EL TEATRO ABIERTO DE EMILIANO DIONISI
El joven dramaturgo se impone con varias obras y una mirada generacional.
› Por Brian Majlin
“Todo el dinero se había ido y no había con qué comprar comida. Así que Madres y Padres trataron de encontrar cosas que pudieran sacarse de encima, cosas que comían, cosas que bebían o cosas que necesitaban calor. Primero fueron los perros.” Es Moscú y es 1998 –evoca Emiliano Dionisi en la adaptación local de Iván y los Perros–, Iván Mishukov es hallado junto a su propia jauría de perros, con la que vive desde hace dos años, cuando fue abandonado. Tiene 6 años. Es Buenos Aires y es 2015, Dionisi hipnotiza al espectador y cosechó múltiples premios –ACE, Florencio Sánchez, otros– por su interpretación de Iván en la versión local de la obra de Hattie Naylor. Y marca, con pausa y contundencia, la palabra calor.
Dionisi es actor y director, es multifacético –trabajó mucho en cine, tv, teatro, clown, baile– y es una bomba a punto de estallar. Con 28 años, dice que es producto de la época, de su infancia noventosa y la impronta interdisciplinaria actual. También del exitismo y la necesidad que imponen los logros (y las propias obsesiones). Y arroja una propuesta: hacer del under un teatro popular y masivo. Provocar en el espectador una “experiencia transformadora”. Brindar calor.
“Busco la complejidad en las múltiples capas de la simpleza”, arroja con naturalidad y en verborrágica reflexión. Tiene varias obras en cartel, estrena La Comedia de los Herrores en las próximas semanas y, por primera vez, apuesta con la compañía teatral Criolla (que integra junto a otros colegas) a masificar una producción propia: dirige la comedia familiar Ojos que no ven, en la que invoca el humor popular para llegar a más público.
“El under no necesita ser críptico”, dice al pasar, mientras propone salir a buscar espectadores, a llenar las salas y resume la importancia de las compañías y el trabajo grupal: “El teatro es un hecho colectivo, para poder hacerlo el grupo es fundamental”.
En la génesis del actor están las tardes y noches de teatro en el centro porteño. Era un pibe inquieto, apañado por la empatía artística de sus padres, que no tenían vínculos con el arte más allá del goce que una obra podía despertarles ocasionalmente. Recuerda, sin embargo, una tarde en que, con sólo 6 años –la edad de Mishukov cuando lo hallaron, solitario, en Moscú–, fue a ver la primera versión de Drácula, el musical en el Luna Park, y ya nunca pudo despegarse de la fascinación: el teatro es su vida.
Como un pequeño pacman, Dionisi recorrió infinidad de escuelas y maestros –menciona a Hugo Midón, Miguel Gerberoff y Claudio Tolcachir como referentes principales– hasta una carrera universitaria de circo en la Unsam: “La facultad te permite codearte con pares que están en la misma. Mi búsqueda fue más solitaria. El EMAD o el IUNA te dan un sentido más de pertenencia”.
Dionisi acaba de ser seleccionado por segunda ocasión consecutiva para la Bienal de la Ciudad de Buenos Aires. “Ahí siento un poco más fuerte lo generacional. Hay mucha similitud enriquecedora, pero a la vez grandes diferencias”, arriesga Emiliano, que se volvió un especialista en armar carpetas para la búsqueda de subsidios y apoyos para montar obras. La Bienal es uno de los puntos salientes de la escena local, con muchas salas pequeñas en las que mostrarse, pero con poco tiempo en cartel para cada obra, que además debe costear la sala en condiciones muchas veces desventajosas.
–La coyuntura vivida. Todo lo que uno crea está teñido de lo que uno vivió y me gusta reconocerlo en el trabajo de otros. Consumos, vivencias, hasta cuestiones de cultura general. Vivencias de la década del ‘90, entre lo maravilloso y lo terrible, que uno recién puede valorar o evaluar tiempo después. El micromundo de esa época se mete y uno tamiza la obra por lo vivido, lo que cambia es la forma de contar, que es individual y ya implica el propio estilo.
–Somos un poco el caño de escape de la globalización de los ‘90. El fast food nos marcó para siempre. Estamos atravesados por la urgencia. Y en el teatro también: fechas de estreno, público, doscientas obras a la vez, reuniones o ensayos complicados. Y también el exitismo: somos gente que busca todo el tiempo dar resultados. Es muy difícil trabajar con felicidad si pensás siempre en un éxito. Eso me preocupa y aturde. También porque di buenos resultados y cada paso es responsabilidad y te sentís mirado y presionado. Quisiera vivirlo más relajado.
–Creo que recuperamos a la juventud. Se perdió un poco el prejuicio del joven y esa idea que había antes de que los jóvenes estaban perdidos o no servían para nada. Se apuesta un poco más ahora, se incentiva y ayuda a que muchos se sumen.
–El trabajo que hacemos es para otro. Es un servicio, un lugar de encuentro y para que el otro viva una experiencia contundente y transformadora. Trato de hacerlo desde lo sensorial más que desde el mensaje. Por supuesto, quiero que se desprendan cosas más concretas de lo que hago, pero la experiencia es más fuerte si la persona vive desde las emociones. El teatro es especial por eso: la gente está ahí, se acercó a ver tu laburo, le ves la cara a la persona para la que estás trabajando, es una comunión que me apasiona. Por eso nunca pregunto si te gustó, sino cómo la pasaste: es una experiencia para vivir y transformarse.
* Domingos en teatro El Picadero, Pasaje Santos Discépolo 1857. A las 18.
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