Jueves, 27 de agosto de 2015 | Hoy
EXCLUSIVO: ARCHIVOS DESCLASIFICADOS SOBRE ROCK 1956-1998
Entre los 3300 contenedores con documentos de inteligencia de la Policía bonaerense que está catalogando la Comisión Provincial por la Memoria hay perlitas sobre el fallido primer festival de rock en Lobos, un concierto de Los Redondos, el comportamiento de los Almendra y tribus urbanas.
Por Juan Ignacio Provéndola
La música suena fuerte y uno de los agentes tiene que enderezar la voz para hacerse escuchar en lo alto de la terraza. “Los que hacen quilombo son los de adelante. Van de un lado a otro. ¿Viste cuando los barrabravas...”, dice, sin terminar. Cerca, un compañero asiente sin agregar nada. Está más concentrado en apuntar correctamente. Manipula la herramienta fundamental del operativo: una curiosa filmadora portátil con los comandos manuales ubicados en algo muy parecido a la empuñadura de un arma. Sus tomas son intensas y vertiginosas. No actúa como un camarógrafo sino como un francotirador. A su lado, su colega sigue con la tarea encomendada: Señala a la madre de un chico torturado y asesinado en una comisaría, luego describe la lista de artistas. Debe individualizar objetivos sospechosos.
Ocurrió en Florencio Varela, el 10 de marzo de 1996. Se cumplía un año de la muerte de Fernando Gómez y la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) organizaba un evento para darle visibilidad a la protesta. Denunciaban que a Fernando, de 16 años, le habían roto el cráneo en una comisaría de Varela. Aquella tarde se convocaron numerosas personas, entre ellas, todos los artistas que participaron del festival. Cerró Malón, entonces la banda más masiva del metal argentino. Los servicios de inteligencia de la Policía bonaerense se interesaron no sólo por el acto de protesta en contra de la esa fuerza (pues se denunciaba un caso de “gatillo fácil”), sino también por la capacidad de movilización (popular y simbólica) que el rock ostentaba en el país. No era la primera vez que pasaba: los antecedentes vienen desde 1970.
El video que muestra esta secuencia es apenas una pequeña muestra de una entrega sobre espionaje y rock que acaba de hacer la Comisión Provincial por la Memoria. El organismo tiene la custodia del frondoso archivo de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (Dippba), que funcionó entre 1956 y 1998. Hay 4 millones de fojas, 3300 contenedores, 800 videos y otros tantos casetes y cintas abiertas que ocupan 600 estantes, dedicados a documentar los movimientos de personas, organizaciones e instituciones que la Bonaerense juzgó sospechosas durante más de cuatro décadas. Un registro impresionante del espionaje estatal.
Tras quince años de orden y clasificación, la CPM comienza a mostrar su trabajo a través de la selección documental “De lo secreto a lo público”. Uno de los dossiers está dedicado a lo que ellos llaman “vigilancia y rock”. Ahí hay informes, fichas, audios y videos de distintas épocas. Desde el malogrado Festival de Lobos 1970 (promocionado como “el Woodstock argentino”) y la accidentada vuelta de Almendra en 1980 hasta la expansión popular del fenómeno ricotero (con un particular trabajo de inteligencia en el suspendido show de Olavarría) y la aparición de tribus urbanas vinculadas al punk, al heavy y al luego denominado rock barrial. La historia del rock argentino releída a partir de un nuevo cuerpo enciclopédico: el que componen todos los confidenciales informes de inteligencia dedicados a él.
“En esta serie compartimos diferentes momentos en los que la inteligencia se posa sobre los jóvenes con la finalidad de anticiparse a expresiones que ‘puedan atentar contra el orden social y las buenas costumbres’”, describen desde la CPM. En ese sentido, el rock aparece inevitablemente como vehículo interpelador de las narrativas juveniles. Y, por añadidura, como un objeto sospechado. ¿Qué escuchan? ¿Por qué? ¿Cuál es el mensaje oculto de sus letras? ¿Cómo visten? ¿Consumen drogas? ¿Cuál es su relación con la política? ¿Qué peligros encierran las multitudes? Obsesiones que los espías tuvieron sobre el rock argentino en el último medio siglo y que, por primera vez, salen a la luz desde aquella oscuridad.
El capítulo inicial de las ucronías del rock argentino fue escrito en la primavera de 1970, cuando el locutor Edgardo Suárez intentó organizar el primer gran festival de la historia. Pensó un evento de tres días con los mejores artistas del momento, en un campo de 74 hectáreas, a 16 kilómetros de la zona urbana, al estilo Woodstock. Lobos era el lugar ideal: allí se realizaban varios espectáculos culturales de convocatoria. Sin embargo, el intendente local rechazó la autorización apenas un día antes del comienzo, atemorizado por la posible invasión de hordas hippies. La data se la habían bajado los servicios de inteligencia de la Bonaerense, quienes en un informe advirtieron que el festival “sería usado como centro de fumadores de ‘hierba’ (canabis) y para poder ‘hacer viajes con la pastilla’, por lo que se infiere que tendrán los primeros casos reales del uso del LSD”.
Los sucesivos impedimentos redujeron el festival a una burla: sólo dos días de noviembre y en un club del centro de La Plata, mientras toda la atención se concentraba en el primer B.A. Rock, que ocurría en simultáneo. Sin embargo, Suárez no se achicó: había convocado a Almendra, Manal, Los Gatos, Arco Iris, Miguel Abuelo y Moris y en las publicidades agitaba “para que La Plata sea un nuevo Woodstock”. Motivos para que los espías se hicieran presentes otra vez.
Según el informe, el primer día asistieron “450 personas, en su mayoría con vestimentas extrañas y cabellera muy larga”. En la segunda jornada, los investigadores hicieron una anotación delirante que sostiene que la mayoría de los presentes fueron “contratados y traídos desde la Capital Federal”. En general, el público responde “con gritos de histeria” y algunos “parecen bajo el efecto de estimulantes”. No obstante, el despacho final reconoce que “no fue posible observar drogas u otro tipo de estupefacientes, solamente algunos hippies sentados en el suelo, tomando bebidas alcohólicas”. La conclusión más cierta fue la de calificar al evento como “un rotundo fracaso”. Algo en lo que los servicios habían contribuido de manera denodada.
La reunión de Almendra, a nueve años de su separación, había generado una expectativa atronadora en todo el país. Se trazó una gira por clubes, estadios y otros importantes lugares de las metrópolis nacionales. Algo pocas veces visto en el rock argentino y, como toda convocatoria masiva que no tuviera que ver con las Fuerzas Armadas o el fútbol, merecedor de una angustiante desconfianza: la de los servicios secretos de la policía.
El primer informe, de diciembre de 1979, arrojó una conclusión tremenda: “Sus integrantes hacen alarde de su adicción a las drogas, como así también del desenfreno sexual y la rebeldía ante nuestro sistema de vida tradicional”. Las acusaciones, densas para la época, fueron circuladas por el Ministerio del Interior en carácter reservado entre todas las agencias de inteligencia provinciales. El objetivo era sugestionar con esta información a las autoridades locales de los territorios por los que iba a pasar la gira de Almendra. Ellos eran quienes debían autorizar o rechazar los pedidos de la banda para tocar en su ciudad.
Pero, una vez más, el mercado fue más rápido que la “inteligencia”: miles de entradas ya habían sido vendidas en todo el país y el operativo resultaba inconveniente. Así lo expresaba el intendente de La Plata en su respuesta escrita al pedido de los servicios. Notificado de la misiva apenas tres días antes del show, prefirió autorizar su realización, considerando que se habían vendido 7 mil entradas y montado el escenario, por lo cual era peligroso dar marcha atrás. La Bonaerense dobló la apuesta: dispuso un intenso operativo y ordenó grabar el recital completo. De postre, una de las razzias más recordadas del rock argentino, con fecha del 4 de enero de 1980: a la salida del show, la policía arrestó a 200 personas por averiguación de antecedentes.
Felizmente, Almendra pudo terminar su gira. Y no sólo eso: luego grabó otro disco y tocó algunas veces más. El acompañamiento de su público estuvo tan presente como la paranoia: años después, sus músicos confesaron haber inventado una especie de argot encriptado para comunicarse entre ellos cuando hablaban por teléfono.
“Desde siempre, sus integrantes tuvieron una actitud combativa en cuanto a todo lo que podía llegar a identificarlos con el sistema”, escribe un informante secreto. Como si le hablara a un amigo: “Esto se expresa en las letras, donde el mensaje está, pero se necesita conocer el código para descifrarlo. Para una persona que los escucha por primera vez, las letras... no dicen nada... y diría que... carecen de sentido...”. Al igual que a tantos otros, a este policía también le costó interpretar a Los Redondos a través de su obra. Entonces optó por un camino más fácil: hacerlo a través de sus seguidores, a quienes denominó “los chicos de ‘Las bandas’”. Es decir, no calificó al grupo por sus actividades y expectativas, sino por las de los seguidores. El recurso, inexacto, tampoco le sirvió: “Pueden ser melenudos o pelados, rubios o negros, de capital, San Isidro, Mataderos o La Plata... es difícil distinguirlos”.
Obligado a generar algún tipo de información novedosa, el espía ensayó una lista de lo que dio en llamar “formalidades espirituales”. Que puede ser la idea de que “se puede vivir de una manera distinta a la que vende la televisión”, o bien creer que “el Movicom es un remedio para la soledad”. Los axiomas, de discutible veracidad, concluían en uno resaltado con mayúsculas: la presunta proclama ricotera de que “el mejor policía... es el policía muerto”.
Aunque el intendente de Olavarría decidió suspender los dos shows que Los Redondos iban a ofrecer en agosto del 1997, fue mucha la gente que viajó hasta allí. Incluso se registraron protestas con gomas quemadas y calles cortadas. Esto ocasionó un complejo movimiento de inteligencia entre distintas dependencias. El producto de ese trabajo es un legajo cargado de textos y fotos, donde abundan pintadas en contra de la policía y cosas por el estilo. Aunque poco encontraron sobre la intimidad de los músicos: ni siquiera pudieron escribir bien el apellido de Skay Beilinson; según ellos, “Beletson”.
En abril de 1996, Parque Rivadavia fue escenario de una descomunal batalla en la que hubo enfrentamientos armados, heridos y hasta un muerto. Las crónicas hablaban de una guerra sin cuartel entre skinheads–nacionalistas, y punks-trotskistas/anarquistas, quienes libraban combates despiadados en lugares públicos y a plena luz. Rápidamente, los servicios de inteligencia apuntaron sus antenas ante ese fenómeno que se les presentaba desconocido.
El material producido fue ínfimo, aunque suficiente como para dejar observaciones maravillosas. “Los skinheads fueron en Europa verdaderos asesinos maníacos y bebedores de cerveza. La versión nacional del skin head es más moderado, aunque en las grandes masas puede ser un factor de riesgo”, sostenía el informe. De los punks destacaban que la generación de entonces, la de los ‘90, era menos violenta que la originaria, de los ‘80, aunque “debido a la diversidad de tribus que existen dentro del punk, podría convertirse en un elemento de peligro en el futuro para la seguridad social”.
Describieron cinco “grupos juveniles”. El heavy es mencionado sin grandes detalles y aparece una tribu denominada “Poder Negro”, con base en el oeste del conurbano y probable vinculación al Movimiento Juvenil de Obreros Revolucionarios, de ideología trotskista. El anexo que mayor despliegue merece es el de los “rockeros”, a secas. Refiere, sin eufemismos, a los seguidores del rock en general, entendido como un fenómeno que “moviliza a enorme cantidad de jóvenes” provenientes tanto de “grupos marginales, o gente de clase social media y media alta”. “Actualmente, los rockeros han dejado de lado los principios vanguardistas de los años ‘60 e incluso ‘80, creando una línea más combativa”, apuntaba el escrito, que hablaba de Sumo, Divididos, La Renga, Las Pelotas y Los Redondos. Entre las causas, se enumeraba “el alto consumo de drogas y alcohol”, aunque se concluía con una observación franca y admonitoria: “Sobre todo, esto se debe a la situación social por la que está atravesando el país, y en particular la juventud argentina”. Chocolate por la noticia.
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