CONVIVIR CON VIRUS
Convivir con virus
Por Marta Dillon
Le gusta tocarse la panza cuando se acuesta boca arriba. Todavía le resulta extraño sentir la piel que se hunde entre las costillas y la pelvis, percibir en la palma el secreto proceso de su cuerpo, los sonidos acuáticos del estómago; y nada más. Es extraño, dice, no estar embarazada. No estar esperando para tener, no contar más los días de atraso, no sentir cómo la gravedad le hincha las piernas, ni las patadas del hijo que se forma año tras año. Este año cumplió treinta y dos, a los 29 parió el último de sus diez hijos. El primero empezó a gestarse cuando tenía 15 y la ayudó a dejar la casa de un padre que no la dejaba salir ni a la esquina, para mudarse a la de un marido que la quería adentro. Que la prefería así, con los pechos hinchados y ligeramente dulces en las puntas, con el vientre estirado y la espalda arqueada para soportar el peso. Tuvo cuatro hijos con García, como ella lo llama. Nunca pensó en cuidarse, a veces intentaba negarse amablemente al deseo de su marido, probaba masturbarlo para que él desistiera de entrar en su cuerpo, siempre había un bebé durmiendo que daba la excusa. A veces resultaba, la mayoría no. El le prometía acabar afuera, te juro, te juro que la saco, le decía. Y después pedía disculpas, se había dejado llevar. Cuando un niño tenía nueve meses el siguiente empezaba a crecer en su cuerpo. Tuvo seis con Montenegro. Con el mismo ritmo, uno atrás del otro. El tiempo se contaba según los partos, más cerca o más lejos del parto. Nunca dejó de tener leche. Diez años seguidos poniéndose los bebés en la teta, para que coman, para que se calmen, para que no se pongan celosos del nuevo hermanito. No sabe por qué no tomaba anticonceptivos, ahora que pasaron tres años desde el último nacimiento lo entiende menos. Las cosas son así, una está ocupada en criar niños, y los niños ya se sabe, no dejan tiempo ni para ir al dentista. Además había que hacer cola desde las cuatro de la mañana para sacar turno, por eso no le quedan dientes, entre que se descalcifica con los embarazos y que ya estaba descalcificada de antes, dice, se le cayeron todos. Pero se los va a arreglar. Desde que se da la inyección una vez por mes, desde que sabe que ya no va a seguir pariendo, se anima a hacer otros planes. Eso sí, la tiene que pagar ella la inyección. En el hospital le dijeron que era lo más práctico, ellos no tienen para darle, si no le darían, porque ya no puede tener más pibes, no le da la salud. Por eso le hablaron de la inyección. Y la verdad es que le vino bien. Ahora los chicos están organizados. Los que van al colegio a la tarde cuidan a los chiquitos a la mañana y los de la mañana a la tarde. Entonces puede cumplir con esa changa en una casa de familia, a la que llega caminando, cruzando la vía que separa la villa de las casitas de clase media, al costado del río Reconquista. Es raro no estar embarazada, a veces, incluso, se extraña.