EL ESTRENO DE “ANGELES CAIDOS”, DE PABLO REYERO
Jóvenes en situaciones marginales que intentan abrirse camino a través de la música. Eli (Los Gardelitos), María y Ezequiel le ponen sonidos a ese universo dark del Gran Buenos Aires.
› Por Mariano Blejman
Las tres historias de Angeles caídos de Pablo Reyero reúnen una serie de factores comunes: son jóvenes que viven en situaciones marginales y lograron encontrarle un sentido a la permanencia a través de la música. Lo que no muestra el film de Reyero (cuya génesis estuvo en el ciclo del canal Ciudad Abierta) es todo eso que sale habitualmente en los noticieros televisivos: los pibes chorros, el consumo de paco, la pasta, la marihuana, la incapacidad colectiva (o personal) de proyectarse hacia el futuro; la imposibilidad de ver más allá del barrio. Se trata de historias muy pequeñas (para no decir mínimas, lo que podría tener otra clase de implicancia) de hombres aferrados a instrumentos que funcionan como linternas encendidas entre los oscuros laberintos de la desesperanza.
Eli de Los Gardelitos cuenta cómo era la infancia en busca de frutas perdidas en el Mercado Central, la madre rememora las noches de miedo cuando se sentían las botas de la policía caminando por los pasillos de los monoblocks (“todos somos delincuentes en los monoblocks”), y Bruno (hermano de Eli) reflexiona sobre las canciones y dice que ya están hechas, y que los músicos intentan ir descubriendo durante la vida. Eli habla también sobre Corneta, ese padre que falleció caminando, otrora cantante de Los Gardelitos, hoy convertido en personaje mítico del rock under bonaerense; pero la cámara no se preocupa demasiado por “el show” sino apenas para contar el contexto de esa intimidad.
Y lo mismo hace con la historia de María (María Angela), aferrada a un inmenso contrabajo con el que camina por la villa hacia la escuela: “Soy villera y si tengo que decirlo, voy a decirlo”, cuenta María con esa cara de inocencia caída pero paciente, propia de quienes lo han visto todo y se han resignado frente al entorno, pero no frente a ellos mismos. Ella, la villera de padres bolivianos, dice que estaba muerta y que volvió a nacer cuando fue a tomar clases, y que sus amigos se drogan, pero “‘ella es una buena piba’, me dicen; y no me dan para consumir”; pero sabe que nada es de nadie en las calles polvorientas de la villa.
Por último, Ezequiel también se presta a la historia, acompañado por la mirada documental de Reyero, acostumbrado a entrarle en confianza a sus presas visuales con el paso del tiempo, como hizo en Dock Sud. Ezequiel toca el violín, pero se siente lejos de la música clásica: “El metal gothic tiene muchos violines”, cuenta, y poco después se delinea los ojos, y usa una remera de Eminem, y muestra sus piercings incrustados en labios y sobre los párpados, y dice que se siente un poco dark, y no es para menos, claro. La madre de Ezequiel dice que sus gritos hacia sus hijos son “de amor” y que lo peor que podría pasarle a ella es que sus hijos le reclamaran no haber hecho nada por ellos. Y de eso se trata un poco todo esto: el futuro de quienes se aferran a la música, como para afinar el ruido del entorno. Incluso el título del film de Reyero que se estrena el jueves que viene puede resignificarse, según como se mire: ¿son Angeles caídos porque cayeron en desgracia o porque cayeron desde el cielo en lugares olvidados por alguna clase de Dios? Como sea, el espíritu del film bien podría resumirse en una frase de una canción de Los Gardelitos, que aparece con recurrencia: “No dejes que nada destruya tu amor”, cantaba Corneta, y ahora lo canta su hijo, y mañana vaya a saber cuántos lo pinten en una bandera.
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