AGUAS(RE)FUERTES
› Por Facundo García
Están en un escalón de la rambla, tan concentrados que se los puede estudiar como si fueran dos insectos haciendo su danza de cortejo.
El estira un brazo –¿una patita?– y la abraza. Ella ladea su cabeza sin antenas y la acomoda en el hombro del pibe. El quiere besarla, ella quiere que la besen. No lo dicen, claro. Hablan de música, de libros, de viajes. Esperan que aparezca el sol, y mientras la esfera incandescente viene asomando, los dos zumban con sus voces, igual que polillas revoloteando alrededor de una lámpara de neón.
La pareja resume lo que se ve por Playa Grande pasadas las cinco de la mañana. La masa sale del boliche y queda hipnotizada, alargando la vista para adivinar por dónde se iluminará el cielo. No hay más resto; es hora de definir: la hora en que los telos reciben la última tanda de clientes, y también el momento de las cortadas de rostro, los chuchos de frío y las mentiras piadosas. “Un gusto, che. Nos vemos entonces. A las dos y media en el parador cuatro, ¿dale?”, sanatea una flaca que taconea con cansancio. Y dan ganas de creerle, pero hubo algo en el gesto de él –y sobre todo el de ella– que hirió de muerte la posibilidad de un encuentro.
Ya está saliendo el sol. El paisaje se colorea y la expectativa es comprensible: aunque muchos no lo sepan, el hierro en la sangre y el calcio en los huesos vienen, literalmente, de estrellas que se apagaron. A lo mejor la fascinación se origina ahí. Como sea, el tonito filosófico se interrumpe cuando un muchacho en evidente pedo aparece en escena sobándole el hombro a una chica. La mina –que lo repele cual moscardón– se acomoda la camisa y la gorra azul, que lleva no por moda sino porque es policía. Visión subjetiva de la mujer: un ruludo de mandíbula floja, que apenas vocaliza, se le planta enfrente y se tambalea levantando el dedo índice para reforzar frases románticas que de todos modos no le salen. “Si decís una tontera más, te llevo detenido”, se escucha. Y la rambla a pleno suelta una carcajada cósmica.
Otras polillitas intentan aparearse en la playa, escabulléndose dentro de las carpas. Se chocan con José Sosa, el cortamambos oficial del área. A lo largo de los años, el tipo ha desarrollado un sexto sentido para detectar a los que bajan guiados por la calentura. “Me doy cuenta por cómo vienen caminando. No me preguntes cómo lo sé, pero los veo en la escalera y tengo claro si voy a tener que vigilarlos”, se agranda el viejo.
En los escalones que van hasta la arena hay grupos disfrutando el fin de la noche. Pero, ¿y si no amaneciera? ¿Y si una mano invisible pusiera la perillita solar en “off”? Los colgados que ahora mismo miran al horizonte se enterarían recién a los ocho minutos y medio, que es lo que tardan los rayos de luz en llegar hasta acá. Después, la oscuridad. En una semana, la temperatura de la Tierra bajaría a diecisiete grados bajo cero (y el bikini al placard, bombón). Por suerte, en el minuto en que se escriben estas líneas se vislumbra el borde del círculo luminoso. Un viento tibio promete olas y piel desnuda. Amanece, que no es poco.
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