UNA DISECCIóN DE LA SOCIEDAD INDIA
Entre cursos de relajación a domicilio, corporaciones gigantescas, especias feroces y heces lanzadas en estaciones a la luz de los faroles, casi 1300 millones de indios forman un organismo de castas estanco y violentamente basado en la pobreza y en la exclusión de la enorme mayoría.
› Por Juan Ignacio Provéndola
Según el FMI, el Banco Mundial, la ONU y esos organismos compuestos por hombres de traje que juegan a arreglar el planeta que ellos mismos hieren, la India es uno de los países económicamente más poderosos. Está en el podio de la producción internacional de leche, pimienta negra, tabaco, té, arroz y ganado bovino, por citar algunos. También es importante fabricante de software y medicamentos genéricos, y su industria cinematográfica —Bollywood, cruza de Hollywood y Bombay— maneja cifras similares a la estadounidense. Su capacidad productiva y el consumo interno son las principales turbinas que motorizan el crecimiento. Es que su población descomunal (casi 1300 millones, sólo superado por China) es una lupa que todo lo agranda, lo bueno y también lo malo. Y ahí aparecen las cifras que no se cuentan tanto: el 80 por ciento de la población trabaja bajo el régimen del día a día (cobran el jornal sin aspirar a vacaciones pagas ni francos), sólo el 20 por ciento puede gozar de las precarias comodidades que ofrecen las metrópolis atestadas por los 461 grupos étnicos que habitan el país hace cinco mil años, la mitad de los niños sufre problemas de desnutrición y uno de cada cuatro indios vive en la absoluta pobreza.
Indices de un país que se maneja por estimaciones (el 80 por ciento vive en los campos, donde no llegan el agua potable, la luz, el progreso ni los matemáticos estadísticos) y que hizo de la desigualdad una identificación a partir del sistema de castas: la discriminación hecha tradición. El hinduismo postula que cada casta procede de una parte del cuerpo de Brahma, dios creador. Y así como el codo nunca será rodilla, ni la pera costilla, un indio quedará atado por siempre a la clase que le haya tocado heredada. A la cabeza de esta pirámide social se ubican los Brahmanes, que salen de la boca de Brahma y son sacerdotes, maestros o académicos. Los Shatrias, salidos del brazo, tienen destino de funcionarios o militares. Del muslo surgen los Vaishias, por lo general comerciantes, artesanos o campesinos. Los Shudras, creados a partir de los pies, están dedicados a servir, pues provenían de pueblos vencidos en guerras y eran esclavizados.
Pertenecer a una clase en la sociedad india no asegura demasiado, pero estar por fuera de ellas implica quedar relegado a lo más profundo de la miseria espiritual. Ese papel le toca a los Dalits, conocidos en Occidente como “los intocables”. A la hora del reparto orgánico de Brahma, no les cupo ni la uña encarnada del meñique. No vienen de ningún lado y nada les pertenece. Marginados de toda aspiración, viven de la limosna y caminan largos kilómetros en procura de agua, pues no se les permite usar la misma que las otras castas. Por supuesto, no tienen tele ni leen los diarios. Y jamás se enteran de los augurios de los organismos de crédito, quienes vaticinan otra década de crecimiento indio a tasas estratosféricas.
Snighda Nandipati tenía 14 años cuando ganó el Spelling Bee, un concurso de ortografía para estudiantes residentes en Estados Unidos. Shouryya Ray concluyó un complejo problema matemático que llevaba tres siglos sin ser solucionado mientras terminaba la secundaria en Alemania. Y el ajedrecista Viswanathan Anand arrasó en toda competencia nacional, aunque empezó a ser valorado recién cuando obtuvo el célebre torneo italiano Regio Emilia, a los 22. ¿Es el triunfo cultural de los indios en el mundo o en verdad una triste tendencia que los lleva a ser valorados recién al dejar su suelo?
La mitad de los casi 1300 millones de habitantes tiene menos de 25 años y algunos cerebros del análisis creen ver en este dato un potencial que los coloca por encima de China, el otro gigante asiático, cuya política del hijo único por matrimonio (recientemente flexibilizada) los conducirá irremediablemente a una población avejentada e improductiva. Sin embargo, una reciente encuesta reveló que el 85 por ciento de los tres millones de indios que egresan cada año de las universidades son rebotados de las entrevistas laborales por “no reunir las aptitudes necesarias”. Uno de los problemas fundamentales del sistema educativo de la India es el reparto de cupos de ingreso a las universidades públicas: el 45 por ciento se reserva para grupos tribales, otro tanto para “grupos especiales” (parientes de militares, por ejemplo), y el minúsculo resto queda para los que en efecto desean inscribirse por voluntad propia. Así se ve, por ejemplo, a cientos de estudiantes repasando sus apuntes bajo los faroles de las estaciones de trenes de Bihar (donde se cree que Budha alcanzó la inspiración suprema), una provincia de 80 millones de habitantes que padece graves problemas energéticos. Es casi como un ritual que se repite año a año: novatos se mezclan con graduados que vuelven al lugar para compartir algunos secretos de los exámenes que ellos ya aprobaron justamente bajo ese mismo método.
Descontando a la enorme población rural, que por mandato histórico o por falta de oportunidades queda confinada a labrar el campo por siempre, las posibilidades laborales por fuera del periplo universitario y del trabajo callejero se resumen en ferrocarriles y bancos, grandes empleadores de un país que desborda recurso humano. Como en Sudamérica, el deporte aparece como un anhelo de prosperidad, reconocimiento y movilidad social. El cricket es el juego nacional (como en toda ex colonia británica de la región), aunque el fútbol emerge con su fuerza planetaria. Atento a esto último, el Barcelona planea abrir una escuela en varias de las ciudades más importantes. El propósito es formar a 10 mil jóvenes promesas en tres años y, con algo de suerte, encontrar al nuevo Messi, mientras el nuestro adorna las gigantografías que Adidas colocó en calles, rutas y pueblos de un país donde el marketing instaló zapatillas con resorte y camperas de tres tiras como un nuevo anhelo de status y de pertenencia cultural.
Es muy común ver muchachos caminando de la mano, ya sea en el bullicio de la ciudad o en la más inhóspita de las campiñas. Se trata de una vieja costumbre que expresa amistad pura y desabrida. Amistad: la Corte Suprema reinstauró recientemente una vieja ley colonial que condena los vínculos homosexuales con hasta 10 años de cárcel. La normativa escrita en 1861 fue suspendida en 2009, pero volvió a entrar en vigor tras un fallo del máximo tribunal indio que, además, coloca en una misma escala de imputabilidad a la zoofilia. Suena absurda una medida semejante en el mismo lugar donde hace 2000 años (no dos días, ni dos meses) se escribió el Kamasutra, un manifiesto que habló del sexo más allá de sus fines reproductivos y que reivindicó el rol de la mujer en el acceso a los placeres del cuerpo.
Sin embargo, esos textos de avanzada parecen diluirse en contradicciones inentendibles, como aquellas en las que incurre la Justicia cuando decide distraer sus esmeros persiguiendo a dos hombres que deciden amarse en vez de combatir a los que provocan una violación cada 20 minutos, tal es la alarmante estadística en un país que asiste a este problema como un flagelo irreversible. Se estima que sólo uno de cada cincuenta casos son denunciados formalmente, el Poder Judicial los toma dos años después y los fallos pueden demorarse hasta una década. La gota que rebasó el vaso fue el caso de una estudiante de medicina de 23 años que fue salvajemente violada por seis tipos en un colectivo de Nueva Delhi, quienes luego la golpearon con una barra de hierro y la tiraron del vehículo en movimiento. La operaron tres veces en la India y fue traslada de urgencia a una clínica de Singapur, donde falleció dos semanas después. El parte médico dijo que “murió en paz” y pronto se desataron multitudinarias protestas en las principales ciudades, todas sofocadas con el infame bastón policial.
El papel social de la mujer en la India es el de un barrilete en remontada. Ya desde la concepción, madres e hijas son víctimas de abortos por un motivo fundamental: en un país donde abundan los matrimonios arreglados, es la familia de ella la que debe pagar la dote a la del hombre. Las que sobreviven a esas condiciones se enfrentan luego a la discriminación de un mercado laboral que sólo integra a una de cada cuatro mujeres en condiciones de trabajar. Ni hablar de las viudas, despreciadas por considerarlas portadoras de mala suerte. Sin embargo, un alentador cambio de paradigma: el partido en el gobierno y la Cámara baja son liderados por mujeres, al igual que tres ministerios. Y los reclamos sociales por el flagelo de las violaciones también parecen demostrar que muchos toman nota de esos desequilibrios y ya no se conforman con entenderlos desde las comodidades de las herencias culturales.
Para sobrevivir en la India, hay dos expresiones que conviene memorizar. Una es “namasté”, mudrá hinduista en lengua sánscrita usado en la práctica del yoga que también funciona como saludo regular en la vida social. Y la otra es “not spicy”, algo así como la contraseña mágica para alcanzar uno de los desafíos más difíciles: superar la estadía sin indisposiciones gástricas. No beber agua de la canilla, no usar hielo en cubitos, no tomar helados ni comer frutas con cáscara son algunas de las recomendaciones que todo visitante recibe y repite como un mantra. Pero el peligro latente está en las especias, cuyas infinitas variedades pueden colarse en el menú diario aun cuando uno solicita expresamente evitarlas. Es sólo darle un mordisco al ingrediente prohibido y sentir que el tracto digestivo se raja en un ardor salido del centro de la Tierra.
Sea por prescripción religiosa, para aderezar y por mera costumbre, el uso y abuso de especias atraviesa horizontalmente a la sociedad india como pocas cosas. Una pizca convierte la comida en alimento para dragones que echan fuego por arriba y por debajo, por delante y por detrás. Y, así como entran al cuerpo sin quererlo, salen del mismo sin decirlo. La posición en cuclillas, tan típica de los indios, confunde. Aunque es fácil distinguir a los que no lo hacen por descanso: el que tiene los pantalones por las rodillas es el que está acudiendo al llamado de la naturaleza allí donde ella se lo demanda. Se cree que 700 millones de personas cagan al menos una vez por día en algún lugar público, que puede ser un parque, un baldío o el río donde esa misma persona lavará su ropa y su cuerpo más tarde. En la India, lo íntimo y lo privado se resignifican entre heces y moscas.
En otras épocas, las especias valían tanto como el oro, al menos para los europeos, que en su procura fueron capaces de mover el tablero cuando los musulmanes tomaron Constantinopla y bloquearon los accesos terrestres a Asia. Así fue como, buscando rutas alternativas por mar para volver a comprar especies, Colón terminó llegando a América y los portugueses descubrieron Africa, dando inicio al comercio de esclavos negros. Y pensar que en la India la pimienta crece como una planta silvestre...
En la actualidad, los pimientos y afines sirven también para darle otro gusto a una dieta alimentaria acotada, ya que los hindúes no comen nada que tenga sistema nervioso. Las vacas son sagradas porque su leche permite seguir abasteciendo a un niño después del destete, y gozan de tantos privilegios que pueden meterse en los comercios o interrumpir el tránsito sin que nadie se exaspere. En paralelo, un mercado ilegal trafica su carne desde mataderos clandestinos. También abundan como plagas especies de monos, cuervos, ardillas y ratas, que deambulan por las calles como perros y hurgan entre los innumerables basurales junto a las mangostas, un bicho con la anatomía adorable de un hurón doméstico pero con la furia para ser el único animal capaz de enfrentar a una cobra venenosa y matarla.
En el ocaso del 2013, el gobierno indio autorizó la compra de 262 misiles a Israel por 135 millones de dólares, además de 41 helicópteros, buques y portaaviones, varios de ellos provenientes de Rusia, un aliado militar desde la época de la Guerra Fría. En simultáneo, la industria armamentista del país donde Mahatma Gandhi hizo historia con su revolución pacifista (el único en el mundo que pudo torcer a los ingleses sin una bala), sigue desarrollando una serie de misiles capaces de alcanzar objetivos a miles de kilómetros de distancia, aunque sus principales enemigos, China y Pakistán, están al otro lado de la medianera.
La tensión regional desató una desquiciada carrera entre los vecinos en conflicto, siempre dispuestos a dar un paso más que el otro para demostrar poder e imponer respeto. Así fue que, sin darse cuenta, un día el planeta les quedó chico y tuvieron que abismarse al cosmos. Por eso, India lanzó hace pocos meses una nave no tripulada a Marte, que si logra atravesar los 750 millones de kilómetros con éxito llegará al Planeta Rojo en septiembre. La experiencia india en la astronomía se remonta a casi 1500 años de antigüedad. Su observación de las estrellas les permitía lograr referencias para navegar y adelantarse al resto de las civilizaciones, que en esos tiempos sólo se trasladaban por tierra. Es que, desde siempre, los astros ofrecieron mensajes y señales a quienes supieron leerlos.
El mal uso de las nuevas tecnologías para el progreso económico de unas minorías con mucho poder terminó contaminando el cielo indio con niveles de polución nocivos y alarmantes. Es por eso que, aunque sus naves conquisten la galaxia, desde el suelo sólo se podrán ver la Luna y Venus, los únicos cuerpos celestes capaces de romper la espesa barrera gris que opacará por siempre las noches estrelladas de esa brillante civilización.
La India es enorme, infinita. Observarla es asomarse por una ventanita, echar una mirada y guardar apenas un retazo de algo que jamás podrá ser abarcado. Sin embargo, uno de los recortes más aproximados a la imagen totalizadora se puede ver en los 300 metros finales de Dasaswamedh, la calle que une el último acceso vehicular con la entrada más simbólica y emblemática del Ganges. Desde su nacimiento en los Himalayas hasta la desembocadura en el golfo de Bengala, el río se extiende a lo largo de 2500 kilómetros, pero es en su paso por la ciudad sagrada de Varanasi donde alcanza la mayor espectacularidad religiosa y espiritual. Allí deben ir los creyentes del hinduismo al menos una vez en su vida para limpiar los pecados y purificar el alma, pero primero deberán recorrer esos 300 metros finales a pie en los que se condensan todas las contradicciones de un país que tensa la austeridad de los Saddhus ascetas con la ostentación obscena de los marajás aún vigentes en sus palacios, los lagos artificiales del Rajastán con los ríos más contaminados del mundo, las fragancias del sándalo y el incienso con el omnipresente hedor a meo, humo y basura, y el silencio contemplativo de los meditantes con el batifondo insoportable de autos, micros y tricicletas (los rickshaws, el transporte del Lejano Oriente), quienes parecen codificar un diálogo secreto en una clave morse que nunca calla.
La procesión comienza cuando el sol aún no salió. Puestitos de comida se montan entre bosta de vaca que puede ser de hace diez días o diez minutos; también se venden ofrendas florales, postales, llaveros y palitos de neem, cuyas propiedades antisépticas higienizan la boca. Sobre el final, unas amplias escalinatas conducen a las aguas del Ganges, donde la gente nada, se baña e incluso bebe de unos de los cinco ríos más intoxicados del mundo como consecuencia de los desechos industriales o de las 120 ciudades que sirven sus excreciones sobre el cauce, algo común en un país donde sólo ocho de las 3120 ciudades tienen sistemas para tratar sus aguas.
Río adentro pueden verse el espectáculo más significativo del Ganges: las cremaciones. Son piras funerarias asistidas por deudos, turistas y curiosos. Todos miran en silencio mientras la madera y los huesos crepitan en un mismo fuego y sólo el aullido de un perro hambriento parece darle dimensión humana al dolor. Es que la muerte significa apenas un paso más de una existencia que trasciende a las vicisitudes de la carne. Cinco veces al día se producen los aartis, donde los sacerdotes encienden unas mechas que parecen candelabros y las giran durante largos minutos mientras suenan campanas y la cadencia cansina del harmonien, un instrumento que parece llorar las mismas tristezas que nuestro bandoneón arrabalero.
Además de ese ritual parecido al de la misa católica, la esencia del hinduismo comparte varias similitudes con las religiones occidentales: libros sagrados de procedencia divina que fueron revelados a determinadas personas, templos voluptuosos, la búsqueda de la trascendencia espiritual, la justicia divina como compensación redentora de las buenas acciones y hasta la presencia de una trinidad superior (compuesta por Brahma, el creador, y Vishnú y Shiva, los más populares), además de la adoración de figuras sagradas, en este caso representadas por miles y miles de dioses.
La crisis de la sociedad de consumo occidental encontró en el hinduismo un refugio hacia donde escapar. Con eso, llegó la mercantilización de la antimercantilización: cursos fast-food de yoga, relajación a domicilio, libros de autoayuda para desconsolados sin remedio, gurúes montados sobre corporaciones millonarias y el acceso a la espiritualidad como si se tratara de un spa. La verdad (si es que acaso existe y no es sólo una entelequia construida por el hombre) podrá estar en cualquier lado, pero nunca demasiado lejos de uno mismo.
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