AGUAS(RE)FUERTES
En Nepal, uno de cada cinco niños es explotado, y en duros rituales se elige a nenas de 5 años para ser diosas, al menos hasta que menstrúen.
› Por Juan Ignacio Provéndola
El delineado le estira la comisura de los ojos hasta las orejas, la corona de diamantes es tan grande y pesada como su cabeza y el vestuario desborda motivos barrocos y tonos estridentes. Debajo de ese estruendo se esconde una expresión sin expresión; tal vez sea una tristeza disimulada entre las trampas del maquillaje o la indolencia de quien busca mantenerse al margen de un delirio exagerado e inverosímil. Sin embargo, todo cobra sentido de acuerdo con una vieja tradición nepalí según la cual la diosa hinduista Taleju reencarnará eternamente en el cuerpo de alguna niña de la casta Sakya (a la que pertenecía Buda) que deberá ser buscada en dominios de ese pequeño país emplazado sobre la accidentada geografía de los Himalayas que no pertenecen a China ni a India, elefantiásicos vecinos.
A la Kumari –nombre que recibe desde tiempos inmemoriales y que significa “virgen” en nepalí– se le atribuyen poderes sobrenaturales que nadie discute y todos veneran bajo un irreductible fanatismo que ignora por completo la condición humana de su precoz portadora: no se trata de una niña prodigio sino de una diosa viviente. Diosa, por cierto, que no llega al Olimpo por iluminación celestial, sino por la sugerencia de sus propios padres, quienes la postulan ante los sacerdotes si creen que su hija posee los atributos necesarios para aspirar a la condición divina, entre ellos el de tener no más de cinco años al momento de la elección.
Como en un concurso de belleza, las aspirantes se someten a un exigente examen estético que sopesa desde el color de piel hasta la alineación de los dientes, además del horóscopo y la carta astral. Son, en total, 36 extrañas virtudes que la nueva Kumari deberá reunir para acceder a la prueba decisiva: un espeluznante ritual que consiste en encerrarlas en un cuarto semioscuro, lleno de cabezas de búfalo recién cortadas por unos tipos disfrazados de monstruos que azuzan el cortejo bramando aullidos desgarradores. La que menos expresiones de miedo y terror manifieste al cabo de la ceremonia es la que se ganará las puertas del nuevo cielo, al costo de abdicar a una niñez normal, o todo lo normal que pueda esperarse en un país donde uno de cada cinco chicos sufre algún tipo de explotación realizando duros trabajos rurales, conchabados clandestinamente en fábricas o reducidos a la mendicidad en los centros urbanos.
Recluida en un pequeño palacio para no contaminarse con el mundo real, la Kumari se alimenta con comida especialmente purificada, recibe una educación especial y sólo abandona su hábitat para oficios religiosos. Además, recibe a autoridades políticas, a quienes también consagra en sus asunciones y bendice en sus funciones. Todos los días, una multitud se agolpa en un patio lleno de caca de paloma y murciélago a la espera de que la pequeña diosa salga al balcón para miran sin hacer nada, lo cual, según sus devotos, ya es mucho, pues entre sus poderes sobrenaturales se incluyen bendecir a los fieles y ahuyentar a los demonios con el simple poder de su mirada. Eso sí: no puede abandonar su residencia sin una autorización especial, muestra fiel de que la burocracia humana puede someter a cualquier deidad. ¡Papel mata estampita!
La vigencia de la Kumari no es eterna: el fin llega con la primera menstruación, señal interpretada como la decisión de Taleju de abandonar ese cuerpo para ir en busca de otro. Después de haber dedicado su pequeña vida a atender las plegarias ajenas, la diosa saliente se encuentra ante el desafío de recuperar la niñez perdida allí cuando la tradición le suelta la mano y la biología la empuja a convertirse en mujer.
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