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Jueves, 16 de mayo de 2002

CONVIVIR CON VIRUS

Convivir con virus

 Por Marta Dillon

Empezaba a sentir el viento de la carrera en la cara cuando el palo me dio en los dientes. Suele ser así. No puedo decir que esté acostumbrada, cada vez que reconozco el miedo en otros ojos el impacto me tiende de espaldas. Caigo como una bolsa de arena, hechas polvo, desparramadas, las pequeñas mentiras de la seducción, lo que podría haber sido dicho, las pocas tentaciones que tenía para ofrecer. Puedo advertir el miedo, puedo olerlo como los animales, sentir la distancia que se instala después de ese relámpago que corta la noche de mis fantasías. Si pudiera elegir me haría invisible, daría la espalda a ese temblor en silencio, me echaría a andar como si nunca hubiera estado allí, de frente a esos ojos que, estoy segura, ya no me miran como antes, que intentan recoger el hilo de lo que hasta ahora han soltado. Tal vez porque la opción fue hecha hace tiempo, sólo puedo permanecer y enfrentar lo que no quiero ver, ser otra yo misma y hacer los discursos del caso, como una promotora de mis posibilidades y mis limitaciones, intentando calmar ese miedo primitivo de haber tocado en mí la alternativa de la muerte. Lo tomo con calma. Sostenida por la armadura de la experiencia, desgrano las palabras como si no fueran mías. Como si apretara el play de un viejo grabador salen las estadísticas, los mitos, lo que significa que prácticamente no haya virus circulando en la sangre, las diferencias para los varones y mujeres. Intento poner ejemplos relativos que expliquen esos números, intento no hablar de más, intento domar mi escasa paciencia porque, al fin y al cabo, esa información debería estar más disponible, circular de otra manera, qué sé yo. No puedo enojarme ni desaparecer. No quiero tampoco dejarme caer y me resisto como puedo a convertirme en la portadora, la que lleva el virus que puede matarte o enfermarte. Pero es así, a eso me enfrento cíclicamente porque, en definitiva, tengo vih. Tomo pastillas a la mañana y a la noche, mi cuerpo libra sus batallas por las mañanas y no es tan difícil advertir la erosión de los medicamentos. Esto es lo que hay: una mujer de 35 que todavía se sorprende cuando se mira en el espejo y encuentra las huellas que dejaron los placeres y los daños. Pero en esos surcos están también lo aprendido, lo soñado y lo cumplido. Qué voy a hacer, no me considero peligrosa, ya sé que no es a mí a quien temen, es al virus, a su estela de padeceres, a los fantasmas de la muerte. Pero igual es un riesgo estar conmigo, como es un riesgo salir a la calle, tomar un avión, intentar ser feliz o arañar ese estado. Y otra vez, no estoy hablando del virus. De eso es bastante fácil protegerse. El riesgo es el que corremos todos cuando creemos, fugazmente, reconocernos en otros ojos, compartir en un breve compás el ritmo del latido, saber que aunque siempre estamos solos es posible suspender esa certeza de a ratos y dormir abrazados dejando que el cuerpo se hunda en la mullida cuna de otro cuerpo. Después la vida sigue, es cierto, el día nos desata la ilusión y habrá que volver a armarse para seguir caminando. Pero mientras tanto, mientras tanto yo elijo correr el riesgo.

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