JOVENES, INMIGRANTES E INDOCUMENTADOS EN ESTADOS UNIDOS
Viven presos en el país de la libertad. Entraron como pudieron, clandestinos o con papeles que se vencieron, para sobrevivir en los suburbios estadounidenses. Un cronista del NO estuvo en ese mundo de spanglish, que ya llega a las 12 millones de personas.
› Por Mariano Blejman
(desde Los Angeles)
Se escucha a donde vayas: “¿Qué onda, güero?”. En una ciudad donde cada habitante tiene al menos un auto no deja de ser un síntoma de inmovilidad observar un barrio donde los carteles casi no usan inglés, y se puede estacionar tranquilamente. En la Avenida César Chávez, por ejemplo, hay lugar de sobra para aparcar la troca (spanglish de park the truck). Unas mujeres vestidas de cocineras ofrecen tamales, tacos y hot dogs en negocios adornados de manera rudimentaria, aunque la mayoría permanecen cerrados en este día caluroso al Este de Los Angeles.
Decir que es el barrio latino sería cerrar el espectro demasiado pronto a un fenómeno imparable. Porque los inmigrantes indocumentados ya no forman parte del barrio sino más bien de la ciudad. O del país. Siguen llegando como esa gota que empieza a caer por la fisura y ya no para hasta derrumbar el edificio. Porque esto es como una ciudad dentro de otra ciudad. Una de latinos, chicanos, espaldas mojadas, los permanentes recién llegados, expulsados del Libre Comercio que tan bien funciona en el Tercer Mundo. La otra ciudad pertenece a la lujuria, el mundo de alfombras rojas, de tremendas limusinas que empiezan a doblar a mitad de cuadra para poder seguir. Los mundos paralelos conviven: una ciudad oculta pero demasiado perceptible como para ser evitada por la ciudad visible.
Una capa de ciudad por debajo de otra capa, de otra ciudad, conformando una especie de emparedado de sueños que nunca se terminan de cumplir porque cada tanto alguien aplasta el sandwich y todo se va al diablo. Así parece Los Angeles, lugar de nombre latino. Un hábitat donde conviven todos los niveles de sueño posibles, el del éxito mundial para las grandes productoras, el éxito personal para los “ciudadanos”, el éxito de existir en las comunidades migrantes, el éxito de conseguir un puto papel que te permita ser alguien. Y cada éxito tiene su precio.
Ahora, el no está en un centro cultural ubicado sobre la César Chávez, en un barrio bien latino. Sobre un escenario, un grupo de rejuntados del resto del mundo come tamales y toma agua o jugo o cerveza, mientras escuchan un grupo de hip-hop “mixto” integrado por negros y mexicanos. Mestizaje purito. Eso vive Cintia que tiene 16 años, o Mario de 18, u Omar que llegó a cumplir 19. Los tres son indocumentados y participaron de las masivas marchas de marzo y abril pasadas, que juntaron cientos de miles de manifestantes por todo el país. Ya ni les importa dejarse fotografiar. Perdieron el miedo. “¿Qué van a hacer? ¿Echarnos a todos juntos?”, se pregunta Omar, desafiante. Es que justo hace dos días fue 4 de julio, día de la Independencia en Estados Unidos, donde unos 40 millones de latinos hacen patria a su modo. Porque esta vez la movilización se está poniendo masiva, como con las mujeres a principios de siglo y con los negros en los ‘60. El martes, entonces, fue el Día de la Dependencia para 12 millones de indocumentados, de los cuales casi 2 millones tienen menos de 18 años. Casi el 60 por ciento de los indocumentados son mexicanos, otro 20 por ciento se divide entre los países latinos y un 9 por ciento proviene de países árabes o asiáticos.
Pero algo parece distinto esta vez. Las multitudinarias marchas contra las leyes de inmigración, surgieron por un endurecimiento de la política inmigratoria: una de las torpezas republicanas más grandes de los últimos tiempos. Según un estudio del Pew Hispanic Center, en California, una de cada cuatro personas es inmigrante (entre legales e ilegales). Además, los indocumentados se han esparcido por el país, cuando antes se concentraban sólo en seis estados. En la última década han llegado cerca de 700 mil indocumentados por año.
Cintia nació en México, pero llegó con dos añitos: “Crecí aquí. Soy mexicana a medias porque nunca he regresado. no me acostumbro a platicar lo que platican allá, me considero mexicana-americana”. Mario también nació en México y llegó a Los Angeles con un año. “Esta es tierra de oportunidades”, dice al no por lo bajo, amparado en su tez morena. Omar en cambio es salvadoreño y llegó hace siete años: tuvo que esperar también siete años para volver a ver a su mamá. “Me mandaron a traer en el ‘99. Cuando viajábamos, no entendía bien lo que estaba pasando. Sabía que venía a reencontrarme con mi madre, pero no que estábamos quebrando la ley. Entramos por Tijuana. Caminando. Por el desierto. Mi mamá había llegado a principios de los ‘90 como resultado de la guerra de El Salvador, ella tuvo que escapar a las matanzas y vino aquí en busca de un futuro mejor.”
–¿Lo encontraste?
Omar: –(Hace un larguísimo silencio) Es una pregunta difícil. Estamos aquí, sobreviviendo. Hemos pasado hambre, hemos dormido en la calle. La cuestión de inmigración es un obstáculo para alcanzar nuestras metas.
Los Angeles tiene sus propias metas. “Si California fuera un país, sería la quinta economía del mundo”, dice otra salvadoreña, Xiomara Corpeno, militante de la Chirla (Coalition for Humane Immigrant Rights of Los Angeles), impulsores de las movilizaciones. “Necesitan mano de obra barata, y quieren sacar los más posible pagando lo menos posible”, cuenta ella al NO. Según Corpeno, a los Estados Unidos le conviene tener indocumentados porque “crea una fuerza laboral de esclavos. Por eso el gobierno siempre permite que siga. El desierto es el filtro: si eres fuerte, y puedes pasar, puedes trabajar en Estados Unidos.” El darwinismo social lo llamaría “selección natural”. “Hace poco invitamos al papá de una muchacha mexicana que se murió en la frontera y él estuvo recorriendo el desierto. Encontró seis cuerpos antes de su hija. Pero lo extraño, decía él, es por qué los agarran después que pasan. ¿Por qué no antes?”
Horacio Arroyo tiene 24 y es de Guerrero, México (“estado guerrero”, dice). Lleva nueve años en Estados Unidos porque sus padres querían “un futuro mejor para mí”. Pasaron con papeles temporales, pero se vencieron, y se quedaron. ¿Vale la pena? “Ahorita sí, pero cuando llegué no me sentía bien. no entendía el idioma, no comprendía por qué había luces con rojo, verde, amarillo en las calles.” Horacio es ingeniero aeroespacial y coordina la organización WiseUp!, algo así como Avivate. Arroyo coordina estudiantes indocumentados en pro de la legalización, para ingresar a la universidad. “Muchos se gradúan, podrían tener una buena carrera y regresar a la comunidad, pero no hay gobiernos que los apoyen y eso es talento que se está echando a la basura. Vienen a trabajar muy duro, pero les dicen que no pagan taxes, que son criminales, que somos culpables del 9/11, pero somos ciudadanos (bueno, algunos); a los latinos no nos reconocen como humanos.”
–¿Tenés papeles?
–Hasta ahora sí.
La locura. Mientras se discute qué hacer, siguen llegando. Todos los días. Amparados por la valentía de inescrupulosos coyotes, esos guías del desierto. ¿No los quieren parar, o no pueden? “Es la pregunta del millón. El problema de raíz son los Tratados de Libre Comercio que están afectando a nuestras comunidades, que destruyen las clases medias en América latina y que hacen imposible detener la inmigración”, denuncia Xiomara. Otra ironía: aun sabiendo que los Tratados de Libre Comercio son útiles para que los norteamericanos vendan más en países emergentes, éstos deberían contemplar, al menos, que esos países emergentes siguiesen existiendo. ¿O América latina seguirá invadiendo Estados Unidos silenciosamente? “Yo me vine hace nueve años –cuenta Marita–,porque me estaban ahorcando. no podía comer, no tenía trabajo, no podía sostener a mi familia, y ahorita también los están ahorcando a mis familiares.” A cuatro cuadras de Chirla, cerca de la McArthur Higway, los coyotes pasan dejando gente. Otros migrantes llegan como turistas y deciden quedarse más tiempo. Algunos piden asilo político y se los dan, otros no son “elegibles” se los considera fraudulentos y quedan afuera de cualquier legalización a futuro. “Pero no los van a parar”, dice Omar. “Aunque pongan el muro, no van a detenerlos. La solución va más allá, hay que trabajar para que nuestras economías sean sin libre comercio.”
Un familiar de Xiomara viajó desde El Salvador a Los Angeles en tres días por tierra: pagó 6 mil dólares, y tuvo suerte. La meticulosidad de su viaje fue impresionante. Todo sucedió según lo programado, y en cada combinación había alguien esperándola, se trataba de una organización muy profesional, detallista, pero desafortunadamente inescrupulosa. Se sabe cómo los dejan tirados en el desierto ante la menor sospecha de presencia policial, o los han secuestrado para pedirles más dinero a sus familiares. Una vez dentro de Estados Unidos, hay graves casos de esclavitud: “Vimos una señora muy hermosa que buscaba entre los ‘jornaleros’ a los más chaparritos, indígenas que no conocían a nadie, y se los llevaba al campo y los tenía como esclavos”, cuenta Xiomara.
Vamos a jugar fútbol en el Griffith Park. Las últimas revueltas han echado por tierra un lastre que los indocumentados venían llevando consigo: el miedo a tomar la calle. “Por las grandes movilizaciones ahora se discute la legalización”, dice Xiomara, que vino cuatro años después de su madre, indocumentada, en 1972, aunque su abuelita tenía papeles y eran otros tiempos. “Antes de las marchas se hablaba de la reforma migratoria, y ahora se habla sobre la legalización. La propuesta republicana era la HR4437 del Senado, que pretendía hacer un registro de indocumentados para luego organizar deportaciones masivas". Un Gran Hermano bien posmo.
“Después de la reacción, el Senado salió con la S2611, que no deja de ser simbólico. Divide las comunidades en categorías. Es solamente un truco, el sistema migratorio no va a poder lidiar con tantos casos. Estamos en un momento clave ahora para ver cómo impulsamos una legalización seria.” Cintia todavía recuerda cómo se sentía ella en esa compañía tan impresionante de gente. “Eramos una persona entre millones. Me gustó ver que la comunidad sí tiene esto en mente, porque a veces nos tratan de echar. Por fin han visto qué estamos tratando de hacer, de salir a las calles y mostrarnos.” Mario cree que los ciudadanos comenzaron a entender de qué se trataba ser indocumentado. “Salimos en las televisoras en inglés, las personas ciudadanas de este país vieron eso y ahora saben dónde nos encontramos. Estamos en su mente”, dice el mexicano, que siente el sentimiento anti-inmigrante de un país, curioso, constituido por inmigrantes.
“Aquí no podemos tener trabajos, ni licencia para manejar, ni papeles para recibir ayuda financiera para ir a la escuela, ni recibir otros beneficios. Eso sí, podemos pagar impuestos”, cuenta Omar. “Ahora, latinos, asiáticos y africanos estamos más unidos”, dice Horacio Arroyo. “Los estadounidenses siempre están afectando a una raza: a los asiáticos, a los latinos, a los negros. En la Segunda Guerra se encarcelaron a los japoneses, ahora les toca a los latinos y sobre todo a los árabes.”
Ahora bien, ¿realmente los indocumentados perdieron el miedo? “En algunos aspectos sí. Aunque antes entraban a inspeccionar los trabajos, ahora lo hacen puerta por puerta. También están espiando a una compañía y agarraron más de mil trabajadores en 26 estados que estaban pidiendo papeles falsos y pusieron en la cárcel a los gerentes de esa compañía”, cuenta Xiomara. Otra vuelta de tuerca a esta teoría del encierro en el american dream. “Hay personas que tienen papeles, pero no pueden salir porque son visas de trabajo. Los centroamericanos tienen visa temporaria de trabajo por emergencias, por terremotos. Y esas personas no tuvieron una vía de normalización: llevan quince años aquí y tienen que renovar cada año. Pero no eres libre de viajar a tu país; si sales, pierdes esa visa.” Algo así le pasa a Cintia. “Yo quería visitar a nuestra familia en México, pero no puedo. Estoy por hacerme residente, y no he terminado el papeleo. Ya llevo más de un año entregando papeles: me piden recibos de impuestos, para demostrar que he estado aquí y no le robé al Estado. O sea, has estado ilegal, pero está bien porque pagas. Me voy a graduar, quisiera pasar a la Universidad, pero necesito ayuda financiera. Tengo dos hermanas mayores, mis papás trabajan largos días, y están sin papeles. Hemos estado así 14 años.” Cintia no teme por ella sino por su familia. “Como hija, tengo miedo para mi madre. no sé qué haría sin ella si decidieran deportarla, tengo miedo de que ella se fuera, no me quiero quedar sola.”
Eh güero, yeah bro’. A pesar de los espionajes que denuncian organizaciones de derechos civiles, los inmigrantes siguen adelante y dividieron la lucha en dos andariveles distintos: por un lado, apuntan a concientizar a las comunidades no inmigrantes –¿será la white trash alguna vez minoría en este país?– y que entiendan que aun cuando se gane la legalización no va a resolver los problemas de pobreza. “El Senado trata de poner más protección a la frontera”, cuenta Horacio. Para el 4 de septiembre próximo moverán un millón de personas en cada ciudad grande de Estados Unidos. Las marchas son coordinadas por una red desde California a Nueva York. “Son 2 mil organizaciones. Pero no estamos listos para negociar, no se han dado cuenta de que tenemos algo que ofrecer. Por ahora nos estamos defendiendo, cuando el gobierno reconozca que es una comunidad tan grande, entonces sí podremos negociar.” El segundo andarivel es la movilización por el voto: “Es una de las campañas que ahorita estamos trabajando. Muchos hispanos son ciudadanos, pero no votan. Queremos que voten, que ejerzan su poder”, cuenta Omar. En noviembre habrá elecciones: los 15 millones de votantes migrantes en Estados Unidos (2,7 millones en California) ejercerán su derecho real. “Es un poder que todavía no hemos canalizado”, dice Xiomara. En eso están.
Chirla ha estado al frente del movimiento social pro-inmigrante durante muchos años. Son reconocidos por su trabajo con las comunidades inmigrantes. Tienen tres comités de base: Jornaleros, Trabajadoras de Casa, y Jóvenes, y difunden su trabajo en chirla.org. Pero también militan con otros grupos para proveerles información e involucrarlos en el movimiento. El otro aspecto de la ONG es el trabajo sobre las políticas que afectan a las comunidades inmigrantes. Comenzaron como una coalición de organizaciones en reacción a una gran Amnistía del ‘86. “Como ahora, pusieron una fecha límite y un montón de personas quedaron afuera”, cuenta Xiomara Corpeno, directora de Organizaciones. “Se le dio poder al patrón: le permite decir ‘pago 12 dólares la hora, pero eres indocumentado, te pago 5 dólares la hora y así nos quedamos’.” El 4 de julio, Día de la Independencia, los de Chirla fueron a San Diego, hacia el lado de la frontera, a manifestarse contra una supuesta audiencia pública en un Centro de Deportación: “No llevamos a nuestros miembros de Los Angeles porque no tienen papeles y cuando vienes de San Diego hay varios retenes, trabajamos con gente de allí. Estos payasos ponen a hablar a cinco personas y uno es un anti-inmigrantes de Amigos de la frontera, y luego dicen que hicieron audiencias públicas”.
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