NOTA DE TAPA
El rock siempre coqueteó con las drogas y el sexo. Y aunque alguna vez ese coqueteo fue trasgresor, hoy parece más bien una necesidad comercial. De la acidez de los ´70 a la dureza de los ´80. De la desintegración de los ´90 a la destrucción del paco en este siglo. Del sexo libre al ascetismo. En esta producción del NO, en los albores del maratónico Pepsi Music que empieza hoy, se propone un repaso histórico y actual sobre cómo tratan estos temas las bandas de ahora. De cuando el disfrute se convirtió en pertenencia, para luego hacerse camino hacia la expulsión. ¿Cómo trata el rock a sus adictos? “Lo primordial es el talento”, dicen.
› Por Juan Manuel Strassburger
La maratón del Pepsi Music comienza hoy. Una verdadera vorágine rockera dará sus primeros pasos, con una noche que cerrará con un concurrido “Homenaje al Rock Nacional”. Después, acontecerán diez días de puro glamour rockero. Entre toda la ingeniería dispuesta para disfrutar del sabor del encuentro (ehhhhh...), el NO se topó con una advertencia para las bandas under surgidas del concurso de selección que sirve para desarrollar un tema que parece obsoleto: ¿cuál es el lugar que ocupan el sexo y las drogas en el rock and roll? Dos ejes centrales en su historia. La cláusula quiere cuidar que sus shows “no promuevan ni glorifiquen el uso o abuso de drogas ilegales” o que, en todo caso, no se las represente “como una conducta destructiva y antisocial” (punto 5.1 del Reglamento Oficial para el campeonato de nuevas bandas). Más allá de las razones de la norma vinculadas al auge de los resguardos legales post Cromañón, la limitación artística más formal que otra cosa abre el abanico sobre algunas otras cuestiones (algo más incómodas) relacionadas con nuestro rock. Por ejemplo, ¿en dónde quedó la promocionada capacidad de hablar de lo que no se habla? O mejor: ¿sigue siendo transgresora la trilogía sexo, drogas y rocanrol? O, tal vez sea este el momento para que el rock pueda animarse a más.
Luego de Cromañón, los controles se volvieron cada vez más paranoicos y en algún punto se pasaron de rosca. De alguna manera, el endurecimiento de las normas llegó de la mano de una exasperación creciente por parte de autoridades, instituciones ¡y hasta padres! respecto de la realización de festivales cada vez más inocuos en su esencia (¿alguna comparación posible con los Barrock de los ‘70?). Consultado sobre esta avanzada, Daniel Melero reflexiona: “Meterles culpa a las drogas lo único que generó es más drogadictos. Es rol del Estado ocuparse de que el consumo se dé de la mejor forma y de que la gente no muera”. Sin embargo, tampoco se siente muy cercano a la tematización rockera: “Para mí no es de interés como lo trata el rock, porque para mí el rock es careta. ¡Prefirieron mil veces más que no hubiera canciones sobre lo lindo que es el consumo y que a cambio el Estado garantice que no haya drogas con cortes!”. Un grito en el desierto si se considera que la temática de drogas no sólo cuenta con una presencia decisiva en movidas tan dispares como la reggae (Resistencia Suburbana), la stone (Jóvenes Pordioseros) o la moderna (Victoria Mil) sino que, además, muchos grupos eligen nombres ad hoc para connotar vivencias químicas como Adicta, Intoxicados, Arruinado Pero Feliz, Fisura2 y Un Kuartito, entre otros.
Desde los famosos contoneos de Elvis por TV y las alusiones de Los Beatles al LSD en Lucy In The Sky With Diamonds (por nombrar a dos de los artistas más importantes del star-system de la época), la referencia a la sexualidad y la estimulación química siempre tuvo sus férreos enemigos, no importaba el grado de aceptación alcanzado en la cultura de masas. En Argentina, parte del fuerte movimiento beat representado por Los Gatos y Los Beatniks (entre otros) hacía hincapié en una sociedad distinta o menos hipócrita en temas como La Balsa o Rebelde. Con Escuchame entre el ruido, se animaba incluso a proclamar una sexualidad libre y no burguesa (“El hombre tiene miedo de su sexo también, niega la mujer que lleva dentro de él”, cantaba un alucinado Moris), aunque siempre de manera aséptica (sin insinuación farmacológica). Por supuesto, aquella movida surgida alrededor de La Cueva y La Perla de Once conocía las anfetaminas (que hicieron estragos en Tanguito).
Pero hubo que esperar recién hasta el primer Miguel Abuelo (Diana Divaga) o el propio Pappo’s Blues (Sandwiches de miga) para encontrar unas canciones que, en su propio relieve, evidenciaran un cierto viaje sensorial. “Está claro que los ácidos estimularon el surrealismo. Y que Javier Martínez (Manal) y Edelmiro Molinari (Color Humano) llevaron esas imágenes al rock de castellano, lo inventaron como poesía”, plantea el guitarrista glam Carca.
Manuel Moretti, voz de Estelares, agrega: “En esa época hubo todo un coletazo de las teorías psicoanalíticas, surrealistas y hippies que venían trabajando desde antes y que planteaban la apertura de la conciencia hacia otros estadios”. Quizás una buena síntesis de toda aquel cúmulo de información y posibilidades haya sido Spinettalandia y amigos, un álbum subestimado en su momento que sin embargo logró convertir una restricción (la obligación de entregar una grabación por contrato) en oportunidad alquimista: diseminar la luminosidad del Flaco entre los arrebatos hendrixeanos de Pappo. El encuentro no volvería a repetirse.
La vuelta de la democracia en los ‘80 trajo también el reemplazo de los ácidos por la cocaína y la consiguiente expansión transversal. “Yendo de la cama al living de Charly García me parece valioso como retrato del encierro cocainómano. También varias cosas de Virus, aunque con Superficies de Placer se hicieron oscuros cuando con Relax y Locura habían sido más alegres”, señala Carca. Para Moretti, “está claro que la observación dejó de ser lisérgica y entonces se perdió un poco la relación con la lírica más humanista, cambió el ángulo de la investigación perceptiva”. Lo cierto es que la nueva inspiración parecía abarcarlo todo.
Desde la new wave de Los Twist (“Salsa para vivir, salsa para ser feliz” en Salsa!) y Calamaro solista (Vi la Raya) hasta el underground (así se lo llamaban) de Los Redondos (Semen Up) o de, más tarde, Don Cornelio y La Zona (Cabeza de Platino), hubo un momento en que todos los temas que se componían parecían hablarle a “la blanca” o dedicarle sentidas letras de amor. “Si vos te fijas, eran todos temas que no sabías si hablaban de eso o no. No se terminaban de definir. Y aunque muchos por ahí piensen otra cosa, nosotros también jugamos con el doble sentido”, sostiene Toti Iglesias, de Jóvenes Pordioseros, la banda que justamente, en el último tiempo, se destacó por la exaltación tóxica. “En los ‘80 yo era guachito, pero mi primo me pasa mucha música y ahí conocí Polvos de una Relación de Virus, me encantaban”, dice. Y agrega: “Me acuerdo que Masacre en el Puticlub de Los Redondos, con esa frase que decía con pastillas en tren gladiador me daba algo de miedo, me parecía misteriosa”. Una ambigüedad que también contagió a la temática sexual: no sólo en los guiños gay de Virus, sino en la sensualidad de Soda Stereo (La Ciudad de la Furia) o la arenga libertina de Los Abuelos de la Nada (En la Cama o en el Suelo).
Por otro lado, Sumo, Ratones Paranoicos y Los Redondos —si bien importantes durante los ‘80— sólo lograron ser grupos verdaderamente influyentes en la década siguiente. Más precisamente cuando una nueva generación barrial post Vox Dei y Manal (La Renga, Los Piojos) tomó de Juanse su vocación callejera (Pesado Burdel), y de Sumo su moral “anticareta” (La Rubia Tarada, Los Viejos Vinagres). A partir de la confluencia de ambas bandas surgió, también, el culto a un cierto flash “del palo” (viaje con sustancias, pero en plan suburbano, como Pappo). Lo había de dos tipos: más glamoroso en el caso de los Ratones (luego recreado por los propios Jóvenes Pordioseros) o más militante y “anticomercial” en el caso de Sumo y Los Redondos (luego continuado por Los Piojos y otros).
Así, consumir ya no tiene que ver solamente con el disfrute y la transgresión sino también con una pertenencia. “Nosotros llegamos a una forma de expresarnos que tiene que ver con cómo hablamos, lo que nos pasa. Yo no soy un poeta. No podría decirles a los pibes que lo soy. Me ven hablar y se dan cuenta”, se sincera sin remordimientos Toti. La marihuana (al igual que la cerveza) vive un resurgimiento que la ubica como droga blanda y aceptable de ser reivindicada (Legalicenlá de Viejas Locas) al punto de que su reclamo genera festivales y reúne un cierto consenso sectorial en el rock, más allá de estilos y escenas. Si en los ‘80 era descartado por hippie, el porro pasaba a ser entonces la droga más consumida. Y sin culpa. Algo parecido ocurre con la vivencia del sexo sin amor. Si en los ‘80 aún podía sonar transgresores temas como El Probador (Virus), las letras de El Otro Yo (Sexo en el Elevador, La Tetona, 69) o La Bersuit (Hociquito de Ratón, Comando Culo Mandril) descomplejizan la sexualidad y la convierten en un acto, antes que nada, animal.
Sin embargo, la grieta entre rock barrial y moderno (Babasónicos, Suárez, Los Brujos; hoy Los Látigos, Victoria Mil, Sonotipo) también se expresa en términos de drogas. “A mí me gusta diferenciar entre aquellos artistas que han hecho uso y abuso de las sustancias para producir belleza, un vehículo budista para alcanzar una especie de nirvana, de aquellos que simplemente las utilizan para exponer su condición drogada”, divide aguas Carca. Y sentencia: “Una cosa es fumarse un buen porro y hacer Cosas Rústicas (Color Humano) y otra cosa es hacer Verano del ‘92 (Los Piojos) porque te quedás sin porro”. Toti, en cambio, sí le ve el sentido en un modelo que sigue las enseñanzas vertidas en El Salmón (Calamaro): “Yo me levanto a las 9 y me acuesto a las 9, estoy todo el día siendo compositor, viviendo un rock descarnado. Igual, le buscamos una mejor graduación, queremos superar esta etapa, pero sin caer en lo light”. Y puesto a evaluar sus propias letras, reflexiona: “Yo creo que los pibes entienden que no es que está todo bien, que cuando digo en una letra que estoy sangrando, eso no está bueno. Hay humor en nuestras canciones, hay guiños y códigos. Y a veces se trata más de eso que de tomar literalmente una realidad”. El asunto, entonces, es drogas... ¿para qué? Dice Moretti: “Para investigar y expandir la conciencia puede llegar a estar bien. Mi experiencia más fuerte fue entre los 21 y los 25 años y resultó entre satisfactoria y angustiante, más allá de que la cocaína, particularmente, nunca me sirvió. Pero lo primordial es el talento, con o sin drogas”.
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