Pasajera en trance
› Por Pablo Plotkin
Diez años atrás, para buena parte de la opinión pública mexicana, las piernas y curvas de Ely Guerra medían más que sus canciones. Dicho de otro modo, sus tetas llegaban siempre antes que su música. Un día, Ely decidió raparse, para que se dejaran de joder con eso de la–chica–linda–que-canta y empezaran a tomarla en serio. Había escrito su primera canción cuando tenía diez años, poco después de descubrir la poesía latinoamericana a través de una colección de libritos milimétricos que compraba en una “papelera” cerca de su casa. Creció en una familia de deportistas, con poca música alrededor, aunque su madre solía escuchar bossa nova mientras estaba embarazada. Su padre, Alberto Guerra, fue futbolista y después director técnico. Recientemente comandó el ascenso del pequeño club La Piedad, pero después de un par de derrotas consecutivas en Primera División, resolvieron echarlo. “El fútbol últimamente tiene una onda rarísima”, comenta Ely en un hotel de Buenos Aires, adonde llegó para promover la salida de 4, un EP que recopila algunas canciones de sus últimos dos discos.
Al igual que Julieta Venegas, Guerra pertenece a una microgeneración de cantautoras mexicanas que afilaron las uñas para defenderse de los prejuicios existentes en la industria musical del país. No es que Ely sea Angelina Jolie, pero al parecer tiene una imagen demasiado atractiva para los que piensan que belleza y talento son dos virtudes incompatibles. Leer para creer: “A las mujeres siempre nos gusta que nos chuleen pero, en definitiva, a lo largo de mi carrera, el hecho de que me vean como alguien bonito me ha perjudicado. No sé qué pasa cuando vemos a alguien guapo, lo vemos incapaz o algo así, como si nos diera algo de coraje, o envidia. De modo que al final ha sido una carga para mí, sobre todo en el momento en que se decidió –por así decirlo– que yo estaba dentro del rock”. Ely fue malinterpretada como un proyecto de diva pop cuando, en 1992, editó su debut homónimo, que incluía una versión del bolero “Júrame”. Cinco años después, cuando su compañía decidió promoverla como una artista de rock para el lanzamiento de Pa’ morirse de amor, comenzaron los cuestionamientos. “Pasé por una etapa muy ridícula en mi carrera”, recuerda. “La gente directamente me agredía. Como yo había grabado un bolero, me decían: ‘Ah, ¿ahora tú quieres ser rockera?’. Y yo decía: ‘No, mira, principalmente la palabra rockera me parece nefasta. Yo no quiero ser rockera, yo vengo a proponer música’. Entonces te agreden: ‘Ah, pero estás guapa... Tú no has de tocar la guitarra, tú no has de hacer las rolas...’. Hay que ir por la vida defendiendo tus créditos, y es muy pesado, porque te conviertes en algo así como de flojera, teniendo que demostrar todo. Fue por eso que en un momento me pelé a rapa. Anduve pelona a rapa dos años, porque yo llegaba a una entrevista, y automáticamente el reportero me decía: ‘Pero tú... ¿tú que no hacías pop?, ¿por qué ahora quieres ser rockera?’. Y no te dejan de mirar el busto, no te dejan de mirar la facha. Y yo terminaba hablando fuerte, peleando: ‘A ver, ¿cuál es tu problema?’. Hasta que un día me volé el pelo, y ahí las notas hablaban sólo de eso. Ahora ya estoy gozando de un equilibrio. La gente dice: ‘La Guerra es increíble y además es lindísima’. Ah, bueno, vaya, después de diez años lo logramos.”
Desde la pequeña consagración que resultó Loto Fire (1999), Ely es conocida por lo que verdaderamente hace: canciones electroacústicas, dolidas, de susurros, historias de amores perros y declaraciones de orgullo femenino. “Realmente no sé de dónde proviene mi nostalgia, mi melancolía”, admite. “La verdad es que soy una mujer con una vida muy normal, muy feliz, sé que tengo una familia increíble, la posibilidad de trabajar en lo que me gusta. No lo sé. Sólo sé que es algo que se revela en mis canciones y no puedo hacer mucho al respecto. Provengo de una familia muy sana, tengo un humor excelente, y sin embargo sé que soy medioermitaña, que me gusta estar en soledad, en silencio. No sé a qué atribuirlo, pero esas características se notan en mis canciones. Creo que me gustaría escapar de eso, hacer música más ligera, más bailable. Pero no me gusta pelear contra mi naturaleza compositiva. A pesar de que soy muy pacífica, en el fondo también soy una mujer atormentada, con mis propios monstruos, y definitivamente todo eso fluye.”
Mientras tanto, en México se prepara el lanzamiento de un disco con remezclas de sus canciones, a cargo de Bostich (Nortec), Tito de Molotov (su ex pareja durante cinco años), Toño (Control Machete), DJ Max, Meme de Café Tacuba y el argentino Jimmy Dolor, el ex Babasónicos asentado en el DF. En cuanto a mujeres, no hay muchas compatriotas que le interesen. “El punto de partida que yo escogí es muy personal, y eso hace que todo sea bastante personal: un proyecto muy intimista, muy femenino, que avanza de manera más lenta. Gente como yo, Julieta Venegas o Rita Guerrero (de Santa Sabina) somos apenas los cimientos para que, en adelante, carreras como las nuestras puedan desarrollarse de una manera más libre. Yo no compro discos de intérpretes de cuerpazo. Cuando aparecen en la tele, por morbo las veo. Es lo que hacemos todos. Siento que en Latinoamérica, a la gente le gusta Thalía por lo que provoca físicamente. Si separamos un poco cuestiones políticas, creo que el de Shakira es un proyecto que se defiende un poco más, porque es una tipa que escribe sus canciones, es muy joven. El otro día la vi por televisión y dije: ‘Qué cambiada, ya viene toda producida’. Pero al final es una mujer más real. Y cuando habla es mucho más coherente, no dice pendejadas, ¿me entiendes? Claro, la vida cambia, la tipa ahora tiene dinero, vive en Miami, tiene otro pedo en la cabeza, pero yo la separaría de las Thalías y las Paulinas Rubio de este continente. Ellas sí no proponen nada personal.”
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