LECTURAS DE VERANO
El inspector Diamond Gerace tiene dos grandes pasiones en la vida: el brandi y beberlo. Aunque pueda llegar a mezclarlo con medialunas. Entonces, más que página a página, la primera novela sobre este personaje –surgido de las entrañas del periódico Barcelona– se lee entre buches, litrillos, resacas y alguno que otro vómito. Mezcla de Maxwell Smart y Philip Marlowe, a quien su jefe descarta de los más estúpidos pero que definitivamente está entre los más vagos, Gerace será quien deba resolver un caso caliente: el atentado a una torre que provocó centenares de muertos. Nadie sabe cuántos fueron, aunque una periodista televisiva desee una cifra alta.
O sea, antes que una parodia de novela negra, estamos frente a una auténtica obra de género policial rociada en hectolitros de alcohol, de un humor vaporoso y fuerte como el aliento de Gerace. Buenos Aires se percibe sucia, soporífera por el verano –en especial el barrio de Floresta–. Salvo por la sexy agente Graciela Higo, el resto de los personajes son nihilistas confesos, almas errantes, ciudadanos ruines y estúpidos notables. Gerace definirá a todos y a cada uno de ellos como “malditos”. Hay malditos nazis, malditos zurdos, malditos miopes y hasta un “maldito trinitrotolueno”. Un detalle más del estilo de Javier Aguirre (periodista del NO, claro). Se dio el gusto de llamar a varios de esos sujetos aguerridos como jugadores de All Boys: Matos, Campodónico, Barrientos –entre otros–, cuadro del que el autor es hincha.
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Cada tanto Bart y Milhouse van al local del insufrible vendedor de tiras cómicas y generan algún despelote. Imaginémoslos un poco más grandes (rondando los 17 años), llamándose Tintín y El Sapo, trocando Springfield por la zona norte del Conurbano y tendremos una atmósfera cercana a esta historia de iniciación, ganadora del premio Norma de Literatura Infantil y Juvenil 2012. El dúo de amigos se propone romper justamente con lo que el título les ha deparado. ¿Cómo dejarán de ser el hazmerreír de la secundaria? Filmando una película casera basada en Kenagusha, el comic futurista que ha creado Tintín, voz narradora de esta fábula que cuenta con sus chetos afectos al bullying, los fans del aeromodelismo, las chicas superpoderosas y más. Son muy creíbles las descripciones de Libertador pasando Puente Saavedra. Un San Isidro con sus calles, sus fiestas (en las que Tintín y El Sapo suelen ser mal recibidos), sus paseos a la vera del río o por Unicenter. Aunque su objetivo sea uno sólo: la película. “Esta puede ser la aventura de nuestras vidas”, la define el Sapo. Es como que advirtiesen que el proyecto está destinado al fracaso, a eso le responden con dosis de vitalismo. No por nada su autor cree que son pibes marcados por la crisis del 2001: “Su punto de vista encapsula cierta angustia no exenta de esperanza”, explica.
En Facebook.com/RondaDePerdedores aparecen imágenes de Kenagusha (algunas dibujadas por el autor, otras por sus lectores), junto a varias de las referencias que pueblan sus páginas: de Watchmen a J. D. Salinger, de Blade Runner a Nirvana, lo cual genera un paralelo inquietante con la propia obra y con esos nombres. ¿Si es demasiado lo que conoce Tintín del universo pop? Puede ser, ahí está para ser vivido en el presente y futuro, ya que el dúo volverá en la tercera parte de esta saga. “Son dos pibes que quiero mucho y, para mí, tan reales como Spiderman”, contagia.
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Los campus universitarios son escenarios ideales para el rodaje de guiones sobre el derrape (Old School), la autosuperación (A Beatiful Mind) o la mezcla de ambos (Wonder Boys). Si esta novela del puertorriqueño Luis Othoniel Rosa llegara a las manos de algún productor, se vería seriamente seducido y con problemas de clasificación. Tiene todo para ser una de estudiantina yanqui, pero también una de suspenso bastante marihuanera, o una buddy movie de corte indie –por su afán metadiscursivo permanente– y, ya que estamos, un documental alla Michael Moore por referirse al imperialismo debajo del río Grande. Todo en poco más de 80 páginas.
El narrador es un latinoamericano que cursa su doctorado de Literatura en Princeton (aquí “El Pueblo de la Princesa”). Lo acompaña su roomate y amigo Alfred Dust, un norteamericano de habilidad natural para dejarlo mal parado, con quien tiene largas fumatas frente a un lago. Las traiciones por mujeres –y por ego– no tardan en llegar. Las discusiones sobre literatura –en especial la argentina– tampoco. Abundan las postales universitarias, con sus claustros, fiestas y un microterrorismo algo zonzo de llamadas telefónicas –aunque se palpa la paranoia post 11-S–. Por otra parte, el rastreo de histórico de la Era del Guano (cuando Perú exportaba excremento) sirve de metáfora, telón de fondo y eyección de la relación entre dos personajes –y mundos– que se admiran en silencio y desprecian a los gritos. “La importancia de la mierda, entonces, está ligada al surgimiento del continente y a la expansión imperialista norteamericana sobre Latinoamérica”, escribe Othniel citando fuentes. Antes del final, un pájaro acuático levanta vuelo mientras el dúo charla en un puente, y el narrador tiene miedo de que el ave le cague encima. “Cualquier gringo, incluso Dust, me puede declarar territorio norteamericano según el Guano Island Act”, explica.
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Como ayer sucediera con Cortázar, Bukowski y Auster –entre otros–, Murakami ha enlazado a sus ¿fans?, ¿adictos? a partir de sus propias evocaciones, como si leyéndolo narrase nuestros deseos, como si nos invitara a pasear por un laberinto que conocemos de antemano. En esta novela –publicada en 1988 pero recién editada al castellano– habrá, obviamente, chicas inestables e inolvidables para un narrador muy relajado: “Mi vivienda tiene dos puertas. Una de entrada y otra de salida. No son intercambiables”. También se reconoce su existencialismo directo, se pone en funcionamiento una maquinaria de sueños que ni Inception y abundan las postales de un Japón distante y concebible –como si un mafioso yakuza se enamorara de Hello Kitty–.
En el comienzo sueña con un hotel triste y raro donde pasó un tiempo con una prostituta refinada llamada Kiki. Luego vivió un limbo de cuatro años. Estamos en 1983. “Se inauguró Tokyo Disneyland. Björn Borg se retiró del tenis”, enumera el protagonista. Volverá entonces al Hotel Dolphin de Sapporo convertido en una mole hipertecnológica “que parecía la base secreta de la Guerra de las Galaxias.” Este vanidoso redactor freelance, conocerá más mujeres seductoras –algunas casi niñas–, jugará al Pac-Man, se meterá en problemas junto a un amigo de la infancia y viajará hasta Hawai mientras escucha y habla de música. ¿Cuánto? Muchísimo. Thriller de Michael Jackson no deja de sonar en su auto Subaru. “Y también unos Duran Duran faltos de creatividad; un Joe Jackson que, aunque poseía cierto brillo, no sabía (o eso opino yo) cómo hacerlo llegar al resto del mundo; unos Pretenders a todas luces sin futuro, y unos Supertramp y unos The Cars que siempre provocaban un rictus de indiferencia, entre un sinfín de piezas y grupos”. Más y más páginas así con ecos New Wave y reflexiones sobre Beach Boys. Los artistas son clasificados por nombres absurdos (The Human League, Genesis, Adam Ant) o directamente bazofias (Fleetwood Mac, Bee Gees, The Eagles), y cada tanto se sintoniza una buena canción de los Stones. Como ayuda, vale seguir a los “murakamianos” que por Facebook invitan confeccionar el soundtrack del libro por Spotify.
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