HISTORIAS DE PIBES QUE CAYERON EN EL RECITAL DE CALLEJEROS
Todas las muertes, la muerte
Los muertos en Cromañón pertenecían a casi todos los sectores sociales. Sin embargo, un discurso prehistórico anda dando vueltas: intenta demostrar que la muerte de un pibe de la calle es menos dolorosa que la de un pibe “bien”. Ojo con eso.
› Por Mariano Blejman
Un discurso peligroso parece haberse instalado entre nosotros. Los padres lloran su dolor, los familiares acompañan el sufrimiento, la vida intenta seguir en medio de tanta muerte, en medio de tanta injusticia. Pero habría que estar atentos: hay trogloditas que acusan a algunos muertos de Cromañón de haber sido menos seres humanos que otros. Amparados en la impunidad del éter, o de la vorágine televisiva, o en el intolerante discurso del tachero fascista, señalan a los que cayeron en el recital de Callejeros con curiosos artilugios verbales, y logran algo absurdo: que los padres salgan a defender el valor de la vida de sus hijos. Durante estos días, en algunas marchas, en algunos medios, también varios familiares de las víctimas, dieron discursos argumentando que sus hijos habían sido “sanos”, “puros”, que no fumaban, ni tomaban y hasta habían estado allí por azar, o por acompañar a alguien.
El No recogió, a modo de homenaje, algunos testimonios de vida de apenas un puñado de los que cayeron en Cromañón. Un pequeño repaso por las historias recolectadas deja bien en claro que la tragedia afectó a todos los sectores sociales. Sergio Escobar, por ejemplo, tenía 23 años. Estudió en un colegio privado, tanto él como su hermana Griselda que le lleva tres años. Después del secundario trabajó en una estación de servicio, en una verdulería y ahora en el hipermercado Auchan de Quilmes. Su tía Beatriz dice, cuando lo recuerda, que no fumaba delante de la madre.
David Chaparro nació el 25 de marzo de 1990, en la clínica Eva Perón de Ramos Mejía. Fue el primer nieto, el primer sobrino, el bebé más esperado de la familia. Decía que quería ser el hombre de la casa. Le encantaba cocinar. Quería ser enfermero, había practicado natación en el club Portugués de Isidro Casanova. Estaba en Octavo año de la Escuela Nº 50 Marina Argentina, donde repitió uno. Su mamá lo iba a mandar a la escuela Don Bosco para hacer Mecánica de Aviación. Patricia González Cedrés tenía 21 años, trabajaba en Cromañón, pero prefería la cumbia. Con nueve hermanos, se fue de casa joven y comenzó a rebuscarse la vida en las calles. Su familia se mudó a Marcos Paz, pero se quedó en San Telmo con unos vecinos. Había empezado un curso de restauración del Gobierno de la Ciudad. Después intentó un microemprendimiento: poner un ciber, un kiosquito o una mensajería. Pero el préstamo no salió y ahí entró a Cromañón. Ana, su amiga, dice que le hubiese gustado ser fotógrafa.
Yamila Guevara jamás siguió a Callejeros, pero una amiga le pidió que la acompañara ese día. Nació el 15 de octubre de 1982 en el Instituto de Obstetricia de Once. Vivía en Villa del Parque, fue al colegio parroquial Nuestra Señora del Huerto, trabajó en una distribuidora de papel. Quiso ser abogada y comenzó a estudiar en la UBA. Su madre cuenta que “se daba con todos los niveles sociales”. Jacqueline Santillán tenía 29 años y había nacido en el Hospital de Clínicas en 1975, donde falleció el 30 de diciembre de 2004. De infancia humilde, logró terminar el secundario. Sus amigos cuentan que vivió en “quinientos millones de barrios” y ahora estaba con su pareja José Luis en Merlo. A ella sí le gustaba el rock: solía organizar recitales solidarios para los internos del Borda. Trabajaba de camarera en el bar Pepe, un delivery de Flores. Callejeros dio dos recitales en Cemento gracias a ella, un par de fechas donde se juntaron dos camiones de ropa y comida para el Borda. A Paola Linares, de 25, le faltaban dos materias en la Kennedy y estaba haciendo una tesis de periodismo sobre los “Nuevos grupos de rock”. Vivía en Flores, detrás de la estación de tren. Hizo el secundario en un colegio de monjas, fue camarera en el Bingo de Lavalle y también estudiaba locución.
Existe el riesgo, perenne, de intentar justificar el valor del dolor. Habría que poner atención a ese discurso: como si la muerte por asfixia tuviera escalas sociales, como si la vida de los pibes de la calle fuesen menos muerte que la de aquellos que estudiaron, trabajaron, no se drogaron ni fumaron. Sutilmente, un discurso autoritario desestima las vidas que desconoce: una especie de proceso de selección natural se encarga de los más débiles, los hace menos importantes. Ese es el mismo discurso que intenta diferenciar la muerte del pibe Bordón asesinado por la Policía de Mendoza, con la muerte de Axel Blumberg (y la resurrección de su padre), un pibe de zona norte. Hay que recordar la frase de Blumberg diciendo que ese caso era distinto, porque Bordón se drogaba. ¿O acaso hay muertes más valiosas que otras? ¿O acaso hay muertes menos muertes? ¿O acaso el fin de la vida de un callejero es menos dolorosa? ¿Hubiese sido menor la tragedia si en vez de rock hubiese sido cumbia? Hoy, el dolor es producto de la corrupción y de irresponsabilidades compartidas, y aunque el recuerdo es absolutamente necesario, nadie debería tener que justificar a sus muertos.