Una historia del edificio que construyó Barolo
Por Nicolás Fratarelli *
Con su fuerte individualidad expresada en el movimiento de su fachada, la masa de sus balcones, sus volúmenes salientes, la presencia de formas curvas, el predominio del lleno sobre el vacío y su estilo inclasificable, el Pasaje Barolo es parte del tejido urbano. Es un hito que se mimetiza con el conjunto, un Palacio que se abre a la ciudad.
Símbolo del capitalismo incipiente de aquellos días en que Alvear era presidente y la Argentina granero del mundo, su gran puerta invita a los peatones a atravesarlo. El pasaje, que une Avenida de Mayo con Hipólito Yrigoyen, lleva a sus visitantes a recorrer la galería comercial de su planta baja y a admirar parte del interior que actúa para afuera.
Más allá de ciertas reglas clásicas de composición para diseñar la planta del edificio, como por ejemplo el uso del número de oro y de la sección áurea, el Palacio Barolo es reconocido como uno de los iconos de la primera modernidad. Desde su inauguración en 1923, con 103 metros de altura, hasta la llegada en 1935 del Kavanagh (Sánchez-Lagos-De La Torre) con 120, fue el edificio más alto de la ciudad, superando el primer rascacielos porteño, la Galería Güemes (Francisco Gianotti), por 16 metros.
Su provocadora altura manifiesta la locuacidad del poder, porque desde el primer momento en que Mario Palanti (1885-1968), arquitecto milanés, se puso a las órdenes del empresario textil Luis Barolo, también italiano, se aprestó a crear el edificio más importante de la ciudad y a mostrar el peso económico de quien era dueño de la primera hilandería de lana peinada del país y de grandes extensiones algodoneras en el Chaco argentino.
Palanti, admirador de Dante Alighieri y estudioso de la Divina Comedia, dotó al edificio de numerosas referencias metafóricas y alusiones textuales de la gran obra literaria del artista florentino. A las tres franjas verticales que componen la fachada (una central que marca la torre y enfatiza su altura, y dos laterales que se toman el resto de la ciudad), le incorpora tres niveles horizontales, donde los principios de la arquitectura clásica de basamento, desarrollo y remate, se asemejan con los de la composición de la Divina Comedia: Infierno, Purgatorio y Paraíso.
Así es como, por ejemplo, en la planta baja, en el pasaje, allí en el infierno, cerca del pecado, vigilan el paso de los peatones unas ménsulas con formas de dragón que salen amenazantes desde las paredes laterales. O como en la parte superior de la torre, en el paraíso, cerca de la virtud, recortado en el cielo, se encuentra como remate volumétrico del edificio la representación de los 9 coros angelicales.
Más cerca de la tierra, alejado de Beatriz, cosido por un gran espacio vertical interno que los unifica, los tres primeros pisos se encontraban destinados a la residencia del mismísimo Luis Barolo, el resto era un sublime edificio de oficinas. Sus 22 pisos que se posan sobre grandes pies que lo sostienen estructural y visualmente, rematan en una estupenda cúpula que en su parte superior incluye un faro con todas las connotaciones simbólicas que por sí mismo tiene este elemento, como guía, como señal, como antorcha que muestra caminos, como linterna que informa sobre acontecimientos deportivos.
La singularidad del Palacio Barolo se nota en cada rincón. Mario Palanti se abocó a diseñar cada parte del edificio, proyectando desde los ascensores hasta las manijas de las puertas. Dejando así estampada su firma en cada fragmento de su creación, como lo fue haciendo en sus otras obras: el Hotel Castelar, el Cine Roca, el Banco Francés-Italiano, entre otras, y también en Montevideo con el Palacio Salvo, un clon del Barolo.n
* Arquitecto y docente.
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