Jue 03.10.2002
no

POSIBLES POSTALES DE UN DIARIO DE VIAJE POR BOLIVIA

Más alto que el sol

De La Quiaca a Villazón. De ahí hasta Potosí, donde la plata ya desapareció, pero las explosiones siguen. Después, La Paz, y de ahí a Coroico, en la amazona boliviana. Escalas en un camino donde siempre estás arriba, muy arriba, en el techo del mundo. Mucho más alto que Bobby Gillespie...

› Por Mariano Blejman


Los próximos 450 kilómetros de viaje demandarán 14 horas. Estoy en el borde de La Quiaca desde temprano. Aquí, dicen los mapas, termina la Argentina y empieza Bolivia que, sólo por ahora, es otro país. Estoy a 700 pasos de Villazón. Pero qué 700 pasos... Muestro mis documentos a 3442 metros sobre el nivel del mar, en una frontera convertida en un hormiguero de gente que cruza a pie esquivando el paso prusiano de Gendarmería Nacional. Antes, el hormiguero iba a comprar al pueblo fronterizo de Villazón. Ahora las cosas parecen haber cambiado, tal vez demasiado. La marea boliviana viene a aprovecharse, sin lamentos, del mal ejemplo del modelo neoliberal en bancarrota; y compran en La Quiaca. Pero ya no queda qué comprar. Camino hacia Villazón, con la mochila al hombro, por una calle embarrada de espanto en busca de un transporte que vaya a Potosí.
–Oiga amigo, suba al bus –implora un boletero. El servicio no ofrece demasiado lujo, pero tampoco es cuestión de ponerse exigente.
–¿Tiene televisor? –pregunto, pensando en un viaje llevadero.
–Sí, claro –asegura.
Subo por las escaleras del Mercedes-Benz, evitando algunos huevos frescos tirados en el primer escalón, paso unos choclos deshojados del segundo y me hago lugar entre bultos amontonados en el pasillo, a los empujones. Comienza el turismo aventura. La brisa atronadora de cuerpo presente ni siquiera me da permiso de respirar hondo. Cuando quiero recordar que algo estaba buscando, el colectivo ya está viajando hacia Potosí, una ciudad que fue alguna vez más rica que París. Lo que buscaba era el televisor, pero todavía no lo descubro. Me siento a los tumbos en un asiento hundido del fondo. Dos horas más tarde –60 kilómetros más adelante– insisto en la búsqueda y miro hacia el pasillo en busca del aparato. He tratado (a los cabezazos) de llamar al chofer para que ponga la película que creo que ya nunca vendrá. El boletero de Villazón no ha mentido, pero tampoco ha dicho la verdad: pegado al techo con prolijo poxipol hay una caja de cartón corrugado que dice “Televisor” (con lapicera) y más abajo subraya “Video”.
Desde temprano llueve estrepitosamente en la ruta de arcilla que une Villazón con Potosí. Cerca de las 12, el micro se detiene en un pueblo y es la oportunidad para comer algo. Recorro los puestos uno por uno, descubro cada plato de improvisados vendedores ambulantes. Hay unos choclos de larga data, lomitos cocinados al frío y unas verduritas dudosas. Pero al fin descubro algo que puede salvarme del hambre: un queso de cabra pide a gritos un mordisco en una mesita de una mujer de largas chapecas.
–¿Cuánto sale? –le pregunto a la señora que se acomoda las trenzas.
–Cinco bolivianos –me dice (un dólar).
Mierda, pienso, ya nada es como era antes. Miro hacia los costados en busca de algún tipo de complicidad y le digo:
–Déme uno. Para probar.
La mujer toma el queso entre sus manos y a punto de dármelo, como quien acomoda una corona sobre un almohadón, dice:
–¿Quiere que se lo lave?
–¿Qué cosa...?
–¿Que si quiere que se lo lave? Digo, al queso.
A primera vista, el queso se ve limpio. Será una costumbre.
–Cómo no –le respondo.
La mujer me observa, toma el queso con sus dos manos y lo introduce en un balde rojo y embarrado que está ubicado a un costado, en el suelo. El agua tiene un tono color sepia y la dama refriega el queso con fruición hasta dejarlo a tono. Antes de entregármelo, tiene una gentileza, faltaba más: el queso viene en bolsa de nylon.
Para llegar a Potosí, el colectivo pasa un derrumbe –que incluye la tarea de bajar a mover unas piedras– y luego permanece detenido durante tres horas, hasta que baje el cauce de un río. Un poco antes, untransporte se desbarrancó hacia el costado, aunque cayó poquitos metros, no más. A esta altura, el bus lleno de desconocidos ha pasado a tener rostros, nombres y apellidos. Cerca de las diez de la noche, el colectivo se encamina hacia Potosí. Son los últimos peldaños para llegar a los 4 mil metros de altura. A lo lejos, un pequeño valle junta luces en medio de la nada. Y cuando nada parece detenernos, el micro se emperra en la oscuridad:
–¿Qué sucede, maestro? –pregunto por la ventana a un chofer que bajó.
–Nada. Se acabó el dísel.


Pasarla bomba en Potosí
Ahora, Bolivia por dentro. En el centro hay una plaza infaltable y, hacia los costados, calles de paredes blancas. Se huele pólvora en el ambiente, puede que sea dinamita. Ya se sabe lo de Potosí: centro económico y político de la Colonia española. El mito dice que podría haber construido un puente desde aquí hasta Europa con la plata sacada desde el Cerro Rico: una montaña de tierras rojas, por la que corre un líquido gris en su interior. Actualmente, trescientas cooperativas mineras siguen perforando allí para sacar azufre, porque de la plata –después de quinientos años– queda poco y nada. En Potosí, además de las minas, hay dos casas de la moneda: la primera cerró por fraude hace siglos, cuando se descubrió que habían echado aluminio al dinero. El escándalo provocó una devaluación en el Imperio. Entonces se construyó otra casa y se trajeron varios africanos: en el 1600 había 6 mil esclavos negros, los que trabajaban (gratis) eran los indios. El promedio de vida aquí era de dos años cuando los indios entraban en la mina. Ahora se mueren pasando los 40. El trato brutal y la exposición al mercurio para purificar el mineral los desintegraba. Los negros, en cambio, eran utilizados en trabajos domésticos porque costaban. En dos décadas murieron 6 millones de indios por culpa del vil metal. La pregunta es, ahora, ¿dónde quedaron los negros y sus descendientes?
Potosí tuvo un crecimiento explosivo: había 60 mil habitantes en 1560 y 160 mil años después (cuando se había alcanzado la producción tope de 8 mil quintales de plata al año). Fue la ciudad más grande de América, superando a París y Sevilla, pero ahora sólo queda el olor a dinamita que hizo volar la esperanza de un continente entero. La ciudad está ubicada sobre la ladera del Cerro Rico, el mismo que ocupa el escudo de Bolivia. A unos metros, hay una tienda que vende objetos de plata. Es una vieja despensa de barrio, oscura y de puertas abiertas, que esconde detrás de un mostrador a una señora sin tiempo.
–¿Cuánto cuesta esa cucharita? –le pregunto a la mujer, por preguntar.
–Trescientos dólares.
–¿What...? ¿Trescientos bolivianos?
–No, señor. Trescientos dólares. Es plata de la Colonia.
Cómo no creerle. Porque al lado suyo hay unos cubiertos actuales que cuestan cinco pesos bolivianos cada uno. Los quechuas y aymarás que poblaban la zona –y aún la pueblan– adoraban las montañas, la luna y el sol. Ahora, encima, adoran la plata.
Camino cuesta arriba –aunque sea cuesta abajo parece cuesta arriba–, hacia el Cerro Potosí. Sigue oliendo a dinamita en el ambiente. La cabeza retumba, como si caminara con los párpados. En la base, hay un mercado que, además de verduras y hojas de coca, vende dinamita. Aquí compran los que suben a trabajar, por unos caminos de caracoles a los agujeritos negros. Se meten para hacer cosquillas en las entrañas de la tierra. Y ahí mismo, donde se vende la dinamita, hay dos argentinos que ya piden instrucciones para usarlas. A lo lejos, retumban unas explosiones.
Las miradas se dirigen hacia el cerro. Es el estruendo en un socavón y no han volado precisamente chimangos. “Así se tira”, dice el hombre y señala el cerro. Los dos argentinos (Javier y Leandro) están decididos a comprar. Repasan instrucciones y, en vez de encarar hacia las minas, subenla ladera de un cerro vecino, desde donde se puede observar el Potosí. Y me pliego. Javier lleva en su mochila cuatro dinamitas, ocho mechas y sus respectivos detonadores. El mecanismo es simple, opina él.
–Corto las dinamitas por la mitad, inserto el detonador (un cañito plateado que explota de sólo soplarlo) y después la mecha que produce el soplido.
–¿Alguna vez tiraste?
–No.
El primer objetivo es un pequeño valle. Por un sendero lateral viene una mujer de la zona, mirando para otro lado. Javier coloca el detonador, espera que la mujer se pierda de vista, prende la mecha y sale corriendo a esconderse detrás de una piedra, donde estamos nosotros. Pasa un segundo y el silencio es la calma que antecede al bombazo. Pasan dos segundos y nada. A la cuenta de cinco Leandro asoma la cabeza y en el siete se escucha la esperada explosión, seguida de un eco surround por todo el valle. Ahora preparamos tres tiros por elevación: uno escupe agua al cielo en una lagunita (esta dinamita resiste el agua), otro en una cumbre y el tercero sucede a cielo abierto. Tira Javier: “Dale prendé”, pide con la dinamita armada en la mano. Mantiene la mecha encendida y la lanza por el aire, barranca abajo. Ahora es el turno de Leandro, quien la tira más lejos. Por último, el mío: enciendo la dinamita y la tiro hacia arriba como si fuera a volar. Pero las dinamitas no vuelan. Es más, ésta tarda en explotar y cae de nuevo donde estamos parados.

El cocalero, de La Paz a Coroico
El fantasma del dirigente cocalero Evo Morales sobrevuela Bolivia, aquí mismo donde murió el quijote Che Guevara. El hospedaje donde duermo en La Paz, en tanto, es una especie de centro clandestino de atención: aquí se consigue todo lo que un viajero necesita. Todo es todo. La casa parece caerse a pedazos, pero el servicio es eficiente. Una matrona llamada Mery –digna de un cuento de García Márquez– atiende en un palier rodeado de pequeñas piezas. Aquí convive, entre otros, un dealer colombiano de drogas duras con una prominente mujer eslava (1,80 de altura y buen porte), que está felizmente instalada hace tres meses en un cuarto parecido a un baño de servicio. Ella se llama Netrik y vino escapándose de la heroína, algo que logró gracias a dejarse llevar por la cocaína. En un papelito ha escrito: “Drugs are the power”. Poder que Netrik ya no tiene. Encima, el ambiente no le ayuda: en el hospicio los mochileros se hacen las siguientes preguntas: ¿Cómo conseguir peyote? ¿Cómo pasarlo por la frontera? ¿Cómo comprar cámaras fotográficas de “segunda mano”? ¿Cómo abrir las puertas de la percepción? Etcétera. Etcétera.
La Paz está a 3 mil metros de altura –y a 600 kilómetros de Potosí– y parece haber nacido de las cenizas de un cráter. Después de la caída de un meteorito, florecieron habitantes en el pozo. A pesar del caos, es sencillo ubicarse en esta ciudad: basta dejarse llevar hacia abajo y todo termina en calle El Prado. Salgo a dar una vuelta y cruzo por un mercado que me resulta familiar (una especie de Once) y observo un detalle: no hay heladeras. La carne se ofrece sobre un mármol, espantado de moscas, mientras algunas bebidas reposan sobre el hielo.
Voy hacia Coroico, capital de Las Yungas en la amazona boliviana, pero encontrar algo que se parezca a una terminal es una tarea digna de Sherlock Holmes. Los minibuses de la Flota Yungueña no aparecen por ningún lado. ¿Por qué le dirán “La Ruta de la Muerte”? Para llegar a Coroico, un pueblo de montaña, hay que bajar a 1750 metros de altura. Casi por azar he logrado montarme a un minibús de la Yungueña, cuyo chofer asegura que va a Coroico. El viaje dura tres horas. –¿Es peligrosa la ruta? –pregunto a una mujer que lleva un niño en brazos y está sentada casi encima mío.
–Es peligroso, sí... –contesta y calla al niño que llora.
Al cabo de una hora cuesta abajo, antes de salir del asfalto para meternos en el ripio, nos detiene la policía, un perro y un cura. El cura se pone de frente y bendice al minibús. Estamos detenidos, aparece un niño para vender choclos amarillos y papas hervidas, a través de una ventanilla. En la otra, una niña ofrece gaseosas. Durante tres minutos seguidos el pibe atornilla los oídos presentes con la palabra “¡Comprame!”. Y entonces se produce el efecto contagio: uno compra y todos lo siguen. Esto sí que es marketing directo.
Ahora sí, encaramos el sendero con olor a papa hervida. Es un pequeño camino de barro que va por una cornisa. Por encima, caen cada tanto unas cascadas que llueven sobre el techo del minibús. En cada curva se va un pedazo de alma por la carretera. Voy, para colmo, del lado izquierdo y la rueda posterior queda en el aire cada tanto. Ni qué hablar cuando viene un auto de frente. Marcha y contramarcha para pasar del otro lado. Otra que una montaña rusa; otra que subite a “La cornisa”. Primero pienso que de caer hacia los costados nos van a atajar las nubes, aunque cambio de idea al ver los restos de un auto, que desde aquí parece un juguete. La montaña está colmada de plantaciones de café y coca de hoja chica (la mejor, dicen). Coroico sorprende entre curvas asomando tejas coloniales, calles empedradas de veredas angostas y balcones que dan al vacío. Pasamos la “Ruta de la Muerte”: el problema es que hay que volver. Alrededor de la plaza central, hay una iglesia y algunos bares. La ciudad está en una cumbre, pero rodeada de otras cumbres aún más altas. Es una montaña ideal para dejar que el tiempo pase, viendo cómo el cielo se transforma en una nube.
Sobre la tarde empino hacia el cerro Uchumachi. Los senderos están bien marcados de ida, pero a la vuelta la lluvia ha convertido la bajada en un tobogán todo terreno. Termino, sin saberlo, en un campo de cultivo de coca que se expande en todas direcciones. Y es allí, de pura casualidad, que descubro adónde fueron a parar los negros de Potosí, cuando me cruzo con uno: ¡están acá! Son bolivianos natos: con chapecas y varias faldas de colores, pero negros como el mismísimo Michael Jordan. Aquellos descendientes de esclavos sobreviven en comunidad. Los pocos que quedaron, dejaron Potosí cuando se abolió la esclavitud, a comienzos de 1830 y se instalaron aquí por el clima de selva. En un poste de luz hay todavía una foto de Evo Morales, el cocalero que conmocionó a Bolivia en las elecciones presidenciales. Morales pasó por aquí antes de las elecciones y, según cuentan, lo recibió un grupo de tambores y bailarines. Cuando lo vieron acercarse, le interpretaron una saya y las mulatas lo acompañaron hasta la plaza central. Los artistas eran también negros cuyos ancestros tuvieron sus cadenas en los pies. Morales logró el 20 por ciento de los votos en el país, obteniendo el primer lugar en La Paz, Cochabamba, Oruro y Potosí. Fue el segundo candidato más votado y, sorpresivamente, puso en jaque al mundo político boliviano.
–El Che se murió aquí cerca, en la Quebrada del Yuro –dice en voz baja, una mujer en la Plaza–. Morales hubiera hecho falta antes.

Subnotas

(Versión para móviles / versión de escritorio)

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS rss
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux