CINCUENTA AñOS DE LA GALERíA PORTEñA
Viaje al centro de la (¿contra?)cultura joven metropolitana, donde desde peces exóticos hasta el kit completo del rockero estéticamente correcto, todo se consigue agitado, no revuelto. Tatuajes, pipas y el mito del chupadero.
› Por Facundo Gari y Lucas Kuperman
Uno de los enclaves más rockeros, rebeldes, rabiosos, recalcitrantes y re-heavy-re-jodidos de la contracultura porteña está en... Recoleta. A no ser tan prejuiciosos con la geografía de clases, que Recoleta tiene sus tipos y minas recoletos, o cuanto menos un puñado de lectores de biografías del Che, porque ésa es una de las tapas a la vista en las librerías de la zona. En plan de evitar adosarle gratuitamente a la galería Bond Street el hashtag #careta –que usarían en sus perfiles sociales varios de quienes laburan en la galería–, barajemos que la idea haya sido infiltrarse en el sistema y explotar desde adentro. Quedaría por revisar si el mechero de la bomba que a fines de los ‘80 y comienzos de los ‘90 encendió en Santa Fe al 1600 una juventud comprometida sigue inflamable cuando los chupines embellecen más piernas que cabezas, los tatuajes más cuerpos que espíritus, los libros y discos más estantes que experiencias; cuando otra nueva juventud, indie y nuevamente under, parece aflorar de otros nuevos enclaves R(ockeros, ebeldes, abiosos, ecalcitrantes y e-heavy-e-jodidos) urbanos y de más allá.
No obstante, a 50 años de su inauguración, la Bond sigue siendo un punto de encuentro en el mapa de la Ciudad de Buenos Aires. Lo firma una de las últimas publicidades del nacionalismo etílico de Quilmes. Y no está tan mal: se ha ganado ese sitio en un mundo de shoppings y centros culturales. Lo triste –califica Eduardo Orenstein, dueño de la librería Rayo Rojo, que funciona en esta galería– es volcar en ella expectativas más cercanas a los paseos culturales que a los de compras, en buena medida a fuerza de su mitología sobre lo alternativo.
Los efímeros floggers se reunían en el Abasto; sin hipocresía, de una. ¿Y quiénes se dieron cita en años recientes en alguno de los tres niveles de la Bond? Desde los afamados Marcelo Tinelli y Roberto Piazza hasta las ignotas Julia y Romina, todos allí a por sus tatuajes, a causa de la oferta hiperconcentrada de artistas y comerciantes de tintas para piel; desde Federico Klemm, acompañado por chongo y mucama, hasta Daniel y su nieto, detrás de la moda de remeras camufladas de Soldado de Fortuna, uno de los locales más antiguos, deudor de Rambo, pero siempre aggiornado a lo clase B; desde Mick Jagger, Slash y Marilyn Manson, Rodrigo –que se agarró a piñas con un tatuador– y Ricky Maravilla –que todavía pasa cada tanto con su “amigovia”– hasta sus fanáticos, que saben que allí hay más chances de hallar la mochila con la jeta del ídolo.
La Bond es un combo elástico en ese aspecto: un hipermercado en el que está casi todo eso que los jóvenes encontramos, disperso, en varias otras partes; o de la mano de sus competidores del último lustro, los emprendedores de Facebook. Sea “todo eso” industrial o artesanal. La Bond es un magnético parque de atracciones para el deseo de ser... ¿único? Está eso, y también el verso espontáneo –a veces explícito, otras tácito– de que un piercing, una taza, unas rastas o un videojuego garpan más si fueron adquiridos en alguno de sus locales.
No habría que relativizar, sin embargo, su importancia como instancia de comunión generacional y de ruptura de paqueterías y tilinguerías sociales. Hubo un tiempo que fue hermoso: la “Bond rockera” vendía vinilos, casetes y discos inconseguibles (importados) e impresentables fuera de ella (lo–fi), libros marginales, películas porno, pilchas para nacientes tribus urbanas y reprimidas comunidades sexuales, comics y fanzines de culto hechos a mano y fotocopias; kits de supervivencia para raros peinados nuevos. Hoy, cuando los raros son oportunamente menos raros, o cuando los últimos raros no son consumidores, la galería se muestra aburguesada.
Su última contribución a una presunta minoría: la aparición de un par de locales dedicados explícitamente a la cultura cannábica.
La resistencia de la peluquería Ricardo, un salón de belleza anacrónico en el subsuelo, es su gesto más rockero.
La asociación con lo extravagante está igual en el ADN de la galería, aunque en principio, en 1963, fuera pensada para competir con marcas clásicas y mononas de la Galería Santa Fe. Sus planos fueron diseñados por el estudio de arquitectos Aslan & Ezcurra, de los fallecidos José Aslan y Héctor de Ezcurra, que ya habían estrechado con orgullo la mano de Antonio Vespucio Liberti en la inauguración del Monumental que habían soñado y dibujado. Dos familias tuvieron que ponerse de acuerdo para llevar la obra a cabo: las dueñas de los terrenos sobre Santa Fe y sobre Rodríguez Peña. La última accedió a demoler un antiguo palacete estilo francés, alguna vez residencia del ex presidente Victorino de la Plaza y, más tarde, de un comando especial del Ejército, según detalla uno de los propietarios actuales, que solicita el anonimato.
Tras barajar algunos nombres en francés, las familias optaron por “Bond Street”, acaso con la idea de que emulase el éxito de la londinense. Pero sus locales glamorosos, mancomunados con talleres de costura bolivianos en los sótanos, duraron poco y nada. Después se probarían mueblerías y cristalerías, de las que sólo quedarían virutas y volutas rodando. Durante la última dictadura militar, la galería permaneció casi vacía y casi a oscuras. Ideal para un chupadero: es uno de los “se dice” del subsuelo, sin aparente asidero fáctico, incluso cuando varios tiran la hipótesis.
Al regresar la democracia, los locales se alquilaban por dos pesos. Con la hiperinflación llegaron Soldado de Fortuna, Moe y Mc Pyo a vender remeras. Por ahí aparecieron los primeros locales de skate, como Trash y Kranium. Pyo comenzó con los tatuajes y apareció en televisión junto a Susana Giménez, Lía Salgado y Chiche Gelblung, entre otros. El tatuador suele contar que en su local trabajaron varios de quienes ahora tienen sus propios atelieres, como Cacho (Indian Tattoo), el Alemán (Alemán Tattoo) o Mariano (American Tattoo). Vinieron desfiles de travestis para promocionar la nueva onda y recitales de bandas por entonces emergentes, como El Otro Yo, Peligrosos Gorriones o Amor Indio. Aparecieron el periodista y artista plástico Jorge Pistocchi y el videasta Joaquín Amat con la galería de arte Zona Expuesta, un proyecto de “arquitectura experimental” dirigido por Jorge “Araña” Corvalán: catorce locales cedidos a músicos, diseñadores y artistas subterráneos, entre ellos Ricardo Iorio, Semilla Bucciarelli, Jorge Iacobellis y el propio Orenstein.
Se publicaron artículos sobre durísimos enfrentamientos entre agrupaciones nazis y antifascistas. Llegaron los darks, los dancers, los cyberpunks, los glam pop, los floggers, los emos, los geeks, los hipsters; y las recoletas de los edificios aledaños no dejaron de escandalizarse al ver sus delineadores en rostros púberes. Arribaron otras tiendas top –esta vez atraídas por el olor a espíritu adolescente– a convivir con las independientes, y una segmentación dinámica de la oferta: de venta de peces exóticos a estatuillas steampunk y gorritas de sellos masivos para raperos de Montserrat.
Se sumaron Tayda Lebon, Lee-Chi, Walas, Ruth Infarinato y Miuki Madelaire. El bar de José sirvió inigualables licuados dobles. La Bond se convirtió en sede de fanáticos autoconvocados mediante sello postal (de A.N.I.M.A.L., por ejemplo). Y al fin se volvió el sitio más concurrido de la cultura rock, continuando a la vieja Galería del Este y superando a la Churba, su espejo en Belgrano. La Bond, una Warnes de política y estética alternativa. Y, hasta hoy, uno de los enclaves más rockeros, rebeldes, rabiosos, recalcitrantes, re-heavy-re-jodidos de la cultura porteña.
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