó el número 257, los errores apuntados han vuelto inviable su aplicación.
La ley permite que cualquier profesional o técnico, sin conocimiento alguno de estructuras, patología, patrimonio y conservación pueda actuar en edificios de cualquier tipo, relevancia y antigüedad. Los informes técnicos no están encaminados inequívocamente a la conservación, como era de esperar, ya que se admite la demolición (“planchado”) de cualquier elemento decorativo que forme parte de fachadas externas e internas. La profundidad de los informes exigidos por la ley no está especificada. Los mismos suelen realizarse a partir de vagas observaciones oculares, lo que permite decir muy poco del estado real de elementos que están a una distancia importante del observador o directamente ocultos a su vista (como suele ocurrir con las estructuras portantes).
Por lógica, la evaluación de un revestimiento –más aún de una estructura– requiere de una investigación exhaustiva realizada a corta distancia y de cateos o –mejor aún– de ensayos no destructivos. Para desarrollar estas tareas hay que disponer de los medios de acceso (andamios, etc.), de los equipos y del personal adecuado. Esto implica un costo sensiblemente superior a los trescientos o cuatrocientos pesos que se están cobrando hoy por una presentación de la Ley 257 ante la Dirección de Fiscalización de Obras y Catastro. Una Dirección que, agreguemos, durante muchos años tuvo a su cargo infructuosamente hacer cumplir el articulo 6.3.1. del Código de la Edificación, aquel que obligaba a los propietarios de los edificios a mantenerlos en perfecto estado de usos, funcionamiento, seguridad, higiene, salubridad y estética.
Si se parte de una inspección correcta, de una evaluación adecuada de la situación y de la implementación de soluciones acordes con las patologías encontradas y con la significación del edificio, el plazo que medie entre una y otra revisión podría incrementarse sensiblemente. Esto disminuiría la carga para los vecinos de la ciudad. Como están planteadas las cosas hasta ahora, las autoridades locales lejos de solucionar la seguridad pública, en el mejor de los casos, trasladan esa responsabilidad a los profesionales que firman los informes. Y esto ante la pasividad de los consejos, sociedades y gremios que dicen representarnos.
Los edificios históricos de la ciudad se caen o los destruyen. También contamos para ello con la esmerada contribución de la Guardia de Auxilio del GCBA, que lejos de consolidar o retirar con cuidado lo que está por caer demuele brutalmente, acabando además con muchos otros elementos de las históricas fachadas. Elementos que, por su buen estado de conservación, suelen exigir el redoblado esfuerzo de los valientes funcionarios municipales.
* Arquitecto.

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