Jueves, 28 de octubre de 2010 | Hoy
PERFIL > LA HISTORIA DE MARIANO FERREYRA, ASESINADO EL PASADO 20 DE OCTUBRE
El militante de 23 años asesinado por la patota de la Unión Ferroviaria se forjó en la lucha piquetera, fue obrero metalúrgico, tomó la militancia política y social con visión épica, y también se dio tiempo para crecer escuchando a Spinetta, Pequeña Orquesta Reincidentes, Caléxico, hacer teatro y tocar la guitarra. El disparo en su pecho fue un golpe en el alma para toda una generación crecida en la post-crisis de 2001.
Por Luis Paz
“Y yo, mezcla de curiosidad y coraje,
le ofrezco esperar abrazados la explosión.
Que termine de una puta buena vez con esto
de vivir por un lugar a donde caer.”
Escafado, Pequeña Orquesta Reincidentes.
Mariano Ferreyra tiene 14 años, pero carece de barba o de cualquier cosa que se le parezca al vello facial. Viste ropa cómoda, como le recomendó su hermano, que en un rato lo llevará desde la casa familiar de Sarandí, ubicada ahí nomás del supermercado Coto de Avellaneda, en el inicio del sudeste del conurbano, hasta la estación de trenes de la cabecera del distrito. No es que Mariano no sepa cómo llegar a la estación de Avellaneda: allí vivió siempre. Más bien, la compañía del mayor de los hijos del matrimonio Ferreyra se debe a que él, el del medio, está a punto de conocer algo que nunca antes vivió desde dentro: su primera manifestación. Es el 26 de junio de 2002, la Policía Bonaerense reprime y Darío Santillán y Maximiliano Kosteki mueren en esa jornada. Mariano no sabe qué pasa, pero entiende y no se deja amedrentar. Al contrario, toma desde entonces a Maxi y a Darío como estandartes de una lucha que entiende tempranamente que es de todos.
Kosteki y Santillán se unen a la iconografía de Mariano, que empieza a hacerse hombre con esa imagen clara del terror de la policía represora, el Estado abandónico de sus hijos mortales y la intemperie a la que quedan los trabajadores con el avance de las corporaciones. Le caen un par de fichas más acerca de esas letras crípticas de Los Redondos y ya no ríe tanto con las intervenciones del Señor Burns en su adorada serie, Los Simpson. Sus amigos del secundario Simón Bolívar comienzan a entrever en ese perfil bajo y esa timidez suyos cómo Mariano ingresa a un nivel de militancia sin retorno. El clic en su cabeza lo lleva a participar de la toma de Sasetru, una fábrica de fideos de Avellaneda que ha estado 20 años cerrada. Mariano y sus compañeros de esta temprana militancia apoyan a los trabajadores que desean reabrir Sasetru. Juntos, todos, resisten el avance de esa Policía Bonaerense que vuelve, salvaje, para cuidar al orden. ¿El social? No, no, no, el orden y el progreso del capital, entiende Mariano.
La televisión multiplica su rostro. Sus compañeros lo reconocen en el noticiero. Y así Mariano se convierte en el nuevo delegado de su curso en el Simón Bolívar. Mantiene el perfil bajo en su humildad, pero no baja la frente ni le regala la pera al piso cuando hay que reclamar por lo justo. Empieza a entender mejor el humor de Padre de familia, a disfrutarlo más que el de Los Simpson, en los ratos que le quedan libres: a esta altura ya está metido de lleno en la Unión de Juventudes Socialistas, el brazo del Partido Obrero (PO) en las universidades y los colegios secundarios. Está curtido para eso: la literatura latinoamericana de no ficción, ese intento de un puñado (más o menos amplio) de periodistas y literatos por abrazar las transformaciones de su época y denunciar sus vicios ya ha calado hondo en él, tanto como la revolución rusa del ‘17.
En eso se enamora, se enemista, conoce obras y realidades nefastas, ve la pobreza de cerca, aunque no en el seno de su familia. Se acerca más a Spinetta, empieza a descubrir el cine de David Lynch, escucha por primera vez a la Pequeña Orquesta Reincidentes. Y en 2006 reincide él mismo en Sasetru, esta vez para defender la fábrica recuperada de un nuevo desalojo policial, algo que siempre, pero siempre, equivale a un desalojo por la fuerza, incluso cuando no haya heridos, ni víctimas fatales. Pinta sus primeras banderas, sus segundas y sus décimas. Lee y analiza Prensa Obrera, escucha y discute a quienes llegaron antes que él al PO, mira más allá y hace el intento de comprender cuánto de Marx es aplicable aquí.
Por esta época conoce a Dr. House. En el protagonista de esa serie ve ciertas obsesiones tan fuertes como las propias, aunque éstas son más comunitarias que privadas. Pero la mente de Mariano también debe descansar, debe oxigenar la fuerza de la militancia y, en eso, no duda en entregarse a la repetición de alguna película de Adam Sandler o a algún estreno de Los Simpson. Aunque le dé descanso, esa obsesión trasciende políticas y éticas, y se mete en la estética del arte. Ahí es que flashea con Sonatine, mélodie mortelle de Takeshi Kitano, que dibuja y pinta. Banderas, como siempre, y ahora arte.
Mariano termina el secundario a mediados de esta década, hace un taller de tornería, uno de esos oficios que parecen destinados a desaparecer por el avance frenético de la maquinaria liviana. Se las rebusca, hace de changarín acá, de obrero temporario allá, casi plenamente en negro. Tampoco es que la militancia que va fortificando y el profesorado de Historia en el Instituto Nº 1 de Avellaneda le dejen demasiado tiempo libre. Y el que tiene, prefiere no usarlo para llenarse los bolsillos sino para ayudar: va y colabora en centros comunitarios, en escuelas, pinta su aldea para salvar al mundo.
Integra la FUBA, la Federación Universitaria de Buenos Aires, y cuando entra al CBC en la sede Avellaneda de la UBA, luego de intentos inconclusos con la música y el teatro, ya varios de sus compañeros lo conocen como “El Jefe”, por su experiencia y entrega en el trabajo de base, más que por algún mambo por el mando. Desde sus 20, trabaja intermitentemente como obrero metalúrgico, otra vez de modo precarizado.
Y en 2010, Mariano tiene 23 años y, con ellos, una barba bien puesta. Viste ropa cómoda, la misma de siempre: sin logos ni grandes inscripciones, nada de andar haciéndoles publicidad gratuita a las marcas. Vuelve a marchar rumbo a aquella estación de trenes de Avellaneda en una parábola que, ya temprano, devuelve los ecos de los gritos de aquel junio de 2002. Es media mañana y entre mates y consignas, con sus compañeros del PO y la FUBA se dispone a cortar las vías para pedir la reincorporación a planta permanente de cien trabajadores de la ex línea Roca de ferrocarriles, que fueron despedidos. En el terraplén de las vías se escuchan gritos. Los trabajadores tercerizados y los manifestantes (no sólo del PO y la FUBA sino también de varias organizaciones sociales, de base y de la izquierda) caminan Coronel Bosch con rumbo porteño mientras una patota de la Ugofe (la Unión Ferroviaria) los persigue desde arriba, dueños de los rieles.
Mariano dobla en la calle Luján, a la altura de Barracas, y entra hasta la calle Santa Elena. Allí, en esa bocacalle coronada por una parrilla el paso, Mariano participa de su asamblea final: tras decidir la desconcentración y empezar a dispersarse, los manifestantes se ven sorprendidos nuevamente por los ferroviarios. Mariano alcanza a correr cien metros y, en la otra esquina, ve de frente a su agresor, siente el calor. Y entonces el frío.
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