Jue 15.01.2015
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COLECTIVOS DISCOGRáFICOS Y DE PRODUCCIóN Y PROMOCIóN CULTURAL

“Vamos a un modelo de músicos con mayor conciencia del mercado y la escena”

Monqui Albino y Elefante en la Habitación son nuevos y masivos exponentes de una movida que Laptra demostró sustentable en el post-Cromañón: la reunión colaborativa de artistas para sacar sus discos y armar recitales.

› Por Brian Majlin

Hay un mito circundante a la genealogía de un rockstar o músico exitoso –el término no es sólo representativo de las figuras del rock sino de aquellos músicos indolentes, alejados de la esfera real y supraterrenales que se dedican a la música, la juerga y la existencia sibarita– que ha sido desterrado. La antigua carrera musical cultivada por el sello discográfico y la vida distendida al calor del éxito individual parecen haber quedado marginados. No significa que no persista esa imagen sino que ha quedado descentrada. Se ha corrido el velo del misterio y los hacedores de música son, a la vez, hacedores de sus carreras, de los sinuosos entramados de la curaduría musical, la gestión cultural y la cultivación colectiva del saber.

De ese know how liberado a borbotones en las griferías siempre abiertas de Internet han bebido artistas –y especialistas, profesionales, trabajadores– de todos los rubros, para nutrirse. Y han aprendido a correr el camino de lo colectivo: las redes sociales son un síntoma de época y se extienden a todos los resquicios de la sociedad. También a la producción musical.

De allí que emergieron en el último lustro decenas de sellos musicales de gestión o participación colectiva. Cooperativos en su mayoría, asamblearios incluso. Es el “hacelo vos mismo” que pregonan y facilitan las plataformas virtuales y herramientas al alcance, los sistemas crowdfunding y las experiencias socializadas que convierten el asunto en un “hagámoslo juntos”.

“Somos perdedores, pero todos juntos”, dice entre risas Rodrigo Ruiz Díaz, cantante y manager de Chau Coco!, una de las 13 bandas que integran el sello de gestión colectiva –tal la denominación que ahora reconoce el Estado, incluso desde programas de fomento como Recalculando, del Ministerio de Cultura de la Nación– Elefante en la Habitación (elefanteenlahabitaci-on.com), del que también participan María Pien, Lautaro Feldman, Desatavientos, Ciruelo, Dimensión Tito, Globos, Lorena Rizzo, Nico Rallis, Levare, Vúmetro, Virulana y David Chorne y El Turco.

“Somos una bolsa de conocimiento compartido”, aporta Leandro Aspis, de Julio y Agosto, banda fundadora hace dos años del sello colectivo Monqui Albino (monquialbino.com), donde colaboran mutuamente otras 11 bandas: Cumbia Club La Maribel, Pequeña Orquesta de Trovadores, Los Tremendos, Fuleras, El Violinista del Amor y los Pibes que Miraban, Los Mutantes del Paraná, El Sonido Real, Los Niños, Mascarada Barahúnda, Persona, Los del Club. Su elemento distintivo –dice El Angel Guardiola, de Los Tremendos– es que “hay bandas con más masividad que ayudan a otras más pequeñas”.

La emergencia en común que determina el cambio de paradigma, del individuo al colectivo, es la necesidad mutua. Una búsqueda por la identificación y la salida al encierro de una escena cultural y discográfica recortada por patrones exclusivistas y mercantilizados, en decadencia y sin lugar para los emergentes.

“Arrancó porque se dio química entre músicos que confluyeron en escenas en común y veníamos pensando que la unión nos iba a hacer más fuertes”, explica María Pien, que también habla de “mirar al costado, al otro, reflejarse en problemáticas similares y compartir información, herramientas”.

La idea fundacional de los sellos colectivos tiene también una noción sencilla y con tintes, sólo en apariencia, inocentes: que se lo puede hacer mejor juntos. “Nace por la necesidad de juntarse con gente que esté en proyectos similares, de laburo individual y autogestionado, para tener una presencia más fuerte”, dice Aspis. A su turno, Solange del Sol (de Fuleras) pone nombre concreto a ese “estar en lo mismo”: “Organizar la información que tenemos, socializarla, necesitar sonidistas, lugares de grabación o para tocar”.

No es algo improvisado sino la confluencia de algo que ya estaba. De ahí sale el nombre, por ejemplo, de Elefante en la Habitación, un viejo dicho que hace mención a lo que está, pero incomoda y se ignora, no se le da bola.

Y no son los únicos: sólo en Capital y la provincia de Buenos Aires caben otros ejemplos, uno más desconocido –Fuego Amigo– y otro que ha traspasado el origen cooperativo y ya se asume empresa, como Laptra, con su emblema El Mató a un Policía Motorizado a la cabeza.

Sin embargo, la aspiración independentista y autogestiva –a veces llamada indie, a veces renuente a las etiquetas– no siempre es taxativa. Aspis lo define como pragmatismo: “La práctica arroja la ideología. Nos encontramos siendo autogestivos e independientes porque es la forma que encontramos de crecer, lejos de la idea mágica de que alguien te haga crecer dándote rosca”. Suma Ruiz Díaz: “Antes te armaban la carrera desde cero, pero ahora un sello solo agarra a los que ya tienen un caudal de seguidores. Vimos que tenemos que aprender a caminar solos”. El participante de Elefante... destaca, además, que suelen debatir la posibilidad y la eventual reacción de que un sello importante los convoque.

Es un dilema. Se dividen las opiniones en ese aspecto y mutan. Unos dirían que sí, otros dirían que no. Siendo artistas, lo que quieren es crear y la gestión ocupa esfuerzo y trabajo que no quisieran, dicen algunos. Pero a la vez ya no creen poder ceder el terreno de lo aprendido. Del cómo. “Vamos a un modelo de músicos con mayor conciencia del mercado y la escena cultural”, dice el cantante de Chau Coco! E Ivo Ferrer, de Los Tremendos, concluye: “Lo nuestro es más amplio que un sello discográfico”. Coinciden en que se usa la palabra “sello” porque es conocida: “Somos un colectivo de bandas que se dedica a armar festivales, movidas culturales, fechas”.

Ahí emerge, una vez más, la figura del promotor cultural, que ha desaparecido. Si el lugar de la promoción cultural, del que editaba discos, del que elevaba y descubría artistas, del que conseguía –y lucraba con ellos, claro– los lugares de toque se esfumó, hay dos caminos: quejarse o hacer. “Teníamos que dejar la queja y pasar a la acción, crear la escena cultural que queremos habitar”, reflexiona Pien.

En el camino, los sellos colectivos descubrieron el amplio abanico de la gestión cultural, las leyes, los espacios habilitados, los formularios y las burocracias. Y le encontraron la vuelta mediante ciclos y festivales que hoy van copando la escena, pero también conocen sus sinsabores: el mercado exige que se convoque, que se haga rentable. Aunque en pleno siglo XXI se reemplace el concepto de renta por el término sustentable, el sustento, por caso, sigue siendo económico.

María Pien reconoce que en el nuevo rol comienzan a “entender cómo funcionan los centros culturales” y además de militar, poner el cuerpo y celebrar la nueva ley de reciente aprobación en la Ciudad, pide que el músico, además de verse como trabajador de la cultura, se involucre: “Hay bolicheros garcas, pero hay pibes que también son artistas, que arman espacios para mostrar lo suyo y lo de sus pares”.

También está el GR8, que aunque no es un sello colectivo, ni edita discos, busca dar un espacio de difusión a los artistas sin cobrarles. La principal novedad es que tampoco le cobra al público. Su responsable, Ari Kuper, explica que buscan romper con los paradigmas y que el músico no deba pagar para tocar, pero le falta sponsoreo. No hay gestión colectiva, aunque se toma en cuenta a las bandas y sus necesidades. Su modelo es otro, pero discurre sobre una misma realidad.

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